—Una
reductio ad absurdum
.
—Como en cualquier investigación que se respete, lo primero es plantear el problema y esbozar una teoría. O varias, según vaya conviniendo. En nuestro caso, esto quiere decir que debemos identificar unos cuantos sospechosos —el trabajo de detective empezaba a entusiasmarme—. Hay que elaborar una lista de nombres posibles, hacer un recuento de su historia y seguir su comportamiento a lo largo del Tercer Reich. Sólo cuando la tengamos podremos eliminar algunos y confirmar otros hasta que, con suerte, lleguemos a identificar a nuestro hombre y a reunir pruebas en su contra. He pensado en una tapadera perfecta: usted se presentará como un oficial norteamericano que está escribiendo una historia de la ciencia nazi. Así podremos acercarnos a muchos de los posibles sospechosos sin que puedan negarse a colaborar.
—Supongo que usted ya ha elegido al primer candidato.
—He pensado en algo mejor que eso, teniente —confesé, sin ocultar mi orgullo. Era necesario mostrarle que mis especulaciones no estaban en el aire—. En un juicio normal uno es inocente hasta que se prueba lo contrario, pero nosotros debemos emplear el sistema inverso. Todos son culpables mientras no seamos capaces de demostrar su inocencia —los ojos del teniente se abrieron como platos—. No me malinterprete, no estoy proponiéndole nada ilegal. A fin de cuentas, nosotros no somos jueces, sino simples investigadores. No vamos a hacerle daño a nadie.
—¿Debemos desconfiar de todos?
—Salvo una excepción —me saqué el as de la manga—. Hay alguien que conoce mejor que nadie la historia de la ciencia en Alemania: sus protagonistas, su desarrollo, sus glorias y sus tragedias, porque es, de hecho, uno de sus forjadores más respetados. Está más allá del bien y del mal. Es un hombre admirado por tirios y troyanos, de una moralidad a toda prueba. Creo que no sólo podrá ayudarnos, sino quizás pueda convertirse en nuestra piedra de toque. Es un hombre viejo y cansado, pero estoy seguro de que podrá hacer algo por nosotros…
—Fuera de Einstein, sólo hay una persona con el perfil que usted ha dibujado: Max Planck. ¿Cuántos años tendrá ahora? ¿Cerca de cien?
—No exagere, teniente: ochenta y ocho.
—¿Y usted cree que querrá ayudarnos?
—Quizás. Sin embargo, debo advertirle que es un hombre que ha sufrido mucho en los últimos años. Uno de sus hijos murió en el frente. Otro fue condenado por participar en el atentado del 20 de julio… Y, para colmo, su casa de Berlín fue completamente destruida durante un bombardeo…
—Lo sé.
—Ahora reside aquí, en Gotinga. Está enfermo y, según sus propias palabras, ya no tiene ningún motivo para vivir.
—Y por lo tanto, según usted, tampoco nada que perder. Manos a la obra, profesor. Giraré una orden para ponernos en contacto con él.
—No me parece conveniente. Hay que visitarlo como hombres de ciencia, discípulos suyos. De alguna manera todos los científicos vivos somos sus alumnos, ¿no cree? Le debemos cierto respeto. Le propongo otra cosa. Déme un par de días para lograr que nos reciba. Si no lo consigo, usted podrá intervenir.
Al día siguiente volvimos a encontrarnos en su despacho. La única novedad era la carpeta color marrón con el expediente de Planck que descansaba sobre su escritorio. Bacon comenzó a leer en voz alta:
I
NFORME
322-F
P
LANCK
, M
AX
A
LSOS
170645
Max Planck nació el 18 de abril de 1858 en Kiel, Holstein, en el seno de una familia de abogados y teólogos. Aunque realizó sus primeros estudios en la Universidad de Munich, prácticamente toda su carrera se llevó a cabo en Berlín, en la Universidad Friedrich Wilheim, de la cual se convirtió en catedrático a partir de 1889. En 1912 fue nombrado para ocupar uno de los dos sillones de secretario permanente de la Academia de Ciencias de Prusia. En 1913 se convirtió en rector de la Universidad de Berlín. Al término de la Primera Guerra Mundial, se le encomendó la dirección de la Fundación de Emergencia para la Ciencia Alemana, encargada de subvencionar la mayor parte de los proyectos científicos del país. A partir de 1930, se convirtió en presidente de la Sociedad Kaiser Wilheim. Obtuvo el Premio Nobel de física en 1915 por sus trabajos sobre la teoría del «cuerpo negro».
Idealmente, un «cuerpo negro» es un objeto que absorbe toda la radiación que incide en él. Un ejemplo común podría ser un horno. Poco antes de que Planck se dedicase al tema, se había observado que todos los cuerpos adquieren el calor rojo incandescente a la misma temperatura pero no se habían podido determinar las causas de este fenómeno. En 1893, el físico Wilheim Wien creyó encontrar una explicación, pero hacia 1900, diversas pruebas comenzaron a hacer notar evidentes fallos en su teoría.
Después de intensos meses de trabajo, Planck halló la solución al problema, la cual quedó representada con una fórmula capaz de explicar el fenómeno en todas sus magnitudes: había hallado una nueva constante universal, un principio de la naturaleza desconocido hasta entonces. Sin darse cuenta, acababa de trastocar las normas de la mecánica clásica, abriendo el camino a un nuevo tipo de física. Gracias a la «constante de Planck» (representada con la letra
h
), quedó demostrado que la energía no se distribuye en cantidades aleatorias, sino en números constantes que son múltiplos enteros de
h
. A estos «paquetes» de energía, Planck los llamó
quanta
.
—¿Usted redactó este informe? —me atreví a preguntarle a Bacon—. Si debo serle franco, no lo recuerdo, aunque por el estilo creo que no —Bacon dio un respingo—. Sé que no es lo más preciso del mundo, pero la intención de la OSS era que redactásemos páginas que pudiesen ser comprendidas incluso por los militares.
—Suena como una pequeña enciclopedia sobre la ciencia alemana para principiantes —bromeé—. Quizás algún día podría convertirse en el autor de un libro de moda… ¿Los asteriscos significan referencias cruzadas?
Bacon pareció ofenderse con mi comentario.
—No sólo redactamos una enciclopedia, como usted la llama, con fichas de todos los científicos importantes de nuestro tiempo, sino también un sucinto diccionario científico de bolsillo… Por más que uno se esfuerce, llega un momento en que no se le puede hacer comprender a un general la diferencia entre un electrón y un positrón… —se dio un par de palmadas en las mejillas, como si tratase de despertar.
—Prosiga, teniente.
Políticamente, Planck nunca simpatizó con la democracia. Fue uno de los científicos que firmaron la carta pública de apoyo al Kaiser durante la Primera Guerra Mundial. Más tarde, aunque nunca fue partidario de la democracia, se mostró dispuesto a colaborar con la naciente república de Weimar. (Entre los físicos alemanes, Einstein era el único que la defendía abiertamente).
Cuando los nazis tomaron el poder, a Planck se le planteó el mismo conflicto. ¿Debía oponerse activamente el nuevo gobierno? Para él, como para la mayor parte de sus colegas, lo único importante era la ciencia. La política no debía mezclarse con ella; su única tarea debía seguir la investigación sin importar el régimen político que tuviese el país. De este, modo, nunca dudó en permanecer en Alemania, a pesar de los excesos cada vez más evidentes de los nazis.
En 1933, como presidente en funciones de la Academia de Ciencias de Prusia, tuvo que solicitarle a su viejo amigo Einstein, a la sazón en Estados Unidos, que presentase su renuncia para evitar mayores conflictos con los nazis. Einstein lo hizo así, pero esta medida pareció no bastarle a Bernhard Rust, el nuevo ministro de Educación del Reich (
Reichserziehungsministerium
, REM), quien consideraba que Einstein era un símbolo del poder judío. A instancias de Rust, el secretario de la Academia Ernest Heymann, declaró que ésta no lamentaba la renuncia de Einstein, sino que se felicitaba por ella.
Cuando Planck y los demás miembros de la Academia se reunieron para considerar lo sucedido, se limitaron a aprobar retrospectivamente la acción de Heymann, si bien Max von Laue, otro de los antiguos amigos de Einstein, insistió en que la minuta indicase que ningún miembro de la comunidad científica de la Academia había sido consultado sobre el particular. Planck lamentó profundamente que la actividad política de Einstein hubiese provocado esta medida, aunque más tarde le agradeció públicamente su contribución a la Academia e incluso llegó a decir que sus investigaciones sólo eran comparables a las de Newton y Kepler.
A lo largo del Tercer Reich, Planck no tuvo otro remedio que transigir con los nazis con tal de mantener cierta independencia. No obstante, el Führer y sus ministros cada vez se mostraban más interesados en dirigir personalmente la vida científica del país. En alguna ocasión, Planck llegó a entrevistarse con el propio Hitler, pero su charla no produjo ningún resultado práctico. Utilizando su influencia, trató de evitar que numerosos científicos judíos perdiesen sus puestos de trabajo en virtud de la Ley de Reforma del Servicio Civil, pero poco pudo lograr. La influencia de Planck en la Academia comenzó a decrecer sobre todo a partir de que científicos adictos al régimen, como los matemáticos Ludwig Bieberbach y Theodor Vahlen, se convirtieran en miembros. En 1938, Vahlen fue elegido como nuevo presidente de la Academia por intervención directa del REM. Para entonces, Planck ya había cumplido ochenta años.
—No soporto más, esto es una nevera —exclamé—. Vamos a tener que instalar un brasero. En fin, le tengo preparada una sorpresa, teniente. Gracias a los oficios de Max von Laue, Planck ha accedido a recibirnos un momento. El viernes, a mediodía.
Le estreché la mano y bajé las escaleras lo más rápido que pude. Luego, me alejé pausadamente de aquel sitio, mirando los carámbanos que habían empezado a formarse en los aleros de las ventanas. El día era gris y seco y, más que nada en el mundo, necesitaba una buena copa de vino caliente.
Apenas eran las siete de la tarde pero ya había oscurecido y una espesa neblina cubría la ciudad. Las farolas otorgaban un aspecto fantasmal a las calles casi vacías, que Bacon debía recorrer para llegar al edificio que le habían asignado como vivienda. A diferencia de otras tardes —en las cuales solía acudir a su bar favorito y flirtear con Eva, la camarera, durante un par de horas hasta que se cansaba o, en el peor de los casos, hasta que ella lo invitaba a pasar la noche—, esta vez se dirigió directamente a su apartamento, dispuesto a dormir.
Bacon subió malhumorado las astrosas escaleras del edificio. En realidad, era aún peor que el casco de imprenta donde se hallaba su despacho: éste sí había sido dañado por los bombardeos, y a pesar de ello decenas de familias se hacinaban en los cuartos que habían quedado indemnes. Cada vez que ascendía por aquellos peldaños desencajados, en medio de los muros mohosos y oscuros, sentía una opresión en las sienes, como si recorriese el camino hacia el infierno.
Distraído, Bacon comenzó a buscar las llaves de su apartamento cuando tropezó violentamente con una joven que llevaba a un niño en brazos. Embebido en sus pensamientos, no había alcanzado a verlos.
—Discúlpeme, ¿se ha hecho daño? —fue lo único que se le ocurrió decir, al tiempo que sostenía el brazo de la mujer.
—No ha sido nada —respondió ella—. Sigue dormido…
—Permítame que la ayude —insistió Bacon, y la acompañó al otro lado del pasillo hasta su propia casa.
La joven abrió la puerta con dificultad y se introdujo deprisa para colocar al niño en su cuna. Bacon se quedó en el vano de la puerta, observándola, como si fuese la primera vez que veía a una madre con su hijo.
—Gracias —replicó ella y, tras una pausa, añadió—: Mi nombre es Irene.
—Frank —le estrechó la mano Bacon, turbado.
Ella le miró a los ojos.
—Debo irme, o Johann se despertará —añadió Irene antes de cerrar la puerta.
Hablar con Max Planck era enfrentarse con un fantasma del siglo XIX. Su rostro apergaminado, lleno de surcos y cicatrices —marcas de sabiduría y dolor, de serenidad e ira—, hacía pensar en una reliquia antigua o en el tronco abierto de un árbol en el cual es posible advertir los círculos del tiempo. Sus mejillas enjutas y las pesadas bolsas que le caían bajo los ojos eran los únicos restos de una era que se negaba a perecer gracias a la voluntad inquebrantable de este hombre inmortal. Más que odio por el presente, su semblante expresaba una profunda decepción por el mundo que aún podía contemplar. Educado durante la época de gloria del imperio guillermino, llegado a su madurez durante la Gran Guerra y a su vejez durante el Tercer Reich, Planck parecía encarnar el espíritu mismo de Alemania, destruido una y otra vez, y reconstruido desde las cenizas. Aunque ahora sus miembros débiles y su cuerpo contrahecho lo obligaban a recluirse en su habitación, aún se podía adivinar en sus modales severos y en su mirada calculadora la recia voluntad que lo había caracterizado siempre. En sus pupilas, diminutas y terribles, seguía escondido el mismo gesto de desprecio que siempre sintió por el mundo azaroso y desproporcionado que había contribuido a modelar.
En contra de todas las predicciones, Planck seguía vivo: había sobrevivido a sus hijos y, de hecho, a millones de alemanes que, a diferencia de él, habían muerto a lo largo de dos guerras mundiales o en los campos de concentración. A pesar de las decepciones y la amargura, de las penurias y la soledad, seguía ahí, firme y sólido, como uno de los pocos puntos de referencia con los cuales contaban sus compatriotas para mirar hacia el futuro. En 1946, su cuerpo se mantenía en el mundo sólo como un recuerdo de la
otra
Alemania, de la Alemania razonable y científica que había coexistido con la Alemania feroz y terrible que había terminado por prevalecer y que se había aniquilado a sí misma.
¿Por qué se obstinaba en perseverar? ¿Qué lo mantenía atado a la tierra? ¿Qué insana voluntad lo hacía despertar por las mañanas cuando el universo se había sumido en el caos, cuando ya no le quedaba ninguna esperanza? ¿Por qué no se había hundido en los escombros de su casa de Berlín, bombardeada por los aliados? ¿De qué materia estaba hecho el corazón que se escondía bajo la devastada piel de Planck? De habérselo preguntado, acaso su respuesta hubiese sido obvia: si se había negado a abandonar su país durante la guerra, ¿cómo iba a hacerlo ahora, cuando apenas quedaba algo en pie? ¿Cómo iba a abandonar a quienes lo necesitaban en un momento como éste? Su obstinación por vivir debía ser un nuevo ejemplo para los jóvenes científicos.