Bacon bajó de su habitación del Gran Hotel y se dirigió a la comandancia de la ciudad. Desde la oficina del general Watson, podría enviar un cable a la oficina de información del ejército, en Washington, para ver si ahí existía alguna información sobre Klingsor. Era una tarea ingrata. Los órganos de inteligencia de Estados Unidos estaban desquiciados desde la disolución de la OSS, decretada el 20 de noviembre de 1945. Según el rumor más extendido, y a pesar de la oposición de Edgar J. Hoover, el todopoderoso director del FBI, el presidente Truman estaba dispuesto a aprobar la creación de un nuevo instituto, pero a fines de 1946 aún no había nada definido. En tanto, los antiguos agentes de la OSS como Bacon, debían someterse a la inteligencia militar, a la comandancia de las fuerzas armadas en Europa o al Departamento de Estado.
En medio de este caos, a nadie le importaba demasiado la verdadera identidad de Klingsor. ¿Por dónde comenzar?, se preguntó Bacon otra vez, de camino a la comandancia. Volvió a leer la transcripción del testimonio de Wolfram von Sievers: «Para que el dinero nos fuese entregado, cada proyecto contaba con el visto bueno del asesor científico del Führer. Nunca llegué a saber de quién se trataba, pero se murmuraba que era una personalidad reconocida. Un hombre que gozaba del favor de la comunidad científica. Se le conocía con el nombre clave de Klingsor.» ¿Debía entrevistarlo de nuevo? Quizás lo haría más tarde, aunque en el fondo sabía que no obtendría mucho: después de aquella referencia, Sievers había negado, una y otra vez, haberla hecho. Según él, nunca había pronunciado este nombre.
Bacon meditó unos segundos. Se dio cuenta de que en ocasiones, las grandes ideas son las más sencillas, las más evidentes. En vez de escribir a Washington, donde lo atendería un militar anodino y malencarado, incapaz de resolver sus dudas, era mejor idea dirigirse a Samuel I. Goudsmit, su antiguo jefe durante la guerra, acaso uno de los hombres mejor enterados del desarrollo científico de la Alemania nazi.
Hasta fines de 1945, Bacon había formado parte de la misión
Alsos
, cuya sección científica era coordinada por Goudsmit. En los años veinte, Goudsmit había sido uno de los prominentes físicos jóvenes que se encargaron de desarrollar la naciente física cuántica; a él se debía, en gran parte, el descubrimiento del espín de los electrones. Después de titularse bajo la dirección de Paúl Ehrenfest, Goudsmit —judío holandés— consiguió un puesto de trabajo en la Universidad de Michigan. Por desgracia, sus padres no pudieron seguirlo y tuvieron que permanecer en La Haya incluso después del estallido de la guerra. Cuando los nazis invadieron Holanda, Goudsmit realizó todos los esfuerzos posibles hasta que al fin, después de numerosos trámites, logró obtener los papeles necesarios para trasladarlos a América. Pero era demasiado tarde: en 1943, durante una de las deportaciones masivas de judíos, los ancianos fueron arrestados y enviados a Auschwitz.
Desesperado, Goudsmit se dirigió al físico Dirk Coster, quien ya se había encargado de salvar a Lise Meitner en 1938, para que solicitase la intervención de Werner Heisenberg. Éste le respondió a Coster con una carta, en la cual se refería a la hospitalidad que la familia Goudsmit había mostrado hacia los físicos alemanes que visitaban Holanda, de modo que pudiese enseñarla a las autoridades nazis. Esta ayuda no sirvió de mucho: cinco días antes de que Heisenberg enviase su carta, el padre y la madre de Goudsmit murieron en una cámara de gas de Auschwitz, justo el día en que el anciano cumplía setenta años. Goudsmit nunca pudo perdonar a Heisenberg el no haber hecho lo suficiente para salvarlos.
Gracias a los oficios de John von Neumann, el cual a partir de 1943 había comenzado a viajar a Londres regularmente, desde su llegada a la capital inglesa Bacon se incorporó al equipo de científicos norteamericanos y británicos encargado de estudiar el programa atómico alemán. A fines de ese año, Bacon se integró a la misión
Alsos
, coordinada por la OSS, la cual contaba por primera vez con una sección científica. Ésta había sido encomendada a Goudsmit por su conocimiento del tema nuclear, de los idiomas europeos y de los físicos alemanes y, adicionalmente, porque no tenía conocimiento del Proyecto Manhattan, lo cual podía resultar muy útil en caso de ser capturado por los nazis.
Alsos
desembarcó en Normandía poco después del
D-day
. Su principal objetivo era capturar a diez científicos relacionados con el proyecto atómico alemán: Walter Gerlach, Kurt Diebner, Erich Bagge, Otto Hahn, Paul Harteck, Horst Korsching, Max von Laue, Carl Friedrich von Weizsäcker, Kari Wirtz y, desde luego, Werner Heisenberg.
Durante varios días, Goudsmit y Bacon recorrieron las devastadas comarcas del norte de Francia y Bélgica, hasta que al fin llegaron a Holanda. Goudsmit había insistido en dirigirse a La Haya. Bacon lo acompañó a visitar los restos de la que había sido su casa. Lágrimas de ira e impotencia, incluso de culpa, comenzaron a correr por las mejillas del físico. Bacon no sabía cómo consolarlo. Una de las tantas imágenes que podían resumir la guerra —y que se quedó incrustada en su alma para siempre— era la de aquel hombre alto y robusto, ligeramente estrábico, llorando frente a los restos de su hogar, evocando la muerte de sus ancianos padres. ¿Cómo no odiar al enemigo? ¿Cómo no sentirse superior a los nazis? ¿Cómo no querer vengarse?
De La Haya, la misión partió rumbo a París, donde
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estableció su comandancia general. En esta ciudad sus miembros se encargaron de recabar información en el laboratorio de Frédéric Joliot-Curie —el cual había sido utilizado por los alemanes durante la ocupación— y posteriormente marcharon hacia Estrasburgo, donde se había montado una universidad según el modelo alemán cuyo instituto de física había sido dirigido por Carl Friedrich von Weizsäcker, uno de los amigos más cercanos de Heisenberg. En febrero de 1945, Goudsmit y Bacon —junto con el sargento Pash, el responsable militar de la misión— cruzaron él Rin al lado de las tropas aliadas. A fines de marzo, habían llegado a la antigua ciudad universitaria de Heidelberg, donde se encargaron de detener a los físicos Hans Bothe y Walter Genter y establecieron su Base de Avanzada Meridional.
Goudsmit y los demás integrantes de
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sabían que, originalmente, el programa nuclear nazi se había concentrado en Berlín pero, a partir del momento en que los bombardeos aliados arreciaron, se había trasladado a un lugar más seguro. Mientras un equipo comandado por Diebner se había mantenido en Stadtilm, la parte principal de la operación se había movido a Hechingen, con Heisenberg a la cabeza. Después de interrogar exhaustivamente a Bothe y a Genter, Goudsmit y Bacon sabían cuál era la ubicación precisa de cada uno de los físicos alemanes relacionados con el proyecto nuclear, así como los lugares en que desarrollaban sus investigaciones. Además, habían confirmado una de las sospechas más importantes de toda la guerra: entre las pretendidas armas secretas de Hitler, era prácticamente seguro que no se hallaba una bomba atómica.
Un poco más tranquilo, desde Washington, el general Groves alteró las prioridades de la misión: dado que muchos de los científicos alemanes se encontraban en zonas que al término de la guerra quedarían bajo el control de las tropas francesas y rusas, era imprescindible capturarlos cuanto antes. Goudsmit estaba más excitado que nunca. Por su parte, Bacon tenía sentimientos encontrados: siempre se imaginó como un investigador, pero el trabajo que ahora desarrollaba lo había convertido más en un espía que en un científico; en vez de buscar resultados teóricos, perseguía a sus colegas, los cuales no dejaban de ser científicos Por el hecho de haber combatido en el bando contrario.
—Toda la zona al sur de Stuttgart quedará bajo control francés —explicó el coronel Landsdale, agregado militar de la misión—. Nuestra tarea, pues, es atrapar a los físicos y recoger el material que hayan emplead antes de que lo hagan los franchutes. Si no es posible, habrá que destruirlo todo.
En Washington se llegó a considerar la idea de invadir el sur de Alemania, pero el avance del reconstituido ejército francés era demasiado rápido para intentarlo. Por fin, se tomó la decisión de que un comando de asalto, al frente del cual quedaría el coronel Pash, se dirigiese directamente hacia Haigerloch —donde los alemanes habían construido una pila atómica— y Hechingen. En esta ocasión Goudsmit no participó en la empresa —se consideraba demasiado arriesgada—, y Bacon fue asignado al equipo de Pash.
Por primera vez en su vida, Bacon estaba a punto de enfrentarse a la vida real. Su horror a los problemas cotidianos había desaparecido por completo. Ahora no tendría tiempo de meditar cuidadosamente una decisión o de calcular las probabilidades de sus acciones: convertido en un soldado como tantos otros, debía acatar órdenes y, en el mejor de los casos, confiar en su intuición a la hora de los enfrentamientos. Durante todo el tiempo anterior, Bacon se había acostumbrado a la idea de librar una guerra de ideas, lejos del frente; pero una cosa era reunir información en ciudades previamente tomadas por el ejército, y otra muy distinta, abrirse paso por la Selva Negra con la tarea de capturar a Heisenberg y su equipo. Bacon siempre creyó que no era un hombre cobarde, pero en esta ocasión descubrió el verdadero significado del miedo. No era una sensación ni un estado de ánimo —a fin de cuentas, lo más peligroso que le había ocurrido antes eran las amenazas de bombardeo que había sufrido en Londres—, sino una especie de fiebre que se apoderaba de su cuerpo.
—No sé si esto es una ley física, teniente —le dijo Pash alguna vez—, pero cuando uno tiene miedo lo peor que puede hacer es mantenerse impávido. El miedo siempre crece, eso es lo terrible. Hay que combatirlo en cuanto se presenta. Al primer ataque hay que vencerlo, porque de otro modo puede ir acabando con nosotros.
Dirigido sabiamente por Pash, el 23 de abril —día de San Jorge—, apenas una hora antes de que las tropas francesas avanzasen hacia el lugar, el comando
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llegó a Haigerloch, donde sin muchas complicaciones se procedió al arresto de Kart Wirtz, Erich Bagge, Carl Friedrich von Weizsäcker y Max von Laue, el último de los cuales, por cierto, nada había tenido que ver con el proyecto atómico. Después de desmantelar la pila, Pash y Bacon se dirigieron a la población vecina de Tailfingen, donde hallaron a Otto Hahn, el descubridor de la fisión atómica. Tanto los científicos, como los restos de sus laboratorios fueron enviados a Heidelberg.
Pero aún faltaba la parte más delicada de la operación. Quedaban tres importantes científicos libres: Diebner y Gerlach en Munich y Heisenberg, quien, poco después de la llegada de Pash y Bacon a Hechingen, se había marchado en busca de su familia a Urfeld, recorriendo unos 250 kilómetros de distancia. La misión
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hubo de dividirse en dos. Mientras una escuadra se dirigió a Munich en busca de Diebner y Gerlach, otra, al mando de Pash —y en la cual continuó Bacon—, se dirigió hacia Urfeld. La primera parte de la misión fue cumplida el 30 de abril, el mismo día que Hitler se suicidaba en Berlín.
—Ésta es la tarea más importante que nos han encomendado —explicó Pash a sus hombres.
Bacon repetía esta frase una y otra vez, como si se tratase de una oración, cuando los diez hombres y cuatro vehículos con que contaba Pash llegaron al pequeño poblado de Kochel, en Baviera, el primero de mayo. Justo al otro lado de una pequeña colina, el Kesselberg, se encontraba Urfeld, pero se trataba de una zona que no había sido pacificada aún por el ejército aliado, así que era posible toparse con restos de las tropas alemanas o de las
Waffen-SS
que aún pudiesen estar en activo.
Cuando llegaron al Kesselberg, los integrantes de la misión se dieron cuenta de que el pequeño puente que llevaba al poblado había sido destruido durante los bombardeos, por lo cual el único modo de llegar a Urfeld era a pie. Pash decidió guiar una patrulla a través de la colina completamente cubierta de nieve. Bacon no sólo sentía el frío que atravesaba sus botas y su uniforme, sino una especie de sospechosa calma que lo mantenía en un permanente estado de excitación. La adrenalina le llenaba la cabeza y los músculos, impidiéndole razonar, lo cual en aquellos momentos casi parecía una ventaja. Las rocas blanquecinas eran una metáfora de su estado de ánimo: estaba exhausto y, a la vez, dispuesto a continuar hasta el final. Después de bordear una saliente rocosa, la patrulla divisó las primeras casas de Urfeld. Era un pueblecito pequeño e inofensivo, una típica muestra del folclore germano. Fatigados y hambrientos, los diez hombres de Pash comenzaron a descender la colina. De pronto, Bacon escuchó unos ruidos que rompían la tranquilidad del paisaje. Eran balas. Balas verdaderas. Bacon se echó a tierra y se preparó para disparar. ¿Cuántas probabilidades existían de ser alcanzado? Y, aún peor, ¿cuántas de que él se encargase de matar a alguien? Aunque había recibido un rápido entrenamiento antes de embarcarse hacia Londres, era la primera vez que usaba un arma contra un ser humano. Temblaba. Estaba a punto de convertirse en otro hombre.
En medio de la refriega, se dio cuenta de que, si no quería morir, debía dejar de pensar en todo aquello. Ahora no importaba la ciencia ni el recuento de probabilidades: la teoría era una basura que sólo les servía a los hombres que, pulcramente sentados en sus escritorios, analizaban los actos de los demás sin haberse enfrentado nunca a una batalla real. Sin dudarlo, convencido de que era la única manera de resolver el problema, Bacon disparó una y otra vez, tratando de guiarse por sus reflejos, hasta que un prolongado silencio volvió a llenar el aire frío de Baviera. Todo sucedía demasiado deprisa. Oyó a lo lejos la voz marcial de Pash, la de algún otro de sus compañeros, y al fin salió de los matorrales entre los cuales se había parapetado. Caminó unos pasos: a lo lejos se veían los cuerpos ensangrentados de dos soldados alemanes. Indiferente a tales querellas, un hermoso crepúsculo anunciaba la diaria muerte del sol.
Pash se acercó para ver si aún respiraban. Negativo. Bacon llegó unos instantes después. Desde la muerte de su padre, muchos años atrás, no había vuelto a contemplar un cadáver. Sintió ganas de vaciar el estómago, pero se contuvo ante la inmutable presencia de su superior.
—Vamos, teniente —Pash pareció leerle el pensamiento—. No hay tiempo que perder. Quedan muy pocas horas de luz.