—
Enchanté
—dije y procedí a besar sus manos. Ambas me miraron con una risa contenida.
—Mi amigo siempre ha sido muy formal —Heini se disculpó por mí—. Bueno, andando, que no tenemos mucho tiempo… Natalia y Marianne se adelantaron unos pasos y yo me acerqué a Heinrich.
—¿No son hermosas? —me susurró al oído.
—¿De dónde has sacado el dinero para todo esto? —me apresuré a preguntarle—. Y sus padres, ¿cómo les permiten…?
—Olvídate ya de nuestras lecciones de moral cristiana —terminó Heinrich—. Limítate a disfrutar de una velada como no volverás a tener en mucho tiempo.
Heini pidió un taxi y le indicó que nos llevara al Café Bauer, en la Friedrichstrafie. Disfrutamos ahí de un modesto almuerzo —el ambiente del lugar mejoraba conforme se acercaba el atardecer—, durante el cual pude hacerme una mejor idea del carácter de nuestras invitadas. Como sospeché, Marianne en realidad era dos años mayor que nosotros, pero se comportaba como una niña mimada; pidió doble ración de postre y, durante las dos horas que permanecimos ahí, apenas me dirigió la palabra. Todo el tiempo charlaba con Natalia para comentarle la elegancia del lugar, los vestidos de las señoras o la atención de los camareros. Natalia, por su parte, se limitaba a escucharla casi sin decir nada. Sólo en algún momento se atrevió a preguntarme si yo estudiaba matemáticas —me sentí profundamente halagado por su interés— a lo cual traté de responderle con un discurso sobre Cantor y el infinito, pero Heinrich me interrumpió para hacer alguno de sus comentarios impertinentes.
—Esta ciudad está llena de espectáculos degenerados —se dirigió a las muchachas—. ¿No les molesta que las traigamos a un mundo de perdición?
—¡Claro que no! —respondió Marianne de inmediato, y por primera vez se volvió hacia mí con una mirada insinuante. Sentí que el color me subía a las mejillas.
—Debe ser el sitio con más cabarets de toda Europa —prosiguió Heini—. En el Café Nationale las camareras sirven desnudas de la cintura para arriba —esperó a que las chicas hicieran un gesto de sorpresa-En el Apollo, uno puede bailar desnudo, sea con un hombre o con una mujer, según tus gustos. Pero el mejor de todos es el Siempre Fiel: ahí se puede encontrar hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre… En fin, quizás luego les apetezca ir al Kabaret der Komiken, al Kata Kombe o al Megalomanía…
Yo estaba sorprendido por los conocimientos de Heinrich, como si de la noche a la mañana hubiese hecho un cursillo sobre depravación berlinesa. Luego pensé que toda la información debía provenir de su padre, aunque tampoco imaginaba a Heini hablando con él sobre estos temas. A las chicas, por el contrario, les parecía encantador.
—Sigue contando —dijo, previsiblemente, Marianne.
—En Berlín están las mejores cantantes del mundo. ¿Han escuchado a Renate Müller? ¿O a Evelyn Künnecke? Pero la mejor de todas es una mujer fea y bajita, similar a un barril, de nombre Claire Waldoff. Por cierto, este año ha aparecido una nueva actriz de moda, se llama Marlene Dietrich y toda la gente habla de su aparición en De boca a boca…
Aquél era un universo nuevo para mí. De pronto, supe que me gustaba; que me gustaba mucho.
—Por desgracia —continuó Heini, poniéndome un brazo por el hombro—, esas princesas jamás nos harían caso a Gustav o a mí… ¿Saben por qué? Les voy a dar una clave: siempre que vean que alguien lleva prendida una varita de lavanda en la solapa significa que prefiere la compañía de su propio sexo…
Todos reímos. Nos levantamos eufóricos. Yo tenía ganas de amar a aquella desinhibida Marianne que, después de su indiferencia inicial, ahora se me había colgado del brazo.
—Muy bien, muy bien —le dije a Heini—, explícanos quién es esa mujer a la que vamos a ir a ver…
—¡Josephine Baker es lo último de lo último! —mi amigo adoptó un tono cómico; yo sentía el cuerpo de Marianne junto al mío—. El propio Max Reinhardt, el director del Deutsche Theater, se quedó atónito al verla. ¿Quieren que les cuente una historia sobre ella?
—¡Sí! —aullamos al unísono.
—Se dice que Reinhardt fue a verla al final de su función, azorado por su belleza. La Baker acababa de llegar de París —Heini disfrutaba siendo el centro de atención—. Y ahí lo tienen, «oh, mademoiselle, qué placer el conocerla» y todas esas tonterías… Josephine le devuelve las mismas reverencias, «señor, el gusto es mío», etcétera… De pronto, una negra es la mujer más famosa de Berlín. Todos los aristócratas se pelean por llevarla a su casa, como si se tratase de un espectáculo itinerante. La Baker, cínicamente, se deja llevar… Un día, Reinhardt le presenta a unos amigos suyos, y éstos a otros, hasta que en una de las interminables fiestas berlinesas se presenta ni más ni menos que el conde Harry Kessier.
Kessier, el
Conde Rojo
. Me sonaba su nombre. Un millonario excéntrico, simpatizante de los comunistas, amigo del padre de Heinrich.
Ahora ataba cabos.
—Imaginen la escena: Kessier llega a la fiesta y ¿qué es lo primero que ve? Aciertan: a Josephine bailando desnuda, completamente desnuda, para todos los presentes. En ese mismo momento el conde decidió que esa mujer, que ese
animal salvaje
(éstas fueron sus palabras) tenía que ser suyo.
—¿Y lo consiguió? —preguntó Marianne.
—¿Tú qué crees? —Heini acentuaba la tensión—. Pero no fue tan sencillo. Como cualquier estrella, la Baker tiene su carácter. Puede desnudarse frente a mil hombres y luego negarse a hacer el amor con uno sólo. Claro que asistió a la fiesta que el conde dio en su honor, pero se resistió a bailar durante toda la noche. Kessier, que ya le había prometido a sus demás invitados una experiencia sin límites, no sabía dónde meterse. Pero como buen aristócrata se las ingenió para distraer a sus amigos con su colección de escultura. «Admiren este Rodin» y cosas como ésa… De pronto, llegaron frente a la
Mujer en cuclillas
de Aristide Maillol. Para Josephine fue como una revelación. Sin decir nada, se quitó la ropa y comenzó a bailar frente a la escultura. El mármol blanco y la piel negra de la Baker se confundían por obra del movimiento. ¡La unión de los contrarios, amigos míos! Según dicen quienes la vieron —sólo yo sabía que se refería a su padre—, fue uno de los espectáculos más apasionantes de la escena berlinesa…
Todos quedamos encantados con la historia. Nos introducía en un ambiente que ni las muchachas ni yo soñábamos con llegar a conocer. Heinrich nos condujo al lugar donde se llevaría a cabo el espectáculo —ahora se me escapa el nombre— y se dirigió directamente al administrador. Todo estaba arreglado. Heini consiguió que nos diesen una pequeña mesa no muy lejos del escenario. Una camarera nos llevó una botella de champán.
El
show
se titulaba, muy apropiadamente,
The Chocolate Kiddies
, y la música había sido compuesta por Duke Ellington. En cuanto comenzó, quedé fascinado: jamás pensé que Josephine Baker fuese una mujer tan hermosa, la más hermosa que hubiese visto jamás. Excedía todas las descripciones de Heinrich. Frenética, danzaba envuelta en una falda hecha con plátanos, mostrando sus senos pequeños y sus pezones color marrón. La Baker poseía, en efecto, un atractivo salvaje, pero al mismo tiempo era una sutil encarnación del movimiento: ni una sola parte de su cuerpo se sustraía a las resonancias de los tambores.
—Disfrútala —me susurró Heini al oído—, en Leipzig no encontrarás nada semejante.
Yo no tenía disposición para charlar con él; estaba demasiado extasiado, demasiado concentrado en el cabello relamido y en la piel lustrosa, llena de sudor, de Josephine Baker. A mi lado, las muchachas también parecían hipnotizadas.
—Todo el mundo sabe que es sólo una puta —me susurró Heinrich—, una puta cara. Estos berlineses se vuelven locos con ella, pero en cualquier descuido la meterían en una jaula… Lo que me gusta de esta ciudad es que aquí sí saben divertirse —añadió en el momento de brindar.
—¿Podríamos hablar con ella? —le pregunté.
—Lo dudo mucho —rió Heinrich—. Además, éstas nos matarían… Al final, el público aplaudió rabiosamente. Había gritos y muestras de histeria, como si hubiesen contemplado un asesinato. La Baker salió a despedirse con una expresión que no denotaba alegría. Se había limitado a cumplir con su trabajo. Yo estaba verdaderamente excitado. Supongo que nos sucedía a todos, porque Natalia propuso que fuésemos a otro lugar. Después de ponernos de acuerdo, terminamos por elegir el Siempre Fiel. Marianne, que ya estaba algo bebida, quería ver a aquellas mujeres vestidas de hombres. En el camino, esperó a que Heini y Natalia se adelantasen para besarme en la boca y decirme que yo le fascinaba. Me sentí orgulloso y la abracé por la cintura.
El Siempre Fiel nos defraudó un poco. De cualquier modo, era cierto que algunas de las mesas estaban ocupadas por jóvenes robustas con el cabello relamido, vestidas con
smokings
negros y pajaritas blancas… Por otro lado, era obvio que el resto de las mujeres que vestían como tales, no usaban ni bragas ni sostenes…
—¿Te gustan? —me preguntó Marianne.
—Supongo que sí.
—¿Y yo?
—Mucho —tomé su rostro entre mis manos y la besé largamente.
—¿Cuánto?
—De aquí a las estrellas —dije.
—¿Te casarías conmigo?
No sabía qué responder. Supuse que al día siguiente quizás no rendase nada.
—Desde luego.
No volvimos a hablar en toda la noche. Simplemente nos dedicamos a beber, a besarnos y a acariciarnos por debajo de la mesa. Yo hacía lo posible para cubrirme con su cuerpo y no ver a Heini con Natalia.
Regresé a Leipzig con una extraña sensación en mi interior: era como si lo sucedido en Berlín hubiese sido parte de un sueño. Reinicié mi vida diaria con un profundo malestar: todo volvía a ser gris, rutinario, preciso… Aunque sin mucho entusiasmo, traté de regresar a mis clases y al estudio de la hipótesis del continuo.
Una mañana me llegó una carta de Berlín. Resultó ser de Marianne:
Querido Gustav:
Heini me dijo que te disponías a pasar unas tristes Navidades en Leipzig, puesto que tu padre no estará en Munich y tú crees que no vale la pena ir para allá. Curiosamente, a mí me ocurre algo similar: mi madre ha viajado a América para ver a su hermano, y yo tengo que quedarme sola en Berlín. En tal caso, si a ti te parece bien, he pensado que podríamos pasar juntos las vacaciones y entrar de la mano en 1927. Si no altera tus planes, y estás de acuerdo, házmelo saber. M
ARIANNE
Sopesé la propuesta durante unos instantes —tenía mucho trabajo retrasado, debía preparar mis exámenes, Huttenlocher me tenía entre ceja y ceja—, y terminé resolviendo lo obvio: le escribí a Marianne para decirle que estaría encantado de verla y que conocía un pequeño pueblo a mitad de camino entre Berlín y Leipzig donde podríamos quedarnos. Quizás después podríamos ir a esquiar. Aceptó de inmediato.
Yo no podía saber que de aquel minúsculo acto —escribir o no escribir una carta—, iban a depender tantas cosas en mi futuro. En la intimidad, Marianne resultó ser mucho más inteligente y despierta de lo que yo había supuesto en un principio. Además de cálida y afectuosa, tenía el supremo don de saber escuchar a los hombres. No sólo se interesó por mis estudios de matemáticas —algo que yo consideraba increíble en una chica—, sino que incluso me pidió que le hablase de Cantor: quería enterarse de la historia de un hombre que entonces era tan importante para mí.
—Era un sujeto curioso. Alguien que buscaba encontrar a Dios por medio del conocimiento matemático —le expliqué sin poder quitar la vista de sus senos.
Estábamos en una cabaña y el fuego crepitaba en el hogar como un pequeño ejército de duendes marchando a paso veloz.
—¿Y lo consiguió?
—No podría decírtelo —respondí, dándole un beso—. Tenía muchos enemigos que le hacían la vida imposible. Pensaban que estaba loco.
—¿Y realmente lo estaba?
—Era un tipo de una constitución mental muy débil. Pasó mucho tiempo en hospitales y clínicas de reposo tratando de superar su angustia.
—¡Pobre hombre! ¡Qué existencia tan desgraciada!
—Sólo poco antes de su muerte comenzó a ser valorado por la nueva generación de matemáticos —me parecía como si estuviésemos siguiendo un guión predeterminado, pero ello no eliminaba el encanto que me producía hablar de matemáticas con una mujer desnuda—. Comenzó a recibir medallas y diplomas, pero el tiempo se había agotado para él. La fama le llegó demasiado tarde. Embrutecido por la extrañeza de sus descubrimientos y asfixiado por la envidia de sus detractores, Cantor falleció en un manicomio de Halle el 6 de junio de 1918, unos meses antes de que concluyese la Gran Guerra.
Me parecía increíble que aquella escena estuviese ocurriendo. Para mí, era una especie de paraíso al que nunca creí tener acceso. Al final de las vacaciones, me di cuenta de que estaba completamente enamorado de aquella mujer. No soportaba sus largas ausencias, necesitaba su olor, su comprensión, su ternura. Algo me indicaba que, tal como le había dicho en estado de ebriedad en Berlín, realmente estaba dispuesto a pasar mi vida a su lado. No me equivoqué. El 30 de octubre de 1928, Marianne Sieber se convirtió en mi esposa. Un par de meses antes, el 7 de agosto, Heinrich le había jurado fidelidad eterna a Natalia Webern. La felicidad parecía tan simple como un cuento de hadas o el resultado de una ecuación algebraica.
D
ISQUISICIÓN
5
La búsqueda del absoluto.
Entre 1928 y 1932 incontables acontecimientos sacudieron las estructuras de la República de Weimar: Bertolt Brecht y Kurt Weill estrenaron su
Ópera de los tres centavos
; el filósofo Rudolf Carnap publicó
La estructura lógica del mundo
; Marlene Dietrich se convirtió —como Heini había pronosticado— en una gran estrella gracias a su aparición en
El ángel azul
; el Graf Zeppelin dio la vuelta al mundo; Alfred Döblin escribió
Berlin-Alexanderplatz
; en Munich las autoridades prohibieron que Josephine Baker se presentara en un teatro; en las elecciones al Reichstag de 1930, Hitler consiguió una alta representación; Gödel diseñó su famoso Teorema; el mariscal Hindenburg fue elegido presidente del Reich en 1932 y por fin ese mismo año, cumpliendo el anhelado sueño de Hitler, doscientos treinta diputados nazis tomaron el control del Reichstag.