—Todo eso es verdad, pero antes no hablabas así, tío Holly.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora? —dije cambiando la conversación.
Nadie, contestó. Nos dirigimos hacia la orilla del pantano y nos pusimos a contemplarlo. Era aparentemente interminable y grandes bandadas de marinas aves de todas clases lo atravesaban, cubriendo el cielo, a veces. Ahora que el sol había subido bastante, empezaron a levantarse delgadas nubes de envenenados vapores de la superficie de la marisma y de les turbios charcos de agua estancada que daba horror verlas. Entristecidos, contemplábamos este espectáculo, y al fin, les dije a mis compañeros:
—Tenemos que hacer algo... Yo creo que no podemos hacer ninguna de estas, des cesas: ni cruzar eso —dije, señalando el pantano, —ni quedarnos aquí, so pena de morir todos de fiebre.
—Eso se ve tan bien como una paca de heno —murmuró Job.
—Y creo también que tenemos que hacer cualquiera de estas dos: o volvernos al ballenero y lanzamos al mar de nuevo, en busca de cualquier puerto, lo cual es muy aventurado, o subir por este río a la vela o al remo, a ver adónde vamos a parar.
—Lo que ustedes harán, no lo sé —dijo Leo, pero sí sé que yo voy a subir por ese río.
Job puro los ojos en blanco y dio un gemido, y el árabe murmuró «Alá» y gimió también. Yo pensé que nos hallábamos entre el mar y el infierno, y que lo mismo daba fueramos a uno que al otro lado, mas, tenía a la verdad, cierto deseo de ir por donde quería Leo. La cabeza de negro colosal y el muelle de piedra habían excitado mi curiosidad de tal modo, que en el fondo me hallaba avergonzado, pero estaba dispuesto a satisfacerla a cualquier precio. En consecuencia nos embarcamos. Arbolamos el mástil con mucho cuidado, compusimos bien el interior del bote, sacamos nuestros rifles y desatracamos. El viento, afortunadamente, soplaba de la mar, y pudimos izar la vela. Después aprendimos que generalmente soplaba así desde la madrugada por algunas horas, y luego de la tierra otra vez, hasta la puerta del sol; la explicación que yo propongo de esto, es que, al refrescarse la tierra con el rocío y la noche levántase el aire caliente, por lo que el aire fresco se precipita de la mar hasta que, el sol lo haya podido calentar también. Esto, por lo menos, es lo que en aquel punto sucedía Aprovechando aquel viento propicio, navegamos, río arriba alegremente, durante tres o cuatro horas. El sol, hacia mediodía se puso atrozmente fuerte, y el hedor que brotaba de los pantanos por los esteros que desahogaban en el río, era tan grande en ocasiones que determinamos tomar algunas dosis preventivas de quinina Poco después decayó la brisa por completo, y como no habla que pensar en servirnos de los remos con aquellos calores en bote tan pesado, nos dimos por muy satisfechos de encontrar unos grandes árboles especie de sauces que crecían junto al agua y aprovechamos para dormir, hasta que la proximidad de la puesta del sol puso un término a nuestra sofocación. Por delante teníamos un ensanchamiento del río, y decidimos remar hasta allí, para parar en él la noche.
Pero, precisamente, cuando íbamos a zafar el bote, aparecióse a beber al río, de su otro lado, un hermoso gamo, de alta cornamenta inclinada hacia delante, y con una faja blanca sobre los musIos traseros. Escondidos, como estábamos, tras de los sauces la pieza no podía vernos. Leo la descubrió antes que nadie, y se quedó todo estirado, ejemplares de vasijos de barro, que se parecen a las actualmente en uso en anhelante, como perro de muestra. El era un ardiente
sportsman,
sediento de la sangre de la caza mayor, con la que por meses había estado soñando. Viendo de lo que se trataba al fin, alarguéle su rifle y preparé también el mío.
—¡Cuidado no le yerres! —murmuré a su oído.
—¡Aunque quisiera errarlo no podría! —me dijo con desdén, apretados los dientes y echándose el arma a la cara El gamo ruano, después de beber a su guste, alzó la cabeza y se puso a mirar hacia el frente. Estaba precisamente parado ante el sol poniente, sobre un camellón de tierra que se perdía dentro la ciénaga que era sin duda el paso favorito de las bestias monteses. Bello, a la verdad, lucía ante los ojos del cazador...
¡Fuego!... Echóse a huir la pieza después de que dio un gran salto. ¡La había errado Leo! ... ¡Fuego otra vez!.. La bala le pasó por debajo... Volaba como una flecha y se hallaba ya a cien yardas... Disparé, sin embargo, y ¡por Jove! que le di.
—Master
Leo, creo que te limpié los ojos ahora —le dije, a pesar mío, dominado por la cruel alegría que en ese supremo instante surge del pecho del
sportsman
mejor educado.
—¡Maldito seas! Sí —rugió él. Mas al punto corrió por su hermoso rostro la sonrisa que a menudo lo iluminaba cual si fuera un resplandor, y añadió:
—¡Ah, viejo! dispénsame la maldición. Te felicito sinceramente por tu soberbio tiro... ¡los míos fueron ridículos! Salimos del ballenero y corrimos hacia el gamo, que tenía roto el espinazo y estaba ya muerto. Tardamos como un cuarto de hora en desollarlo y en cortarle la mejor carne, y aún tuvimos claridad bastante para remar hasta la especie de laguna que formaba el río, por una depresión del pantano.
Fondeamos, al caer la noche como a unas cincuenta yardas de las dos orillar. No nos atrevimos a atracar, por temor de encontrar tierra seca para vivaquear, y de las exhalaciones venenosas de la ciénaga que esperábamos se atenuarían algo en el medio del agua. Encendimos, pues una linterna y cenamos otra lengua de las conservadas en lata.
Nos preparamos para dormir luego, pero en breve comprendimos que no podríamos conseguirlo. No sé si atraídos por la luz o por el olor de hombres blancos, que habrían quizá estado esperando algunos mil años, más o menos, lo cierto es que fuimos atacados por millones de los más sanguinarios, pertinaces y enormes mosquitos que he visto en mi vida o de que haya leído ú oído hablar. Cargábannos en nubes cerradas, y zumbaban y nos mordían hasta volvemos enteramente locos.
El humo del tabaco no parecía sino que los tornaba más activos, y tuvimos que cubrirnos con las mantas hasta la cabeza y estamos sentados sin destaparnos, cuando pestes sudando y rascándonos.
De súbito, en esto, oímos tronar en el silencio de la noche el rugido de un león, y luego el de otros, y los sentimos moverse entre los juncos de la orilla a cincuenta yardas de distancia
—¡Deudo avuncular! —exclamó Leo, sacando la cabeza de debajo de su manta —¡qué bien hemos hecho ¿eh? en no desembarcar esta noche!... ¡que lo parta un rayo!... ¡me acaban de apuñalear la nariz!... —y su cabeza desapareció de nuevo.
Salió a poco la luna y a pesar de la variedad de tonos en los rugidos de los leones que nos venían de las orillas creyéndonos seguros en donde estábamos, empezamos, poco a poco, a quedarnos dormidos... Y no sé lo que me hizo sacar la cabeza de debajo la manta quizá fue porque sentí que me picaban a través de ella pero lo cierto, es que al tiempo que lo hacía oí a Job diciéndonos con voz angustiada:
—¡Dios mío! —vean ustedes señores lo que viene allí.
He aquí lo que vimos al resplandor de la luna. Cerca de la orilla habíanse formado dos círculos en el agua que se iban ampliando cada vez más, y en el mismo centro de ellos veíanse dos objetos obscuros que se movían.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—¡Son esos malditos leones señor! —contesto Job, y el tono rarísimo de su voz expresó al mismo tiempo una sensación de dolor personal, de respeto inveterado hacia mí y de evidente temor. —Vienen nadando para jugárnosla señor... —y recalcó nerviosamente la jota de jugárnosla
Miré atentamente... no había duda: vi el siniestro resplandor de sus ojos. Atraídos por el olor de la carne del gamo, o por la nuestra propia las sangrientas fieras, venían a atacarnos en nuestras últimas trincheras.
Leo ya tenía empuñado su rifle Gritéle qua aguardara a que se acercasen más, y preparó también mi arma con cuidado. A unos quince pies de donde estaba fondeado el ballenero, alzábase el fondo de la laguna formando un banco de sólo quince pulgadas de agua y el que venía más adelantado de los dos animales la hembra lo alcanzó y se paró sobre él, y rugió. En el mismo instante disparó Leo y le metió la bala por la boca atravesándole el cuello, y cayó muerta chapoteando en la laguna. El segundo león, que era un macho bien grande venía nadando como a dos pasos por detrás, y al momento de poner las dos patas delanteras sobre el bajío, notamos una cosa extraña. Sintióse bajo el agua como un choque y un movimiento, como el que se nota en los lagos de Inglaterra cuando un sollo se arroja sobre un pez pequeño y lo devora pero muchísimo más fuerte, y entonces el león, de súbito, dio el más estridente rugido y saltó sobre el banco, arrastrando consigo alguna cosa negra y grande
—¡Ay, Alá! —exclamó Mahomet, —¡un caimán lo tiene sujeto por la pata!
¡Y bien que lo tenía!... Veíamos el luengo hocico con sus lucientes filas de dientes y por detrás el enorme cuerpo de reptil.
Después, siguió una escena imposible de describirse. El león consiguió mantenerse sobre el banco, con la pata siempre presa. Rugió y rugió, y puso todo el aire vibrante con su voz, y luego, dando un gruñido, volvió las fauces y las clavó en la cabeza del cocodrilo. Este soltó su presa porque como vimos luego, el león le había saltado un ojo y lo hirió de nuevo un poco más bajo. Pero el caimán lo prendió entonces por el cuello, y así se estuvieron ambos, sacudiendo y retorciéndose espantosamente a flor de agua No era posible que siguiéramos bien sus movimientos, pero al cabo de un momento vimos que se cambiaran las tornas. El cocodrilo parecía ya una masa de lodo sangriento, había mordido al león por el medio del cuerpo, y junto a las ancas, y con sus mandíbulas de hierro, lo oprimía y sacudía de un lado para otro. El felino, por su parte, tan cruelmente torturado, rugiendo de agonía clavaba las garras, y al azar, mordía en la cabeza de su antagonista y hecho arco con las garras traseras hundidas en el pescuezo, comparativamente, más blando del escamoso saurio, se lo desflecaba cual haríamos, nosotros con un guante.
Entonces en un momento, concluyó el combate.
Cayó la cabeza del león sobre el cuerpo del cocodrilo, y murió dando un atroz gemido, y el cocodrilo, después de estarse quieto un rato, cayó también sobre un costado con las quijadas fijas aún en el cuerpo del león, que después vimos que estaba casi cortado en dos partes.
Este duelo a muerte fue un espectáculo terrible y maravilloso, que muy pocos hombres quizá, habrán contemplado. Cuando concluyó, dejamos a Mahomet de guardia y mientras, nos arreglamos para pasar el resto de la noche del mejor modo posible
Nos levantamos al primer resplandor del alba a la mañana siguiente, hicimos las abluciones compatibles en aquellas circunstancias, y en breve estuvimos dispuestos para seguir navegando. Había luz suficiente para vernos mutuamente las caras, y yo echó la carcajada al contemplar las de los demás. El rostro tranquilo y redondo de Job habíase aumentado al doble de su tamaño, y la condición del de Leo no era mucho mejor. De todos tres el mejor despachado era yo debido probablemente a lo recio de mi piel morena y al hecho de que la mayor parte de mi rostro estaba cubierta de barbas, pues desde que salí de Inglaterra las había dejado crecer a su albedrío. Los otros dos se afeitaban siempre, y esto ofreció a los mosquitos más campo de operaciones. Mahomet fue respetado: reconociendo por el gusto que era un verdadero creyente, no quisieron tocarlo a ningún precio...
¡Cuántas, veces en las dos semanas siguientes no deseamos tener en la sangre el arábigo saborete!
Cuando nos hubimos acabado de reír todo lo que los hinchados labios nos lo permitieron, ya era de día claro y empezaba a soplar la marina brisa rascando las densas neblinas de la ciénga y haciéndolas rodar de uno a otro lado, cual si fueran pelotas inmensas de vaporosa lana blanca. Izamos, pues nuestra vela y echando la última mirada sobre los leones y el cocodrilo muertos, cuyas pieles teníamos que abandonar por no poseer los medios de curtirlas levamos ancla y echamos a navegar por la laguna entrando en el río del otro lado de arriba. Cuando cayó la brisa al medio día tuvimos la fortuna de encontrar un buen desembarcadero de tierra seca en el que acampamos.
Encendimos fuego allí, y cocimos algunos patos silvestres y parte de la carne del gamo, no de muy sapiente modo, quizás, pero que no nos supo mal. El resto del gamo, lo cortamos en tiras y lo colgamos al sol para hacer
biltang
que es como me parece que los boers del Cabo llarman a esta especie de tasajo, y luego, en este pedazo providencial de tierra enjuta pasamos la noche sin otra novedad que la guerra con los mosquitos.
Ya nos hallábamos al cuarto día de nuestro viaje, y habíamos andado, según mis cálculos unas ciento treinta y cinco a ciento cuarenta millas al Oeste de la costa cuando nos ocurrió el primero de sus más importantes acontecimientos. Aquella mañana la brisa cayó como a las once, y después de bogar un poco nos vimos obligados a detenernos, más o menos fatigados, en un lugar en que parecía confluir la corriente que seguíamos, con otra de su misma anchura. Algunos árboles había por allí, los únicos de esta comarca crecían a la orilla del río, y a su sombra descansamos. Después, estando el terreno por allí bastante seco, echamos a andar por la margen a explorar los alrededores y ver cómo matábamos algunas aves de la ciénaga.
Antes de que hubiéramos andado unas cincuenta yardas, conocimos que habíamos de abandonar toda esperanza de seguir subiendo el río con nuestro ballenero, porque de allí en adelante tornábase en una serie de bancos fangosos, y bajíos de seis pulgadas de agua no más. Era un verdadero callejón fluvial sin salida Volviendo sobre nuestros pasos, recorrimos la margen del otro río, y por varios indicios dedujimos que aquello no era tal río, sino un canal antiguo, parecido al que está más arriba del Mombasa en la costa de Zanzíbar, y que une el río Tana con el Ozi, permitiendo que los barcos que por aquél bajan, pasen a éste y lleguen por él al mar, evitando así la peligrosísima barra que cierra la boca del Tana.
El canal que delante teníamos debió haber sido construido en remotísimo período, y aún se conservaban a ambos lados las elevaciones de la tierra excavada que sin duda hicieron en un tiempo el oficio de caminos de sirga. Exceptuando en algunos puntos en que se habían hundido, las márgenes de argamasa caliza se conservaban a distancia uniforme y la profundidad del canal parecía también ser siempre igual. La corriente era inapreciable o no existía; y, en consecuencia de esto, la superficie del agua estaba cuajada de vegetación, cortada por estrechos, pasos de agua libre, hechos quizá por las aves de la ciénaga las iguanas y demás alimañas.