—¡Bien está!... Recuerda que quizá algún día te pediré cuenta de tus juramentos, porque aunque yo muera y sea olvidado, seguiré existiendo... ¡La muerte! ¡Ay, Holly! no hay tal cosa.. no se verifica en nosotros por ella más que un cambio, como lo verás algún día probablemente... Y aun creo que ese cambio pudiera posponerse indefinidamente en ciertas condiciones...
Vióse de nuevo atacado por uno de sus accesos de tos. Cuando le hubo pasado, agregó:
—Debo marcharme ya Tienes en tu poder el arca y entre mis papeles se encontrará mi testamento, en cuya virtud te entregarán al niño. La remuneración es buena Holly, y yo sé que eres hombre honrado... Mas ¡por el Cielo! que si faltas, a tu palabra yo te pediré cuenta de ello...
No contesté nada: sentíame demasiado confuso para ello. Se levantó, tomó el candelero y se miró el rostro en el espejo. Su rostro habría sido antes bien hermoso, sin duda pero la enfermedad lo demacraba mucho...
–¡Pasto para los gusanos! —exclamó. —Es curioso pensar que dentro de algunas horas yaceré tieso y helado... rendida mi jornada y mi pequeño drama concluido... ¡Ay dé mí, Holly! la vida humana no vale la pena si no se ama.. Esta es mi experiencia al menos. ¡Pero la vida de mi hijo valdrá más que la mía si es que él tiene fe!.. ¡Adiós, amigo mío! —y en un súbito rapto de ternura me abrazó y besó en la frente, y se dispuso a salir.
—Atiende Vincey —le dije, —si te sientes malo deberías dejar que, fuese a buscar al médico.
—¡No, no! —replicó con energía —prométeme que no irás por él... Voy a morir, y quiero que sea solitariamente; como una rata envenenada Holly.
—No pasará nada de eso, amigo mío.
Sonrióse y se marchó murmurando:
—¡Recuerda recuerda!...
Al verme al fin solo, dejéme caer en un sillón, preguntándome si había soñado. Esta suposición, desde luego, era impertinente y la abandonó, para pensar si el pobre Vincey habría estado bebiendo aquella tarde. Sabía que él estaba bastante enfermo hacía tiempo, pero era imposible que tuviese la noción de que esa misma noche moriría A estar tan próxima su muerte, no hubiera podido andar, y menos cargando un arca de hierro tan pesada. Reflexionando más aún, concluí en que toda su historia era absolutamente increíble. Por entonces no había vivido yo lo bastante aún para saber, como luego he sabido, que en este mundo suceden muchas cosas rechazadas coma inverosímiles desde luego, por el sentido común de los hombres adocenados. Esta convicción la he adquirido desde hace muy poco. Entonces yo pensaba así: ¿Es probable que un hombre tenga un hijo de cinco años de edad, al que no haya visto más que una sola vez cuando acabó de nacer? No. ¿Es probable que pueda trazar su genealogía desde tres siglos antes de Jesucristo, y que así, tan de repente, confíe la tutoría y curatela de su hijo con la mitad de su gran fortuna a un camarada de la Universidad?... De seguro que no. ¿Es probable, además, que pueda nadie, predecir el momento de su muerte propia con tanta certeza?... Tampoco. Vincey, esto era claro, había bebido o se había vuelto loco... Pero después de todo ¿qué pensar de cierto?.. ¿qué estaría guardado en aquella misteriosa arca de hierro?
Me sentía confuso y desorientado. Al fin, no pude aguantar más y decidí consultarlo con la almohada. Tomé las llaves y la carta que me había dejado Vincey sobre la mesa y lo guardé todo en mi escritorio portátil; el arca la metí en la valija de viaje, y yo me deslice entre las sábanas quedándome dormido en el acto.
Cuando me despertaron, parecíame que no había estado durmiendo más que unos cuantos mi minutos. Incorporéme en la cama me restregué los ojos; era día ya bien claro, las ocho de la mañana por cierto.
—Y bien John, ¿qué se le ofrece a usted? —preguntéle al sirviente que nos servía a Vincey y a mí. —Tiene usted la cara de quien ha visto un muerto...
—¡Pues sí, señor, lo he visto! —respondió el muchacho. —He ido como de costumbre a llamar a Mr. Vincey y allí está él en su cama todo tieso y muerto...
Causó, por supuesto, una gran perturbación en nuestro colegie la muerte, repentina del pobre, Vincey, pero como ya se sabía que estaba muy enfermo, y como allí era cosa fácil dar una certificación facultativa la justicia nada tuvo que hacer en el asunto. En aquella época no se preocupaba la gente tanto como hoy de las informaciones judiciales en esos casos; no gustaban mucho, a la verdad, por el escándalo que siempre producen. Y yo por mi parte, como no tenía ningún interés tampoco en presentarme ofreciendo un testimonio, que no me pedían, sobre nuestra última entrevista no dije sino que había estado a verme aquella noche en mis habitaciones como hacía a menudo. El día del entierro vino de Londres un abogado que acompañó al sepulcro los restos de mi pobre amigo, y que se marchó otra vez llevándose sus papeles y efectos, exceptuando, naturalmente, el arca de hierro que bajo mi custodia había quedado. Pasé luego una semana entregado en absoluto a la preparación de mis ejercicios de oposición que también me habían impedido asistir al entierro y conocer al abogado. Pero salí por fin de mis exámenes y al volver a mis habitaciones echéme en un sillón poseído del dichoso sentimiento de haber salido de ellos muy satisfactoriamente.
A poco, sin embargo, mi pensamiento, libre ya de la única presión a que había estado sometido durante los últimos días, volvió por sí propio a fijarse en los hechos ocurridos la noche de la muerte, de mi amigo, y de nuevo me preguntó a mí mismo, como debía explicámelo, si recibiría más noticias del asunto y caso de no recibirlas qué me aconsejaba mi deber que hiciera con el arca de hierro que en mi poder tenía. A fuerza de meditar estas cosas, entróme cierta inquietud. La misteriosa visita la profecía de la muerte de Vincey tan a prisa cumplida; el solemne juramento que yo había prestado, de que me anunció que me pediría estrecha cuenta en un mundo, distinto a éste, eran bastante para intranquilizar a cualquiera ¿Se habría suicidado Vincey? Así parecía... Y ¿qué investigación sería esa de que había hablado?
Por más que no fuera yo un hombre nervioso, ni propenso a alarmarme de lo que tuviera visos de sobrenatural, lo cierto es que esos hechos eran tan peregrinos que no alarmaron algo, y empecé a lamentar el verme mezclado en ello... Y aun ahora después que han pasado veinte años, lo lamento todavía
Sentado estaba pues en mi habitación meditando, cuando sentí que llamaron, y luego me trajeron una carta con un gran sobre azul. A punto vi que era una carta de abogados, y el instinto me advirtió que la carta se relacionaba con mi juramento a Vincey. Aún tengo en mi poder esa comunicación, que así decía:
«Muy señor nuestro. El difunto Mr. L. Vincey, nuestro cliente, que falleció el 9 del corriente, mes en el Colegio de***, de Cambridge, ha dejado un testamento, la copia del cual verá usted inclusa y cuyos ejecutores somos nosotros. Por dicha copia se enterará de cómo le corresponde a usted una mitad casi de la renta de la propiedad de aquel caballero difunto, invertida hoy en títulos consolidados de la deuda inglesa si acepta usted la tutoría de su único hijo Leo Vincey, que es actualmente un niño de cinco años de edad. Si nosotros mismos no hubiéramos redactado el documento, en obediencia a las instrucciones claras y terminantes del finado Mr. Vincey, tanto escritas como verbales y si no nos hubiera asegurado que tenía muy buenas razones para obrar de este modo; por lo desusado de sus disposiciones se lo confesamos, lo hubiéramos elevado al conocimiento del Tribunal de la Chancillería para que dispusiese lo que a bien tuviera ya contestando la capacidad del testador, o ya otra providencia referente a la salvaguardia de los intereses del niño heredero. Pero como nos consta que el testador era persona de inteligencia superior y de mucha penetración, y que no tenía ningún pariente, ni deudo vivos a quienes confiar la guarda del niño, no nos sentimos autorizados a tornar esa determinación.
»Aguardando, pues las instrucciones que usted se servirá mandarnos en lo que se refiere á la entrega del niño, y al pago de su cuota correspondiente de los dividendos que se le deben quedamos de usted, afmos. SS. SS.—Geoffrey y Jordán»
Como esta carta no me informaba de nada nuevo, ni tampoco, a la verdad, me ofrecía ninguna excusa racional a la aceptación del cargo que le había ofrecido a mi querido amigo, hice lo único que en esta situación me era dado: contestarle a los señores Geoffrey y Jordán, expresándoles mi voluntad de aceptar la guarda del niño, para lo cual, les pedí un plazo de diez días.
Hecho esto, me dirigí a las autoridades universitarias, y habiéndoles comunicado lo que creí conveniente de esta historia que no era mucho por cierto, conseguí de ellas después de algún trabajo, que en el caso de obtener mi plaza de interno, lo que no dudaba a fe, que me permitiesen tener conmigo al niño. Pero fue con la condición de que desocupara mis habitaciones del colegio, y me alojase fuera de él. Así lo hice, y con alguna dificultad encontré y alquilé muyo buenas habitaciones junto a la entrada de mi colegio. Echéme, después a buscar quién manejase al niño. Para ello había decidido que no fuese una mujer, evitando de este modo que me robasen su afecto. El muchacho tenía ya bastante edad para no necesitar de la asistencia femenina. Solicité, pues un Ayudante varón, y afortunadamente, pude ocupar a un joven de redonda cara y muy respetable apariencia que, había estado empleado en un establo de caza pero que por pertenecer, según decía a una familia de diecisiete hermanos, estaba hecho a andar con niños y muy dispuesto a encargarse del joven Leo, apenas llegase a Cambridge.
Llevé después el arca de hierro a la ciudad y con mis propias manos la deposité en casa de mi banquero; compré algunos libros que trataban de la salud de los niños y del modo de criarlos; leílos yo primero para mi propio gobierno y luego en alta voz a Job —así se llamaba el joven asistente, —y esperé tranquilo los acontecimientos.
Hízose muy en breve, el niño, el favorito del colegio, porque como lo esperaba conseguí la plaza de interno; en él andaba siempre el chiquillo entrando y saliendo, a pesar de todas las órdenes y reglamentos en contrario: era una especie de intruso privilegiado en cuyo favor toda legislación se quebrantaba. Eran innumerables los exvotos consagrados a sus aras, y por él tuve una grave disidencia de opiniones con un viejo profesor, residente del colegio, que tenía la reputación de ser el hombre más majadero de la Universidad, y que se horrorizaba hasta de ver un muchacho. Descubrí, sin embargo, gracias a la exquisita vigilancia de Job, despertada por ciertas perturbaciones de la salud de Leo, que este anciano, violando todos sus principios sobre la materia tenía la costumbre deplorable de atraer al chiquillo a sus habitaciones para hartarlo allí de dulces después de exigirle la promesa del más absoluto silencio. Echóle Job en cara su lea conducta
–¡Debiera usted avergonzarse de sí mismo! –le dijo. —¡Qué necesidad tiene usted de enfermar al muchacho, cuando podría usted, a su edad, ser abuelo, si hubiera hecho lo que Dios manda!
Job quiso decirlo con esto, que debió haberse casado a su tiempo. Esto, por supuesto, produjo cierto movimiento en la casa.
El niño se hizo muchacho, y el muchacho hombre, conforme fueron volando los implacables años, y según crecía y se desarrollaba su cuerpo, aumentaba también su hermosura la bondad de sus sentimientos y su inteligencia. Cuando llegó a los quince llamáronle la
Bella
en el colegio, y a mí la
Bestia.
Teníamos la costumbre diaria de salir juntos, a paseo, y el contraste de nuestras figuras confirmaba la oportunidad de los apodos. Pero una vez Leo atacó al fornido mozo de un carnicero, dos veces más grande que él, que nos gritó estos motes y le dio una buena zurra. Yo seguí andando, haciéndome el desentendido, hasta que, arreciando demasiado el combate, volví atrás, pero sólo para aplaudir la victoria del mancebo. Era en aquella época Leo, lo más malo que en el colegio había, pero yo no podía remediarlo. Cuando creció un poco más, los compañeros nos pusieron nuevos apodos: a mí me llamaron
Caronte,
y a Leo
el dios griego.
Diré sobre mi apodo, que no, fui nunca hermoso, y que tampoco con los años mejoraba mi fisonomía pero del de Leo diré que le convenía perfectamente. Cuando cumplió los veintiún años podía haberse ofrecido de modelo para una estatua de Apolo.
Ninguno conocí que se le comparase en hermosura o que no se admirase al contemplarlo. Diré en cuanto a su inteligencia que era perspicaz y brillante, aunque no fuera la de un humanista profundo; para serlo, faltábale el aplomo mental necesario. En su educación, seguíamos bastante estrictamente, las instrucciones de su padre, y el resultado, sobre todo en las lenguas griega y árabe, fue muy satisfactorio. Yo aprendí esta última lengua para ayudar a enseñarla pero a los cinco años la sabía tan bien como yo, casi tanto como nuestro común profesor. Siempre he sido un gran "sportsman", es mi única pasión; y todos los otoños salíamos por ahí de caza o pesca unas veces a Escocia otras a Noruega y en una ocasión hasta Rusia. Soy un buen tirador de armas de fuego, pero él hasta en esto me ha vencido.
Cuando cumplió los dieciocho años, volví a ocupar mis habitaciones dentro del colegio, en donde le hice ingresar a él también. A los veinte, tomó su grado, un grado bastante respetable aunque no muy elevado. Entonces fue cuando le conté algo de su propia historia y del misterio futuro que ante sí tenía y por supuesto que su curiosidad fue mucha, y que yo tuve que convencerle de que por entonces era imposible de satisfacer. Aconsejéle para distraerse que se matriculase en la Facultad de Leyes lo que hizo, estudiando en Cambridge, y yendo a practicar en Londres.
Y así transcurrió el tiempo, hasta que por fin cumplió los veinticinco años, día cuya fecha da verdadero principio esta historia extraña y tremebunda.
El día antes de cumplir Leo los veinticinco años de edad, fuimos juntos él y yo a Londres y sacamos el arca de hierro del Banco, en que veinte años atrás la había yo depositado. Recuerdo que nos la trajo el mismo empleado que la había recibido. El se acordaba perfectamente de cuándo la recibió, y a no ser por esto, nos confesó, trabajo le habría costado encontrarla tan cubierta como estaba toda de telarañas.
Por la tarde volvimos a Cambridge con nuestra preciosa carga y me parece que, si nosotros dos hubiéramos decidido pasamos sin dormir la noche aquella no habríamos velado mejor. Al romper el alba aparecióse Leo en bata en mi habitación, pretendiendo que, desde luego, procediéramos a la Operación de abrir el arca; mas a ello me negué, porque eso demostraría una vergonzosa curiosidad.