—¡Ah, no!... ¡jamás, jamás!... —exclamó él.
Mas ella volvió y lo besó de nuevo.
—¡Fuera de aquí!... ¡lárguese usted de aquí, mala pécora!... —voceaba él esgrimiendo la cuchara de palo con que almorzaba y metiéndosela por los ojos a la mujer... —¡Ustedes me dispensarán, caballeros!... ¡Ustedes son testigos de que yo no la he dado alas para tanto!... ¡Dios mío, ahí vuelve, otra vez!.. Sujétela usted, mister Holly!... ¡Yo no puedo sufrir esto, en verdad!... ¡Señores esto no me ha sucedido nunca!... ¡Repugna a mi carácter!... Y con esto arrancó a correr con todo, la fuerza de que, era capaz por la caverna y por primera vez vi reír con ganas a los amajáguers.
Mas la mujer no reía por cierto. Allí se quedó ella rechinando los dientes y toda estremecida por la cólera Viéndola ahora me lamentaba de que los escrúpulos de Job fueran tantos, maliciosamente pensé que su admirable conducta era una amenaza para nuestros pescuezos, y el que siga leyendo verá que no había pensado mal.
Habiéndose retirado la señora volvió Job a sentarse en un gran estado de nervosísmo, fijando una vaga mirada sobre todas las mujeres que se le acercaban. Púseme entonces a explicarles a mis huéspedes que Job era un hombre casado cuya doméstica experiencia había sido muy mala lo que explicaba su presencia allí mismo y el terror que les tenía a las mujeres en general; pero mis explicaciones fueron recibidas con un silencio de mal agüero. Era evidente que se consideraba la conducta de nuestro empleado, como desdeñosa hacia toda la tribu, por más que las mujeres a usanza de sus civilizadas hermanas, se divertían con el desprecio sufrido por su compañera.
Muy perplejos estábamos al principio sobre cuál sería el origen Y la organización social de esas extraordinarias gentes pues eran ellas en estos puntos singularmente incomunicativas. Pero al cabo de cuatro días, que pasaron sin que ocurriera nada particular algo supimos por la amiga de Leo, Ustane, que no se separaba de él ni un momento. En cuanto al origen de los amajáguers, ella nada sabía. Nos informó, sin embargo, que existían terraplenes y obras de cantería en el lugar donde
Ella
habitaba y que a este punto le decían Kor; allí, según los sabios, había habido casas en un tiempo muy remoto, habitaciones de los hombres de quienes los amajáguers descendían. Nadie, empero, se atrevía a acercarse a estas ruinas, porque estaban llenas de duendes y sólo se contemplaban desde lejos. También en otras partes del país se veían más ruinas por el estilo de esas de Kor, en los puntos en que las montañas se elevaban sobre el nivel delos pantanos. Probablemente, las cavernas fueron obra asimismo de los que fabricaron las ciudades destruidas. En cuanto a las leyes escritas, no las conocía el Pueblo de las Rocas, su derecho era del todo consuetudinario, pero los obligaba tanto como si fuera expreso. Si alguien faltaba contra estas costumbres se le condenaba a muerte y se le ejecutaba por orden del Padre de la tribu. Preguntéle que cómo se llevaba a cabo la sentencia: ella se sonrió y me dijo que, quizá, ya lo vería algún día.
Pero los amajáguers tenían una reina. Esta era
Ella
No se le podía ver sino muy raramente; una sola vez quizá cada dos o tres años, cuando salía a sentenciará los criminales. Presentábase entonces embozada en una gran capa de modo que no se le veía ni el rostro. Los servidores que tenía eran sordomudos, nada por tanto, podían contar de
Ella;
pero se decía que era más hermosa que ninguna otra mujer. Decíase también, que era inmortal y que su poder se extendía sobre todas las cosas; mas ella Ustane, no podía asegurar nada sobre esto. Lo que ella creía era que la reina de tiempo en tiempo elegía un esposo, y que cuando tenía de él una niña condenábase a muerte al esposo que desaparecía. La niña crecería luego ocupando el lugar de la reina cuando ésta moría y su cadáver sería colocado dentro de las grandes cavernas. Mas sobre estas cosas nadie podía decir de cierto nada sino que
Ella
era obedecida por toda la tierra aquella y que la mera discusión de sus órdenes era la muerte segura
Ella
tenía su guardia mas no ejército. Pedíle noticias luego sobre el país y sobre el número de los habitantes. Contestóme que ella sólo conocía unas diez tribus como la suya incluyendo en este número la de la reina. Que todas las tribus vivían en cavernas labradas en montes parecidos a aquél, que sobresalían de un inmenso pantano, el cual no podía atravesarse si no por sendas secretas. A veces las tribus se hacían la guerra entre sí, hasta que
Ella
daba la orden de que cesase lo que inmediatamente, se realizaba Estas guerras y la fiebre, que se contraía al cruzar por los pantanos era la causa de que no creciese demasiado el número de los habitantes. Los amajáguars no tenían relaciones con ningún otro pueblo ni había a la verdad, ningún otro pueblo que pudiera llamarse limítrofe, ni que fuese capaz de cruzar aquella ilimitada ciénaga Una vez, un ejército que vino del «gran río» (el Zambesí, probablemente), trató de conquistarlos; pero se extravió en los pantanos, y viendo por la noche las grandes bolas de fuego que por ellos se mueven creyéndose que eran del campamento enemigo, trataron de acercarse a ellas y con esto perecieron en gran número. Los demás hombres de aquel ejército murieron de fiebre y hambre: no recibieron ni un solo golpe. Nos aseguró que los pantanos aquellos eran absolutamente intransitable para todos los que no conociesen sus sendas, y añadió que nosotros no habríamos llegado nunca al lugar adonde estábamos a no haber sido conducidos, lo que ninguna dificultad tuve en creerle. Estas y otras cosas supimos por Ustane en los cuatro días que pasaron antes de que comenzasen nuestras verdaderas aventuras, y a la verdad que nos dieron bastante en qué pensar. Todo aquello era excesivamente notable casi increíble y lo más raro del caso es que correspondía más o menos con la antigua inscripción del tiesto de ánfora.
Así, pues resultaba cierto que existía una reina a quien el rumor público concedía atributos maravillosos y tremebundos, y que era impersonalmente nombrada por el título, de
Ella
que nada concreto significaba para mi inteligencia. Yo no podía dar ninguna explicación sobre este punto, ni Leo tampoco; aunque él estaba muy satisfecho de verme vencido a mí, que tanto me había burlado de las sugestiones de sus antepasados, mientras qua él en el fondo, siempre las había creído. En cuanto a Job, no decía nada: hacía ya tiempo que había abandonado la pretensión deservirse de su juicio, y dejaba flotar su razón a la merced del mar de las circunstancias. Y Mahomet, que era tratado con sumo desprecio por los amajáguers, aunque con mucha cortesía estaba poseído de un grandísimo espanto, cuya causa yo no podía averiguar. Pasábase todo el día sentado en un rincón de la cueva rogándole a Alá y a su profeta que lo protegiesen. Instéle que me contase lo que le pasaba y entonces me confesó que su terror provenía de que aquellas gentes no eran tales hombres y mujeres sino demonios, y él país todo era tierra encantada y a fe que yo, después de esto, estuve varias veces tentado de creer que tenía mucha razón el grueso árabe.
Así pasaba el tiempo hasta que llegó la noche del cuarto día después que Billali se había marchado, cuando se efectuó un incidente que merece contarse.
Sentados estábamos nosotros tres con Ustanne, en torno de una hoguera en la caverna poco antes de irnos a acostar, cuando, de repente, la joven que había estado muy silenciosa y pensativa se puso dé pie y colocando las manos sobre los cabellos rubios de Leo, comenzó a cantar. Aún ahora puedo evocar aquella apariencia de su bella y altiva figura iluminada en partes por los vacilantes y rojizos reflejos de las ramas, y cubierta en parte, de sombras densas, que de pie se alzaba en medio de la más fantástica escena que he presenciado en mi vida. Con su canto que era una especie de recitado melódico, la muchacha parecía descargarse del peso de sus zozobras y tristes pensamientos. Ella cantaba poco más o menos lo que sigue:
«¡Tú eres mi selecto!... ¡Esperándote estuvo desde que era niña!... ¡Eres muy hermoso!... ¿Quién tiene como tú, cabellos de oro, ni la piel tan blanca?... ¿Quién tan vigoroso el brazo, ni quién es tan viril?... El color del cielo tienen tus ojos, que brillan como las estrellas... ¡Eres perfecto!... Tu dulce fisonomía hizo tornarse a ti mi corazón... ¡Ay! Cuando sobre ti cayó mi mirada te deseé al punto... y te tomé, amado mío; y te abrazo ahora estrechamente, para que no te resulte mal ninguno... ¡Ay! con mis cabellos he cubierto tu cabeza para que no la hiriera el sol... ¡Y toda he sido tuya y tú fuiste mío todo también!... Mas así fue por corto espacio, hasta que el Tiempo engendró un Día aciago, y entonces... ¿qué pasó?... ¡Ay! ¡Amado mío, no lo sé!... Después, no te vi más... ¡Quedó hundida en la tiniebla!... ¡La que es más poderosa te tornó para sí! ¡Ay! ¡Ella es más hermosa que Ustane!... ¡Y empero, tú te volviste y me llamaste!... Mas
Ella
con todo, prevaleció por su belleza y te condujo por lugares horribles... Y entonces... ¡ay! entonces amado mío»...
Interrumpióse de pronto esta rara mujer en su discurso o cántico, que para nosotros no era sino ininteligible armonía pues que no podíamos comprender cuál fuese su objeto, y quedóse inmóvil, con las pupilas fijas en un punto del espacio, como si penetrase con los ojos en la obscura profundidad del futuro. Vaga luego se le tomó la mirada expresando el espanto, y cual si quisiera examinar algo indeciso, pero horrible. Alzó la mano de la cabeza de Leo y, tendiendo el brazo, señaló a un lugar en la sombra. Mirarnos allí todos y no vimos nada.. Mas ella sí veía o se figuraba ver algo que, tanto afectó a sus férreos nervios, que de súbito cayó, sin decir una palabra más, sin sentido, a nuestros pies.
Leo, que se iba aficionando de veras a esta joven se alarmó mucho, y yo, ¿por qué no he de ser franco? sentí así algo como un terror supersticioso. La escena me había impresionado, en efecto.
Muy pronto, sin embargo, la muchacha se repuso.
—¿Qué quisiste decirnos, Ustane? —le preguntó Leo que, gracias a sus largos años de aprendizaje, hablaba el árabe con mucha facilidad.
—Nada amado mío —contestó ella con forzada sonrisa. —No he hecho más que cantarte a la manera de mi país. Nada quise decir, es claro. ¿Cómo iba yo a hablar de lo que no ha pasado aún?..
—Pero díganos lo que ha visto, Ustane —insistí yo, mirándola de hito en hito.
—¡No, no he visto nada! —replicó de nuevo. No me pregunten más, lo que he visto... ¿Por qué habría de asustarlos?... Tomó entonces con sus manos la cabeza de Leo, y mirándolo con una expresión de ternura que no he visto igualmente, reflejada en otro rostro de mujer ninguna salvaje ni civilizada lo besó en la frente como una madre, y le dijo:
—Cuando ya no está contigo, amado mío, cuando durante la noche extiendas la mano y no me encuentres a tu lado, piensa en mí algunas veces porque yo te amo mucho, aunque no sea digna de lavar tus pies. Y ahora ¡amémonos!.. gocemos del momento presente y seamos dichosos; porque en el sepulcro no hay amor, ni calores ni besos... No hay nada quizá, o nada sino la amargura de lo que hemos visto, Esta noche las horas nos pertenecen; ¿qué sabemos, nosotros a quién pertenecerán mañana?...
Al día siguiente de este notable episodio, propio para impresionar a cualquiera más por lo que sugería o advertía que por lo que realmente revelaba se nos comunicó que aquella misma noche se verificaría un festín para honrarnos. Traté cuanto pude de hacer que nos dispensasen la asistencia expresando que éramos gentes modestas enemigas de que nos festejasen mas como noté que mis disculpas eran acogidas con silencioso disgusto, creí prudente, sellar los labios.
Así, pues poco antes de ponerse el sol, vinieron a avisarme que todo estaba ya dispuesto.
Acompañado de Job, entré en la caverna y allí nos encontrarnos a Leo, seguido como siempre, de Ustane. Acababan de volver de un paseo, y entonces fue que se enteraron de lo que se trataba. Cuando a Ustane se lo dijimos, pintósele una expresión de horror en las hermosas facciones. Volvíóse y, sujetando por el brazo a un hombre que pasaba le preguntó algo, que no oí, con imperioso tono. La contestación parece tranquilizarla un poco, mas era evidente que no la satisfizo. Trató luego como de hacerle alguna reconvención al hombre, que tenía entre ellos cierta autoridad pero él le contestó con ira y se desasió de ella y después, como si hubiera cambiado de idea llevóla de la mano, y sentándola ante el fuego, entre él y otro hombre, discutieron un poco, y noté como que ella por alguna razón poderosa se sometía a lo que le decían.
El fuego de la caverna era aquella noche mayor que las otras y en torno suyo, reunidos, había como treinta y cinco hombres y dos mujeres: Ustane y aquélla que había hecho a Job desempeñar el casto papel del bíblico José. Los hombres como de costumbre, guardaban un absoluto silencio, y todos ellos tenían detrás de sí sus grandes lanzas, clavadas derechas por el cabo en unos agujeros
ad hoc
abiertos en el suelo. Uno o dos de ellos solamente estaban vestidos del traje amarillento de lino de que ya he hablado; los restantes nada tenían puesto encima sino sus pieles de leopardo, alrededor de la cintura.
—¿Qué tramarán ahora? —preguntó Job con desconfianza —Ahí está otra vez esa mujer... ¡que Dios nos asista! De seguro que no será por mi por quien viene ella que no le he dado alas...
La verdad es que cada vez que reparo bien a esta gente se me pone la carne cual de gallina.. ¡Cómo! también convidan a Mahomet... véanlo... ¡Y con qué cortesía y finura lo trata mi señora de marras!... ¡Bueno! después de todo me alegro que no se haya dirigido a mí.
Efectivamente, vimos cómo la mujer sacaba de su rincón al mísero Mahomet, que presintiendo fuertemente sin duda algún horror próximo, venía todo estremecido é invocando por lo bajo a Alá. Parecía resistirse a venir con la mujer, aunque, no fuese más, que porque se consideraba demasiado honrado, ya que hasta entonces se le había llevado siempre la comida a su rincón. De todos modos, notaba yo que debía estar acometido de gran terror, porque las trémulas piernas apenas si podían sostenerle el corpachón, y creo que se resolvió a ir donde querían, más que solicitado por las gracias de la dama que lo conducía por los recursos del barbarismo personificados tras él por un enorme amajáguer portador de una lanza de proporcionada enormidad.
—Pues soñores —díjeles a mis compañeros, no me gusta ni un poquito la manera de presentarse las cosas. ¿Traen ustedes consigo los revólvers? Examínenlos a ver si están corrientes.