Ahora bien era evidente que teníamos que abandonar la empresa de subir río arriba y que debíamos escoger entre subir y bajar por el canal o volver a la costa por donde habíamos venido. No podíamos quedarnos donde estábamos para que el sol nos achicharrara para que nos devorasen los mosquitos y para que las fiebres de aquellos funestos pantanos acabasen con nosotros.
–¡Sigamos el canal arriba! –exclamé por fin. Los demás asintieron, cada cual a su manera: Leo, como si se tratara de una partida de placer; Job, con disgusto respetuoso, y Mahomet, con una invocación a Alá, que imbíbita contenía una maldición contra los incrédulos ingleses y sus raros modos de pensar y de viajar.
Así, pues apenas empezó a declinar el sol, no teniendo que esperar ya la favorable brisa rompimos la marcha. Durante la primera hora o cosa así, conseguimos remar, aunque con gran trabajo; pero tanto se espesaron luego las hierbas que no nos lo permitían, y tuvimos que adoptar el más primitivo y fatigante recurso de tirar de nuestro bote. Durante dos lloras mas, trabajamos halando Mahomet, Job y yo, que diz que valía tanto como ellos dos juntos por mis fuerzas, y Leo, sentado en la proa iba cortando las hierbas que estorbaban el paso, con el sable de Mahomet. Al obscurecer hicimos alto para descansar y darles gusto a los mosquitos, pero al salir la luna continuamos nuestra marcha aprovechándonos de la relativa frescura de la noche. A la madrugada descansamos por tres horas, y luego trabajamos otra vez como hasta las diez, cuando nos asaltó una tempestad de truenos acompañada de un diluvio, y nos pasamos seis horas largar, materialmente hechos una sopa.
No creo que haya necesidad de que describa detalle por detalle el viaje de cuatro días más que hicimos de este modo. Basta decir que fueron los más tristes que he pasado en mi vida y que comprenden una monótona sucesión de recia labor, de sofocantes calores de depresión del ánimo, y de mosquitos. Siempre atravesábamos la región de interminables pantanos, y yo sólo atribuyo nuestra indemnidad a la fiebre y a la muerte, a las constantes dosis de quinina que tornábamos y a los purgantes así como al trabajo corporal que teníamos que hacer.
Al tercer día de nuestro viaje por el canal, habíamos divisado lejanamente una loma redondeada que se alzaba sobre los vapores de la ciénaga y en la tarde de la cuarta noche cuando nos detuvimos a descansar, la distancia aparente a que de ella nos hallábamos sería como de veinticinco a treinta millas. Ya nos encontrábamos absolutamente exhaustos, y nos parecía que las llagadas manos no podrían tirar más, del bote ni una sola yarda y que la mejor cosa que nos quedaba por hacer era tendemos allí a morir en medio, de aquellos terribles y cenagosos desiertos.
Tristísima era nuestra situación, en la que yo, creo que no ha de verse jamás ningún otro hombre blanco, y al tenderme en el bote a dormir el sueño de la más absoluta fatiga mal dije amargamente mi locura de entrar en esta disparatada empresa que sólo podía terminar con nuestra muerte en tan inclemente lugar. Recuerdo que al caer lentamente en el sueño, púseme a pensar en lo que parecerían nuestro bote y su mísera dotación, después de que hubieran pasado tres meses. Allí yacería el ballenero entreabierta la tablazón, casi lleno de agua corrompida que mojaría al ser removida por el neblinoso viento, nuestros decadentes huesos. Así habrían de concluir la navecilla y los tontos que en ella salieron en pos de mitos y de los arcanos de la Naturaleza.
Ya me parecía oír el agua batiendo las mondas osamentas y entrechocándolas rozando mi calavera con la de Mahomet, hasta que la de éste se irguió sobre sus vértebras, y mirándome con los vacíos alvéolos de sus ojos, me maldijo, con sus contraídas quijadas, porque yo, perro cristiano, había perturbado el sueño póstumo de un creyente. Abrí los ojos estremecido por tan atroz pesadilla para estremecerme otra vez al ver algo que no era en sueños ya.
Dos ojos fulguraban mirándome en la brumosa obscuridad. Trató de incorporarme y en mi terror gritó y gritó para que los demás se despertaran. Saltaron todos por cierto, medio borrachos del sueño, y llenos de espanto. Vi entonces el rápido reflejo de una hoja de acero, y sentí contra mi garganta apoyada la punta de una lanza Y vi también por detrás otras lanzas que brillaban cruelmente.
–¡Haya paz! –dijo una voz en árabe, o en un dialecto del árabe. –¿Quiénes sois vosotros que venís nadando sobre el agua? ¡Responded, o sois muertos!... Y sentí apoyarse con más fuerza el agudo acero en mi cuello, haciéndome correr un gran escalofrío por las venas.
–Viajeros somos, y hemos, llegado aquí por un acaso –contesté con mi mejor árabe, que pareció ser comprendido, porque el que me tenía cautivo tomó la cabeza y, volviéndose a una alta sombra que en el fondo se alzaba le preguntó:
–¿Le herimos, padre?
–¿Cuál es su color? –contestó preguntando a su vez una voz profunda
–Blanca es su color.
–Pues no hiráis... Cuatro soles hace que recibí la orden de
Quien debe ser obedecida:
«Vienen hombres blancos; cuando lleguen no los mates»
Llevémoslos a
Ella.
Traed a esos hombres: traed también las cosas que consigo llevan.
–Ven –me dijo mi captor, –y medio guiándome medio arrastrándome sacóme del bote. Vi que los demás hombres hacían lo mismo con mis compañeros.
Sobre el andén de sirga había reunida una compañía como de cincuenta hombres. Todo cuanto pude ver es que estaban armados de enormes lanzas, que eran altos y vigorosos, al parecer, de no muy obscuro color relativamente, y que estarían desnudos si no fuese por una piel de leopardo que les ceñía la cintura A Job y a Leo los pusieron a mi lado.
–¿Se han escapado los demonios del infierno, tío Holly? –preguntaba Leo, restregándose los ojos.
–Dios mío, Mr. Holly, esta es una huelga de borrachos –murmuraba Job.
Presentóse una dificultad entonces. Mahomet, dando traspiés, se lanzó entre nosotros, perseguido por una sombra con la lanza en alto.
–¡Alá! ¡Alá! Protógeme –clamaba el árabe como si no esperase nada de los hombres.
–¡Es un negro, padre! ¿Qué dice
Quien debe ser obedecida
del negro?
–Nada dijo; mas no lo mates. Ven acá, hijo mío.
El hombre se acercó a la sombra de alta estatura que se inclinó a su oído y le habló bajo.
–¡Sí, sí, padre! –contestó el otro con cierta voz de extraña alegría que me enfrió la sangre. –¿Están ahí los tres hombres blancos?
–Sí, aquí están.
–¡Traed entonces lo que les está preparado! ¡Que los demás conduzcan cuanto llevar puedan de lo que está en esa cosa que flota!
Había apenas acabado de hablar cuando acudieron varios hombres portando nada menos que unas especies de hamacas-palanquines.
Para cada palanquín había seis hombres cuatro cargadores y dos como de resguardo. Entonces se nos ordenó que montásemos en ellos.
–No está malo eso de que nos carguen ahora después de habernos cargado tanto nosotros mismos –dijo Leo, que siempre tomaba las cosas por su más alegre extremo.
Cuando vi que los demás habían entrado en sus hamacas, no habiendo otro remedio, metíme en la mía y a la verdad que la encontré muy confortable. La silla-hamaca-palanquín parecía forrada en su interior de un tejido de fibras vegetales que cedía a todos los movimientos del cuerpo y estando colgada por arriba y por abajo a la barra de suspensión dejaba que se apoyaran cómodamente la cabeza y el cuello.
Apenas me hube acomodado, emprendieron los cargadores un trotecillo rítmico, que producía en mi colgante litera un suave balance, y guardaron el paso acompañándose de un canto raro y monótono. Estuve, como durante media hora reflexionando sobre las peregrinas cosas que nos pasaban, y me preguntaba si las creerían mis colegas eminentemente respetables aunque fósiles de Cambridge, caso de contárselas yo de sobremesa en el refectorio de Nuestro colegio. No pretendo rebajar el mérito de tan respetables caballeros llamándoles fósiles; sino que quiero decir que, hasta en una Universidad, pueden petrificarse las inteligencias que no salgan de las mismas costumbres cotidianas. Yo mismo me estaba fosilizando; pero de algún tiempo a esta parte, estoy aumentando mucho mi fondo de ideas. En fin, meditando iba en mi colgante litera sobre todas estas cosas, y me preguntaba en qué vendrían a parar hasta que, sin saber cómo, me quedé dormido.
Supongo que dormiría de siete a ocho horas, descansando por primera vez de veras desde la noche en que se fue a pique, el
dhow,
porque vi al despertar que el sol estaba muy alto. Aun viajábamos a razón de unas cuantas millas por hora. Mirando á través de las espesas cortinillas de mi litera que colgaban de la barra de suspensión, noté con grandísimo placer que habíamos salido de la región pantanosa y que, íbamos subiendo por tina llanura en plano inclinado hacia una eminencia. Si era o no la misma loma que desde el canal habíamos divisado, no lo sé, ni tampoco pude saberlo después, porque, como tuvimos ocasión de verlo, estas gentes no son muy amigas de dar informes sobre nada.
Después me puse a observar a los hombres que me conducían. Tenían arrogantes formas, ninguno bajaba de los seis pies de estatura y era amarillo el color de su piel. Parecíanse a los somalíes del África Oriental, mas no tenían lanudo el cabello, sino que éste les caía en gruesas guedejas sobre los hombros. Su nariz era aguileña las facciones de la mayor parte eran hermosas realmente, y los dientes en especial, eran muy iguales y blancos. Mas, a pesar de su belleza general, dirá que desde luego, me chocó la expresión maligna que en el rostro todos ellos tenían impresa; era de una crueldad tan grande e implacable que parecía hasta inconcebible por lo excesiva en algunos casos, y me repugnó sobremanera. Llamóme también la atención el no verlos sonreír siquiera durante todo el viaje. Cantaban a veces la monótona canción de que antes hablé, o si no, callábanse en absoluto con su torva contracción de rostro. ¿De qué raza podrían ser esas gentes? Por más que hablasen un árabe corrompido, ellos no eran árabes; estaba seguro yo de esto: por lo pronto, eran demasiado obscuros, es decir, demasiado amarillos. Lo cierto es que, sin saber por qué, su presencia me infundía cierto terror enfermizo de que yo mismo me avergonzaba Mientras que así miraba yo y pensaba vi que otra litera se adelantó hasta ponerse junto a la en que yo iba. Las cortinillas estaban suspendidas, y pude ver que la ocupaba un anciano vestido de luengo traje blanco, hecho, al parecer, de un grosero tejido de hilo que le colgaba con anchos pliegues en torno del cuerpo. Comprendí, desde luego, que ésta era la sombra de alta estatura a que los demás llamaban
Padre
, que reparé en la orilla del canal cuajado nos sorprendieron. Era un anciano de muy admirable presencia su barba blanca era tan larga que flotaba por ambos lados fuera del palanquín, su nariz era corva y sobre ella brillaban un par de ojos tan penetrantes como los de las serpientes; toda su fisonomía en fin, tenía tal expresión de sabiduría y de sardónica penetración que renuncio describir.
–¿Estás despierto, extranjero? –preguntó con su voz de bajo profundo.
–¡Sin duda padre mío! –contestó con mucha cortesía porque el instinto me advirtió que debería tratar de conciliarme con este viejo dios de la injusticia
Atusóse la bella barba blanca y se sonrió.
–De cualquier tierra que vengas –dijo, –se conoce que enseñan en ella a los hombres la cortesía y también, por lo visto, algo de nuestra lengua. Dime ahora extranjero, hijo mío, ¿para qué has venido a este país, que apenas si ha sido hollado por ningún pie extraño en todo lo que recuerdan los hombres? ¿Estáis acaso cansados de vivir, tú y tus compañeros?
–Hemos venido a ver cosas nuevas –contestó con audacia –Estábamos cansados de las viejas que conocíamos, y hemos venido aquí por el mar a ver lo que no conocíamos... Pertenecemos, padre mío, a una valerosa raza que no terne la muerte, con tal, sobre todo, de que se le den algunas noticias antes de morir.
–¡Ejem! ¡ejem!... quizá sea verdad lo que dices es muy duro contradecir a alguno... pero si no fuera por esto, te diría que estás mintiendo, hijo mío... Me atrevo, sin embargo, a decirte que
Quien debe ser obedecida
te dará gusto en lo que deseas.
–Y ¿quién es
Quien debe ser obedecida?
–pregunté curiosamente.
Miró el viejo a los conductores y luego me dijo con cierto retintín que me oprimió el alma:
–Ya lo sabrás, hijo mío, demasiado pronto; si es que a
Ella
se le antoja mirarte en la carne.
–¿En la carne?... ¿Qué quiere decir, mi padre?...
Rióse un poco el viejo, pero no me respondió.
–¿Qué nombre tienen los compatriotas de mi padre?
–El nombre de mi pueblo es el de Amajáguer
(el pueblo de las rocas)
–Y ¿puede preguntar un hijo cuál es el nombre de su padre?
–Mi nombre, es Billali.
–¿Adónde vamos, padre mío?
–Ya lo verás.
Hízoles entonces una señal a sus conductores los cuales echaron a correr hasta que alcanzaron la litera en que iba Job echado con una pierna colgando de fuera; pero no pudo sacarle mucho, sin duda porque vi que sus conductores siguieron en breve corriendo hacia la otra donde iba Leo.
Después, viendo que nada de nuevo ocurría que me llamara la atención, abandonéme al suave balance del palanquín, y me quedó dormido otra vez. Cuando desperté vi que pasábamos por una garganta de monte entre paredones escarpadísimos de formación volcánica pero cubiertos de matas en flor y de hermosos árboles. De pronto hizo un recodo el camino por donde íbamos, y ante mi vista se desarrolló un bello panorama
Era un profundo valle de cuatro o cinco millas de extensión que tenía la forma de un anfiteatro romano. Los lados de esta especie de gran taza eran riscosos y estaban cubiertos de malezas, pero el centro era una hermosa pradera en la que se levantaban árboles solitarios de magnífica fronda y que regaban serpenteadores arroyuelos. Pastaban en ese rico llano manadas de cabras y de reses mayores pero no vi ovejas. Así, de pronto, no pude calcular lo que geológicamente este lugar sería; mas luego me vino le idea de que quizá fuera el cráter de un volcán apagado en donde después se habría formado un lago, que se secó de un modo inexplicable. Debo añadir ahora que no andaba yo equivocado en mis apreciaciones pues éstas se robustecieron con lo que luego vi allí, y en otros lugares parecidos que se describirán a su tiempo. Sin embargo, yo extrañaba mucho no ver en este valle señales ningunas de habitaciones humanas, aunque veía muchas personas pastoreando las manadas.