Más, Ustane no se movió.
—¡Mujer, vete!
Alzó entonces la cabeza Ustane, y vi que tenía el rostro todo descompuesto de dolorosa ira.
—¡No! —dijo con la voz ahogada —¡no, Hiya no me irá! ¡Ese hombre es mi esposo, y yo le amo!.. ¡Yo le amo, yo le amo, y no me apartaré de él!... ¿Qué derecho tienes para obligarme a dejarle?
Sorprendí un estremecimiento en la figura de Ayesha y yo también me estremecí, pensando en lo peor.
—Sé piadosa ¡oh, Hiya! —díjele en griego, —la Naturaleza es la que obra..
—Soy bien piadosa —me contestó fríamente, ¿no existe ella aún?.. —Y luego, dirigiéndose a Ustane:
—Mujer, te he dicho que te vayas de aquí; si no me obedeces te destruiré ahí mismo donde estás...
—¡No me iré, no me iré!... ¡Ese hombre es mío! —exclamó con angustia ¡Yo le tomé y le salvé la vida! ¡Mátame si puedes... no te cederé mi esposo... jamás, jamás!...
Veloz ademán hizo Ayesha entonces tan veloz que no pude seguirlo con los ojos, pero me pareció como que había tocado ligeramente con la mano la cabeza de Ustane. Miró a ésta y di hacia atrás un paso horrorizado, porque en el pelo castaño, sobre la frente de la muchacha vi tres marcas blancas como la nieve. Ustane, estaba como deslumbrada y se había llevado las manos a los ojos.
—¡Cielos! —exclamó abrumado ante esa manifestación espantosa de sobrehumana potencia.
Ella
rió un poco y dijo:
—¿Creíste, pobre necia que yo no tenía potencia para matarte?.. Aguarda ahí hay un espejo —y señaló al del
nécessaire
de Leo que Job había preparado con otros objetos sobre un tocador improvisado; —dáselo a esa mujer, Holly, que vea las marcas que le he hecho, y sepa si puedo o no fulminarla en el acto.
Tomé el espejo y lo sostuve ante los ojos de la infeliz. Miróse, tocóse el pelo, miróse de nuevo, y cayó luego en tierra dando una especie de sollozo o gemido.
—¿Te irás ahora? —agregó Ayesha con acento burlón, —¿o quieres que te hiera de nuevo?... Mira te grabé mi sello, y por él te conocerá hasta que todo tu cabello se ponga tan blanco como él. Si de nuevo te veo aquí, no tardarán en quedar tus huesos tan blancos como ese marchamo. ¡Vete!
La desdichada muchacha, espantada y herida en el alma de tan atroz manera se alzó como pudo y pasó arrastrándose ante
Ella
y gimiendo salió a la galería.
Pasé la noche junto a Leo, que durmió perfectamente sin moverse un instante. También dormí yo un poco, que harto lo necesitaba pero con sueño agitado, lleno de los horrores de que había sido testigo. Principalmente me asaltaba aquella hazaña diabólica de Ayesha de dejar la huella de sus dedos sobre los cabellos de su rival. Tan terrible había sido el movimiento, tan rápido y serpentino, y tan instantáneo el blanqueamiento de la triple raya que dudo, a la verdad, que me hubiera impresionado más otro resultado, aunque hubiese sido más fatal a Ustane. Aún en la actualidad, de vez en cuando se me representa un sueño tan horrenda escena, y contemplo a la infeliz mujer sollozando espantada como Caín con una señal sobre la frente y lanzando al salir de la habitación arrastrándose ante su reina, su postrer mirada de inefable, angustiosa despedida a su amante dormido.
Tuve también otra pesadilla. Figuróme que la inmensa pirámide de osamentas se conmovía y que de ella empezaron a brotar andando, por cientos, y miles y miles en batallones regimientos y ejércitos, los esqueletos, a través de cuyos costillares lucía el resplandor solas y que precipitándose por la llanura hacia Kor, su gran ciudad, vi bajarse a su llegada el puente levadizo, abrirse de par en par la puerta mural y resonar sus huesos al rozar con las broncíneas hojas, y que se desparramaron luego por las calles espléndidas y las plazas ante soberbias fuentes y bellos palacios y templos de grandeza indescriptible. Pero no había ningún hombre para recibirlos en el mercado, ni a las ventanas se asomaba ninguna cabeza do mujer, y solamente se escuchaba de tiempo en tiempo un gran pregón, flotando invisible en el aire, que clamaba:
¡Kor, la imperial, cayó!.. ¡cayó!.. ¡cayó!
Y esas falanges de blancura luciente iban marchando por la ciudad, y el rumor de sus pasos huesosos era repetido por los ecos del espacio, conforme el tropel pasaba tristísimamente... Subiéronse luego a las murallas y marcharon por la gran calzada que sobre ellas corría hasta que al fin llegaron al puente levadizo... Y entonces retornaron a su sepulcro, y el sol poniente, que los atravesaba con sus rayos cárdenos, lanzaba las gigantescas sombras de sus huesos, que se extendían sobre la llanura moviendo, larguísimas piernas de araña hasta que llegaron a la caverna en donde penetraron, arrojándose en inacabable fila por el agujero para formar de nuevo la pilada de la profunda sima subterránea...
Desperté entonces y vi a Hiya que se había mantenido durante todo mi sueño entre el lecho de Leo y la piel donde estaba yo tendido, deslizándose como una sombra para salir de la habitación.
Dormíme de nuevo al poco rato, pero con sueño más profundo y tranquilo, y cuando, al fin, desperté, me encontré más fuerte y satisfecho. Cuando se acercó la hora señalada por Ayesha en que Leo había de despertar,
Ella
apareció de nuevo en el cuarto, velada como de costumbre.
—Ya verás, Holly —me dijo, —cómo ahora se despierta en su cabal sentido y sin fiebre.
Apenas había acabado de hablas Leo se volvió en su lecho, estiró los brazos, bostezó y observando una forma femenina que, se le inclinaba encima la enlazó con los brazos y la besó, tomándola sin duda por su amiga porque, dijo en arábigo:
—¿Hola Ustane? ¿por qué te has envuelto así la cabeza? ¿tienes dolor de muelas? —y agregó en inglés: —¡Tengo un hambre atroz!.. —¡Tú, Job, vieja prole de un cañón! ¿qué tenemos ahora por hacer, eh?
—¡Ah, Mr. Leo, ojalá que lo supiera yo!... —contestole Job, pasando con muchos reparos junto a Ayesha a la que aún miraba con gran miedo, porque no estaba muy seguro todavía de que no era una muerta resucitada. —Pero usted no debe hablar Mister Leo, que ha estado malísimo y nos ha dado mucho cuidado... y si esta señora —agregó mirando a Ayesha —no tiene inconveniente en apartarse un poco, le traeré su sopa.
Leo entonces se fijó en la
señora
que tan silenciosa estaba y exclamó:
—¡Hola! ¿conque no es ésta Ustane?.. ¿Dónde esta ella?
Ayesha entonces le habló por vez primera y sus primeras palabras fueron mentirosas.
—Salió de visita —dijo; —pero mira aquí estoy yo que soy tu criada.
La voz argentina de Ayesha pareció confundir su intelecto; pero no dijo nada sino que se puso a tomar su caldo con bastantes ganas y después se echó otra vez y se durmió casi al momento para no despertar hasta por la tarde. Entonces me vio a mí y se puso a interrogarme sobre lo que había pasado, pero yo le contestaba evasivamente y le obligué a dormir de nuevo, lo que hizo muy bien hasta por la mañana en que se despertó admirablemente mejorado. Pude contarle algo entonces de su enfermedad y de lo que me había pasado a mí, pero como Ayesha estaba presente, no fue, a la verdad, mucho lo que, le dije: que
Ella
era la reina del país y que nos mostraba muy buena voluntad, aunque era gusto suyo el andar embozada Aunque yo hablaba en inglés, por supuesto, tenía gran temor de que no nos entendiese
Ella
por la expresión de nuestros rostros, y además, no olvidaba las advertencias que me había hecho.
Al día siguiente, Leo se levantó casi bueno por entero. La herida del costado se había cicatrizado ya, y su constitución, tan naturalmente vigorosa se había recobrado de la gran pérdida de fuerzas consiguiente a su terrible fiebre, con una rapidez que no puedo atribuir más que a la maravillosa medicina que se le había administrado y también al hecho, de que su enfermedad, había sido, aunque, violenta demasiado breve. Más, con la salud le volvía la clara reminiscencia de todas sus aventuras, hasta el punto en que perdió los sentidos en medio del pantano, y también, por supuesto, el recuerdo de Ustane, a quien vi entonces que había tomado un gran cariño. Y a la verdad que me abrumó a preguntas, sobre la pobre muchacha que yo no podía contestarle porque Ayesha me había llamado después que despertó Leo la primera vez y me advirtió de solemne modo que no le dijera nada sobre el punto, sugiriéndome con la mayor delicadeza que me costaría caro desobedecerla. También me advirtió que le dijera a Leo lo menos posible sobre
Ella
misma porque se reservaba el derecho de hacerlo a su debido tiempo.
Su conducta a la verdad, había variado mucho. Yo esperaba por todo cuanto había visto, que
Ella
se aprovecharía de la primera oportunidad para apoderarse de quien creía que era su amante del mundo antiguo, pero, por algún motivo, íntimo que ignoro, no procedió así. No hacía más que atenderle dulcemente, con una humildad que contrastaba de un modo notable con sus imperiosas formas anteriores hablándole en tono casi respetuoso y quedándose a su lado, todo el tiempo que podía.
Es natural pensar que la curiosidad de Leo a propósito de
Ella
fuese tan grande como había sido antes la mía y que tuviese gran afán de verle el rostro, que yo le habla dicho, sin entrar en más detalles simplemente, que era bellísimo, tanto como sus formas y su voz. Esto era bastante, para exaltar los deseos de cualquier joven a peligroso grado, y si no hubiera sido porque aún no se había librado por completo de los efectos de su enfermedad, y que tenía el ánimo muy preocupado a propósito de Ustane, de cuyo afecto y heroísmo siempre me estaba hablando con profunda emoción, no dudo que hubiese caído en las redes que
Ella
le tendía y que la hubiera amado con anticipación.
Pero, si no estaba enamorado, dominábale gran curiosidad, y se sentía asombrado ante
Ella
como yo mismo, pues aunque nada se le había dicho sobre su edad extraordinaria él la identificaba naturalmente con la mujer de que se hablaba en el casco de ánfora. Y, al fin, viéndome rendido ante, su continuado interrogar, díjele que fuese donde la misma Ayesha en busca de informes sobre Ustane, cuyo paradero desconocía yo verdaderamente, y sobre cuanto, más saber quisiese. Así lo hizo, y después de un buen almuerzo, nos presentamos a Hiya sin más ceremonias y los mudos nos dejaron pasar, gracias, a las expresas órdenes de su reina.
Sentada estaba
Ella
según costumbre, en lo que nosotros llamábamos, a falta de mejor nombre, su
boudoir,
y al descorrerse las cortinas se levantó y con ambas manos extendidas vino a recibirnos ó, más bien a recibir a Leo, porque ya a mí se me había relegado al segundo término. Pero fue, a la verdad, un bonito aspecto el que presentó su blanca velada forma deslizándose hacia el vigoroso joven inglés, vestido de su traje de franela gris, pues aunque por su sangre, Leo es medio griego, pocos habrá que tengan, excepto en sus cabellos más aire británico que el suyo. No tiene esa suave figura y blandas maneras propias del griego moderno, aunque mucha de su personal hermosura sí lo sea ya que se parece mucho a su madre, a juzgar por el retrato. Más, aunque, sea tan alto y tan voluminoso de tórax, no es pesado su aire, como el de muchos hombrones y tiene de tal arrogante y firme modo plantada la cabeza que bien merece el nombre de león que le dieron los amajáguers.
—¡Salud, mi joven señor extranjero! —díjole
Ella
dulcísimamente. —Alegre estoy, en verdad, de verte sobre tus pies... Créeme que si no intervengo yo, en el supremo instante por cierto, ellos no te habrían sostenido más... Pero ya pasó el peligro, y a mí me toca ahora... (y puso un mundo de promesas en su acento) hacer que no se presente jamás para ti.
Leo se inclinó cortésmente, y en su mejor árabe le agradeció la bondad que tenía para un extranjero desconocido.
—No, no —replicó Ella. —¿Cómo podría dejarse morir un hombre así?.. ¡La belleza es muy rara sobre la tierra!... —No me agradezcas nada que la dicha es mía porque has venido.
—¡Hola viejo! —exclamó en inglés el travieso muchacho. —La señora es política de veras... parece que hemos caído sobre flores... ¡oh! tú no habrás, desperdiciado, tus ocasiones... y ¡por Júpiter! ¡qué par de brazos tiene!
Dile un pellizco en las costillas para que se portara como es debido, porque sorprendí la mirada de los velados ojos de Ayesha que me interrogaban curiosamente.
—Espero saber —continuó
Ella,
—que mis criados te han atendido bien porque si alguna comodidad existe en este pobre lugar, seguro debes de estar de que te pertenece... Di, ¿algo más puedo hacer por ti?
—¡Oh, sí! Hiya —contestó Leo con viveza, —quisiera saber dónde ha ido la señora que me asistía.
—¡Ah, sí!.. ¿la muchacha?.. Pues ya la he visto. Es decir, dónde está no lo sé. Dijo que quería marcharse y se fue... Quizá vuelva y quizá no... Es cosa pesada asistir a los enfermos, y estos salvajes son muy inconstantes.
Leo, al oírla quedó como disgustado y triste.
—Raro es esto en verdad —díjome en inglés; y agregó dirigiéndose en arábigo a
Ella
—: No puedo entender cómo ha sido esto, porque esa joven y yo... bien sabrá usted en fin... teníamos ciertos compromisos.
Ayesha se rió un poco, muy musicalmente, y cambió de conversación.
Y continuó luego tan variable nuestra conversación que, a la verdad, ni recuerdo de qué tratamos. Ayesha no hablaba con su habitual franqueza quizá para no revelar sus verdaderos sentimientos, o por otra razón que desconozco. Al fin le dijo a Leo que para divertirnos había dispuesto que tuviera lugar un baile aquella noche.
Me asombré al oír esto, pues que me había figurado que los amajáguers eran gentes demasiado sombrías para permitirse frivolidades semejantes; pero, como luego se verá, resultó que un baile amajáguers en nada se parecía a las festividades que en los demás países salvajes o civilizados, se conocen con este nombre. Entonces y cuando estábamos a punto de retirarnos,
Ella
propuso a Leo visitar las maravillas de las tumbas, a lo que él asintió con mucho gusto, y a ello fuimos, acompañados de Billali y de Job.
No la describo porque, sería la mera repetición de lo que ya he dicho a propósito de ellas por más que, las tumbas en que entramos fueran otras, ya que como he dicho, la montaña estaba toda tan labrada que parecían un panal de abejas, pero los contenidos eran casi siempre semejantes. Visité do nuevo la pirámide de huesos que en sueños se me había representado la noche anterior, y de allí fuimos por un largo pasadizo a una de las grandes excavaciones ocupadas por les cadáveres de los ciudadanos pobres de Kor. Estos no estaban conservados tan bien como los demás, y no tenían sudarios en su mayoría estando colocados en grupos de quinientos a mil, amontonados los unos sobre los otros como las pilas de muertos después, de las grandes batallas.