—El arca ha aguardado durante veinte años, a que la abran —díjele; —bien puede aguardarse ahora a que almorcemos.
A las nueve, pues nueve horas bien adelantadas por cierto, almorzamos, y tan preocupado me hallaba yo también, que siento decir que puse un poco de mantequilla en el té de Leo, figurándome que era un terrón de azúcar. Job, asimismo, a quien habíamos contagiado, llegó hasta quebrar el asa de mi taza de porcelana de Sevres idéntica según me dijo el vendedor de quien la obtuve, a la en que Marat había bebido poco antes de ser apuñaleado en su balo.
Levantáronse por fin, los manteles del almuerzo, y Job, por orden mía trajo el arca y la puso sobre la mesa con cierta expresión de desconfianza en el rostro. Iba a marcharse luego de la habitación, pero yo exclamé:
—¡Aguarde un momento, Job!.. Si mister Leo no se opone, desearía yo que, el acto fue presenciado por un testigo desinteresado en el asunto y que sepa callarse sobre cuanto vea mientras que no se le permita que hable
—Me parece muy bien tío Horacio —contestó Leo.
Tío me llamaba él porque yo se lo había rogado; pero a veces no quería y me llamaba viejo faltándome al respeto, o bien:
pariente avuncular
...
Job se tocó la cabeza por no tener puesto el sombrero.
—Cierre usted la puerta Job, y tráigame el escritorio.
Obedeció, y yo saqué del escritorio portátil las llaves que el pobre padre de Vincey me había dado la noche de su muerte. Eran tres: la mayor, era un llavín relativamente moderno; la segunda excesivamente antigua y la tercera un objeto que a todo se asemejaba menos a una llave; parecía estar formada de una hojuela de plata maciza llena de recortes con una barrita cruzada como para manejarla. Sería quizá, un modelo de los ferrocarriles antidiluvianos.
—¡Vamos! ¿ya están ustedes listos? —pregunté como si se tratara de volar una mina
Nadie, contestó. Tomé entonces la más grande de las llaves restregué un poco de aceite de almendras en la guarda y después de dos o tres tentativas, porque mi mano temblaba un poco, conseguí colocarla bien y hacer que cediese la cerradura Leo se inclinó, y agarrando la maciza tapa con las dos manos, con un esfuerzo muscular porque los goznes estaban oxidados, la levantó. Dentro, vimos otra caja cubierta de polvo. La sacamos sin dificultad de la de hierro y le quitamos con un cepillo de ropa la basura que sobre ella habían acumulado los años.
Era o parecía ser de ébano, o de otra madera de color y grano parecido, y estaba toda reforzada por fajas de hierro que se cruzaban. Mucha debía ser su antigüedad, porque la madera tan dura y pesada comenzaba ya en algunas partes a deshacerse en polvo.
—A ésta ahora —dije colocando la segunda llave.
Job y Leo se inclinaron sobre ella sin respirar casi. La llave giró.
Alcé rápidamente la tapa y todos lanzamos una exclamación de asombro al ver dentro un magnífico cofrecillo de plata como de doce pulgadas de ancho y largo, por ocho de altura. Parecía labor egipcia: las cuatro patas estaban formadas por esfinges y la combada tapa tenía otra encima y aunque el metal estuviese muy abollado en partes y deslustrado por los años, por lo demás se conservaba perfectamente.
Saqué afuera el cofrecillo y lo coloqué sobre la mesa y en medio del más completo silencio, introduje en su cerradura la rarísima llave tercera. Después de empujar un poco para aquí y para allá, cedió aquélla también, y abierto quedó ante nosotros.
Lleno estaba hasta los bordes de un material oscuro y picado, que más bien que de papel parecía componerse de alguna sustancia vegetal, pero cuya verdadera naturaleza no he podido averiguar nunca.
Quitándolo, vi que ocupaba hasta una profundidad como de tres pulgadas, y que debajo había una carta encerrada en un sobre moderno de los corrientes cuya dirección escrita de mano de mi difunto amigo Vincey, decía:
Para mi hijo Leo.
Paséle la carta al joven que la examinó bien y colocándola sobre la mesa me hizo la señal de que continuase el escrutinio.
Había después un pergamino cuidadosamente arrollado. Desarrollélo, vi que también estaba escrito de la mano de Vincey, y que tenía este título:
Traducción de la escritura uncial griega que está en el tiesto.
Puse el pergamino junto a la carta sobre la mesa. Después encontramos otro rollo de pergamino antiguo que con la edad se había tornado amarillento y rugoso, y también lo desarrollé. Era otra traducción del mismo original griego, pero hecha en latín y escrita en los caracteres anglo-góticos que, según me pareció por su estilo, parecían ser del final del siglo XV, ó, quizá, de los mediados del XVI.
Inmediatamente debajo de este rollo había algo que era duro y pesado, envuelto en tela amarilla y que descansaba sobre otra capa del material fibroso. Lenta y cuidadosamente desenvolvimos la tela amarilla y descubrimos un gran fragmento de vaso de barro cocido, de una antigüedad indubitable y de un sucio color amarilloso. Ese tiesto, a mi ver, debió haber formado parte de un ánfora ordinaria de mediano tamaño. Medía unas once pulgadas de largo por diez de ancho, y tenía el grueso de un cuarto de pulgada. Por la parte convexa que yacía contra el fondo, del cofrecillo, estaba densamente cubierto de una escritura del carácter griego, uncial, borrada a trechos, pero perfectamente legible en su mayor parte. Se conocía que esta escritura había sido hecha con el mayor cuidado y por medio de una pluma de junco, muy usada entre los antiguos. No debo dejar de apuntar también que, en algún tiempo, muy remoto, este fragmento curioso debió haber sido roto en dos partes y luego, unido de nuevo con alguna mezcla pegadiza y con ocho largos remaches. También por la parte interior o cóncava del tiesto, había muchas inscripciones pero todas de formas distintas, irregularmente puestas, como si se hubiesen trazado por manos diferentes y en varias épocas. De éstas, hablaremos luego.
Facsimil del tiesto de Amenartas (frente y vuelta)
—¿No hay más? —preguntó Leo en voz baja y conmovido.
Tanteando un poco entre el material picado del fondo, encontró alguna cosilla dura metida en un saquito de tela. Abrí éste y de él sacamos primero una bella miniatura pintada sobre marfil, y después uno de esos
sacraboeus
pequeños, de color chocolate, marcado así: un sol sobre un cisne y luego una pluma en jeroglíficos egipcios.
Símbolos que, según luego nos confirmaron, significan «Suten Se Ra»; lo que, descifrado, vale tanto como
Real Hijo de Ra
o del Sol.
La miniatura era la de la dama griega madre de Leo, una hermosa mujer de ojos negros. Detrás, de ella estaban escritas estas palabras con la letra del pobre Vincey: —«Mi adorada mujer murió en mayo de 1856»
—Ya no hay más —dije.
—Bueno —contestó Leo, dejando sobre la mesa la miniatura que había estado contemplando cariñosamente; —leamos ahora la carta.
—Rompió el sello con viveza y leyó en voz alta lo que sigue:
«Hijo mío, Leo: Cuando abras ésta si es que vives hasta que puedas abrirla habrás, alcanzado, ya la edad viril, y hará mucho tiempo que yo habré muerto para que ya me hayan olvidado absolutamente casi todos, los que me conocieron. Recuerda empero, al leerla que yo he existido, y que por estas mismas letras, por algo que sabrás que aún existe, te estrecho tu mano con la mía a través del abismo de la muerte, y mi voz te habla desde el inefable silencio del sepulcro. Aunque yo haya muerto y no quede ninguna memoria mía en tu mente, yo estoy contigo, sin embargo, en esta hora en que, me estás leyendo. Desde que naciste hasta la fecha apenas si te he visto el rostro. Perdóname por ello. Tu vida le costó la suya a quien yo amaba mucho más de lo que a las mujeres se las ama y la amargura de esa pérdida la siento todavía. Si yo hubiera podido vivir más, probablemente habría llegado á vencer ese necio sentimiento; pero no estoy á vivir destinado. Mis penas, físicas y mentales son mayores de lo que puedo sufrir, y cuando haya acabado de disponer lo que me parezca propio, para tu futuro bienestar, pondré término á mis dolores. ¡Si hago mal, que Dios me lo perdone! Por lo demás, y aun en las mejores condiciones yo no puedo vivir un año más...»
—¡De modo, que se mató por su mano!.. —exclamé. —Ya me lo figuraba..
Sin contestar mi observación, Leo siguió leyendo:
«Ya he hablado bastante de mí mismo. Lo que por decir me resta te pertenece a ti, que vives: no a mí que he muerto, y que estoy tan olvidado como si no hubiera existido nunca. Mi amigo Holly, a quien es mi intención confiarte, si quiere aceptar el cargo, te habrá dicho algo ya sobre la antigüedad de tu estirpe. Bastantes pruebas de ello encontrarás en los contenidos del cofrecillo. La extraña leyenda que verás inscripta por tu remota antepasada sobre el tiesto de ánfora me la comunicó mi padre en su lecho de muerte, y me quedó profundamente impresa en la imaginación. Cuando no tenía más que diecinueve años, determiné, de igual modo que hizo, para desgracia suya uno de nuestros abuelos del tiempo de la Reina Isabel de Inglaterra investigar lo que de cierto hubiera en ello. No puedo describirte todo cuanto me pasó. Mas sí te diré lo que vi con mis propios ojos. En la costa de África en una región hasta hoy inexplorada a cierta distancia al norte de la desembocadura del Zambese existe un cabo en cuyo extremo se alza un picacho que tiene la forma de la cabeza de un negro, parecido a lo, que se dice en la escritura. Allí desembarqué, y supe de boca de un indígena errante, que había sido desterrado de su pueblo por un crimen que cometió, que allá, muy tierra adentro, había grandes montañas de forma de tazas, con cavernas, en medio de pantanos inmensos. También supe que el pueblo que, allí habita habla un dialecto arábigo y está gobernado por
una hermosa mujer blanca
que rara vez contemplan sus súbditos y que dicen que tiene autoridad sobre todas las cosas vivas y muertas. A los dos días que supe esto, murió el indígena de la fiebre que le había dado al cruzar los pantanos y yo me vi obligado por la falta de provisiones y por los síntomas que se me presentaron de la enfermedad que después me ha postrado, a refugiarme en mi barco de nuevo.
»No tengo necesidad de contarte las aventuras que corrí después de esto. Naufragué en la costa de Madagascar y me salvó un barco inglés que me llevó a Aden de donde salí para Inglaterra con la intención de emprender otra vez la investigación malograda tan pronto como pudiera prepararme para ella. Detúveme en Grecia de camino, y allí,
omnia vincit Amor,
conocí a la que después fue tu madre, que tanto adoré; allí me casé, naciste tú y ella murió. Entonces me sentí acometido de mi postrera enfermedad, y volví a Inglaterra a morir.
Mas, aun en contra de la esperanza yo esperaba y púseme a estudiar el árabe con la intención, caso de que pudiera volver a la costa de África de resolver el misterio cuya tradición durante tantos siglos se ha conservado en nuestra familia... Mi salud no mejoró, y ya la historia en lo que a mí concierne, ha concluido.
»Mas, para ti, hijo mío, debe comenzar ahora y yo te entrego los resultados de mis trabajos, junto con las pruebas hereditarias de tu origen. Cuido, de que no te sean conocidas hasta que no estés en edad de juzgar por ti mismo si debes o no investigar ese arcano, que si resulta cierto será el más grande del mundo, y si no, se verá que no es más que una necia fábula que produjo el cerebro trastornado de una pobre mujer.
»Yo no creo, empero, que sea una fábula Yo creo que, existe, y que no hay más que descubrirlo, un lugar en donde se ostentan visiblemente las potencias vitales del mundo. Si la vida existe, ¿por qué no han de existir también los medios de conservarla indefinidamente?