El editor.
P. D. Debo también considerar otro punto que me ha impresionado mucho después de un repaso de esta historia y quiero llamar sobre él la atención del lector. Se observará que nada existe en el carácter de Leo Vincey, por los datos que sobre él se nos ofrecen que haya podido atraer hacia él, según la opinión de la mayoría una inteligencia tan superior como la de Ayesha. Ahora a mis ojos, al menos, ni aun siquiera es particularmente interesante: más natural aparecería que Mr. Holly se le hubiera adelantado en su favor... ¿Será que, como los extremos se tocan, el mismo exceso y esplendor de su inteligencia la condujo, merced a alguna peregrina reacción física a adorar ante el altar de la materia?...
¿No fue aquel antiguo Kalikrates más que un hermoso animal, adorado por su belleza helena?
¿O será la explicación, según yo creo, esta otra á saber: que Ayesha capaz de ver más allá que nosotros, percibió oculta en el alma de su amado el germen la vacilante chispa de la grandeza y sabía bien que bajo la influencia del don vital que ella podía darle que ella regaría con su ciencia y calentaría con el resplandor de su presencia podría abrirse el germen como una flor y tornase la chispa en astro para llenar al mundo fragancias y claridades?... Tampoco a esto soy capaz de contestar, y debo dejar que el lector forme su propio juicio sobre las cosas que se le presentan.
Grábanse algunos acontecimientos en la memoria con sus más mínimos detalles y circunstancias, de tal modo, que no podemos olvidamos jamás de ellos por más que hagamos. Esto es lo que me pasó con la escena que voy a referir, y que ante mi mente surge ahora con tanta claridad como si ayer mismo se hubiera verificado.
Hace como unos veinte años que, en este mismo mes precisamente, yo, Luis Horacio Holly, me encontraba sentado en mis habitaciones en Cambridge, batallando con ciertos problemas de matemáticas, no me acuerdo cuáles. Iba a presentarme dentro de una semana a hacer mis oposiciones para un internato, y tanto mi encargado como mi colegio tenía grandes esperanzas de que yo me distinguiría. Cansado, al fin, del trabajo, tiré mi libro, levantéme, fui a la chimenea tomé una pipa de encima de ella y la llené. Sobre la repisa había una vela encendida y detrás un espejo largo y estrecho que reflejaba mi fisonomía mientras prendía mi pipa y al mirarme a mí mismo me quedé reflexivo. El fósforo ardió hasta quemarme los dedos; pero lo arrojé y seguí mirándome y reflexionando; al fin exclamé en alta voz:
—Bueno... Comprendo que mis amigos esperen que haga yo algo con el interior de mi cabeza porque con el exterior, de seguro que no hará nada jamás...
Esta exclamación parecerá sin duda rara a cualquiera que la lea pero hay que saber que yo aludía con ella a mis deficiencias físicas. La mayoría de los hombres a los veintidós años de edad, se ven más o menos favorecido por las gracias de la juventud; mas esto a mi me fue negado. Pequeño, trabado de estructura mal puestas, casi deformadas las costillas con los brazos larguísimos y musculares duras las facciones los ojos pardos hundidos allá dentro bajo una frente estrecha casi tapada por el pelo negro y recio de mi cabeza que parecía un estropajo, frente que era como trocha abandonada que el monte, va cubriendo de nuevo; tal era mi aspecto hace un cuarto de siglo, y tal es en el día con muy poca diferencia. Como Caín, sentíame marcado por la Naturaleza con el marchamo de una fealdad anormal, mas dotado también por ella con una singular fuerza del cuerpo y grandes potencias intelectuales. Tan feo era yo, que los jóvenes elegantes de mi colegio en la Universidad, aunque citaban con orgullo mis hazañas de fuerza y resistencia corporal, ponían ciertos reparos en salir conmigo por las calles. Natural era pues que fuese algo misántropo, y hasta huraño; que viviera y trabajase solo, y que, no tuviera amigos íntimos... exceptuando uno, quizá. La Naturaleza me había construido aparte para que viviera aislado y no tuviera más consuelo que los que su propio seno materno me ofrecía Las mujeres se horrorizaban de verme. Hacía una semana que me había llamado
monstruo
una muchacha y añadió que mi aspecto la había convertido a la teoría darwiniana. Verdad es que en cierta ocasión una mujer me demostró algún interés, y que yo derroché en honor suyo todo el nativo afecto que por largo tiempo había estado ahorrando; pero una cantidad de dinero, que debía haber venido a mis manos, fue a parar a otra parte, y ella entonces me abandonó. Roguéla y suplíquela que no me dejara como no le he rogado a ninguna otra persona viva en el mundo, porque estaba enamorado de su linda cara porque la amaba de veras; mas ella ser levantó de súbito y tomándome de la mano me llevó frente a un espejo y señalando a las dos imágenes me dijo:
—Responde amigo mío: ¿te parece que con una cara como, la tuya pueda quererte de balde quien la tiene como yo?...
Maldíjela y huí. Entonces tenía yo veinte años nada más... Y parado ahora de nuevo ante el espejo de mi chimenea me contemplaba y sentía una especie de amarga satisfacción en encontrar tan solitario, sin padre, madre, ni hermanos, cuando de súbito oí que llamaban a mi puerta
Antes de abrirla me detuve un rato. Era cerca ya de la media noche y no me encontraba dispuesto a recibir a nadie tan tarde. No tenía más que un amigo en toda la Universidad, quizá en todo el mundo. ¿Sería él quien llamaba?... Tosió entonces la persona que, afuera esperaba y corrí abrir porque conocí la tos.
Un hombre como de treinta años de edad, que parecía haber sido muy hermoso, entró precipitadamente, aunque con el andar vacilante, por el peso de un arca de hierro que traía sujeta por una agarradera con la mano derecha. Al colocar el arca sobre la mesa vióse acometido de un violento acceso de tos. Tosió y tosió hasta que el rostro se puso purpúreo y se echó luego en un sillón y escupió sangre. Puse un poco de whiskey en un vaso y se lo di a beber, con lo que se sintió mejor, mas daba gran pena verlo.
—¿Por qué me has tenido aguardando ahí afuera al frío, tanto tiempo? —me dijo, —bien sabes que las corrientes de aire me matan.
—No, sabía quién llamaba —contesté, eres un visitador rezagado.
—Cierto que sí; mas en verdad te digo que, esta será mi última visita –me dijo, tratando de sonreír. —¡Ya estoy roto, Holly, roto, del todo! Paréceme que no veré el día de mañana..
—Déjate de tonterías —exclamé. —Aguarda un poco, que voy por el médico.
Detúvome con vivo o imperioso ademán y agregó:
—Tu consejo es prudente, pero no quiero médicos. He estudiado medicina y sé bien lo que me pasa. Los médicos no pueden salvarme: ya ha llegado mi hora.. Hace un año, que estoy viviendo de milagro...
Escúchame ahora como no has escuchado a nadie antes porque no podrás hacer que te repita mis palabras... Durante dos años hemos sido buenos amigos... Holly, vamos a ver... ¿qué sabes tú de mí?
—Sé que eres rico, que has tenido el capricho de venir a la Universidad mucho después de haber cumplido la edad en que la mayoría la deja.. Sé también que has sido casado y que murió tu esposa.. y finalmente, que eres el mejor, el único amigo quizá que tengo...
—¿Sabías tú que tengo un hijo?
—No.
—Pues ahora lo sabes. Tiene cinco años de edad. —Me costó la vida de su madre, y por esto no he podido todavía mirarlo a derechas... Holly, si quieres aceptar el cargo, te dejará de único tutor del niño.
Di un gran salto en la silla y exclamé:
—¿A mí?
—A ti, sí; no te he estudiado en vano durante dos años. Hace tiempo que yo sabía que concluiría pronto, y desde luego que me convencí de ello, he estado buscando a alguno a quien confiar el niño, y esa otra cosa —agregó dando un golpe con la mano en el arca de hierro. —Por fin, me he fijado en ti, Holly, porque como los árboles rugosos tienes fuerte, el corazón. Escucha: el niño es el vástago de una de las familias más antiguas de la tierra en todo cuanto la antigüedad de una estirpe puede asegurarse. Te reirás ahora quizá al oírme pero algún día tendrás la prueba de que el fundador de mi raza mi 65º ó 66º antepasado, fue un sacerdote egipcio de Isis, aunque era oriundo de Grecia que se llamaba Kalikrates o sea
el Hermoso y Fuerte
, o para ser más exacto aún,
el Hermoso en su Fuerza
. Su padre fue, según creo, uno de los mercenarios griegos empleados por Hakor, príncipe mendesiano de la XXIX dinastía. Por el año 389, antes de Cristo, precisamente cuando se realizó la decisiva caída de los Faraones este Kalikrates quebrantó sus votos de celibato y huyó de Egipto en compañía de una princesa de real estirpe que se había enamorado de él, y sufrió un naufragio en la costa de Africa por el punto, según creo, donde queda hoy la Bahía de Delagca o más al Norte, quizá. El se salvó con su mujer, aunque todos los demás perecieron de un modo ú otro. Allí, en tierra sufrieron grandes penalidades pero, al fin, fueron recibidos por la poderosa soberana de un pueblo salvaje, que era una mujer blanca de singularísima belleza y la que, en circunstancias que yo no puedo precisar ahora pero que tú conocerás algún día si es que vives acabó por asesinar a mi antepasado Kalikrates. Pudo escapar, sin embargo, su mujer, y llegó, no sé cómo a Atenas, donde dio a luz un hijo, póstumo de su marido, al que puso por nombre, Tisisthenes que quiere decir
el Poderoso Vengador
.
Quinientos años o más, después de esto, la familia emigró a Roma en condiciones que ignoro, porque no quedan rastros, y aquí, probablemente con la idea de conservar el espíritu de venganza que empezó a infundirse a la prole desde Tisisthenes asumió regularmente el
cognomen
de Vindex, o sea,
el Vengador
. En Roma vivió la familia durante otros quinientos años hasta por los de 770, después de Cristo, cuando Carlomagno invadió la Lombardía donde estaba establecida y parece que el jefe de ella se agregó al séquito del gran Emperador y que, pasando les Alpes en su retirada se estableció, por último, en Bretaña Seis generaciones después, su descendiente, directo pasó a Inglaterra en el reinado de Eduardo, el Confesor, y alcanzó en tiempo de Guillermo el Conquistador, grandes honores y preeminencias.
Desde este tiempo hasta la fecha puedo trazar mi descendencia con absoluta seguridad. Los Vincey, que así se corrompió el nombre, latino de la familia al establecerse en Inglaterra no se han distinguido históricamente; nunca se preocuparon de ello. Algunos fueron soldados, otros comerciantes pero siempre conservaron la mayor respetabilidad en su medianía. Desde el tiempo de Carlos II hasta principios del siglo actual, fueron comerciantes. Allá por el año de 1790, mi abuelo hizo una gran fortuna fabricando cerveza y se retiró de los negocios; murió en 1821 y mi padre le sucedió, disipando casi toda su herencia hasta hace diez años que murió, dejándome una entrada libre como de dos mil libras al año.
Entonces fue cuando yo emprendí una expedición relacionada con eso —y señaló a la caja —que terminó desastrosamente. Al volver, viajando por el mediodía de Europa llegué a Atenas, donde conocí a mi adorada esposa hermosísima mujer. Caséme allí, y ella murió al año. Paró un momento de hablas descansando la frente sobre la mano, y luego continuó:
—Mi matrimonio me había distraído de un proyecto que no puedo explicarte, ahora.. No tengo tiempo para tanto, ¡ay, Holly! no tengo tiempo... Si aceptas mi encargo, lo sabrás todo algún día.. Cuando murió mi esposa volví a ocuparme de él. Mas, primero, era preciso, así lo creí al menos, que aprendiese perfectamente, los dialectos de la lengua árabe. Por eso vine aquí a facilitar mis estudios. Muy en breve, sin embargo, se desarrolló mi enfermedad, esta misma que acaba conmigo.
Y como para darle mayor fuerza a sus palabras, sintióse acometido de otro terrible ataque de tos. Dile un poco más de whiskey, y prosiguió de este modo:
No he vuelto a ver a mi hijo Leo desde que era un tierno niño. Nunca tuve fuerzas para mirarlo bien pero siempre me han dicho que es un niño muy vivo y lindo. Bajo este sobre —y sacó del bolsillo una carta en cuyo sobreescrito estaba mi nombre, —he anotado la dirección que, deseo se dé a le educación de mi hijo. Es algo peculiar, quizá. Por esto no podría tal vez, confiársela a un extraño... Y por última vez, Holly, ¿quieres encargarte de ella?
—Antes debe, saber de qué he de encargarme contestó.
—Has de encargarte de cuidar al niño Leo, de tenerlo a tu lado hasta que cumpla los veinticinco años. Entonces concluirá tu curatela y con estas llaves que te doy ahora –y las colocó sobre la mesa —abrirás esa arca de hierro y le harás ver y leer los contenidos, y que luego diga si quiere o no llevar a cabo la investigación que le confío. No es que yo le ponga en ninguna obligación. He aquí ahora las condiciones. Mi renta actual es de dos mil doscientas libras al año. La mitad de esa renta te la aseguro en mi testamento como usufructo vitalicio, si te encargas de la tutela y curatela; es decir, una remuneración de mil libras al año, porque tendrás que dedicar a ello tu vida y cien libras para la manutención del niño. Lo demás quedará acumulándose hasta que Leo cumpla los veinticinco años, para que pueda entonces disponer de una cantidad suficiente en caso de emprender las investigaciones a que me he referido.
—¿Y suponiendo que yo muriese? —pregunté.
—Entonces el niño caerá bajo la curatela de la Cancillería y será de él lo que Dios quiera. Ten únicamente cuidado de que en tu testamento pase a él el arca de hierro, ¡Pero, Holly, no me rehúses!.. Créeme tu interés está en ello... Tú no sirves para mezclarte en el mundo, que no haría más que amargarte la existencia Dentro de algunas semanas serás profesor de tu colegio y la renta que por ello obtendrás unida a lo que yo, te dejo, te permitirá llevar una vida cómoda dedicada al estudio y alternada con los deportes viriles a los que eres tan aficionado... ¿Ves cómo te conviene?
Detúvose mirándome con ansiedad... Yo vacilaba aún. Me parecía tan raro el compromiso...
—¡Hazlo por mí, Holly!... Hemos sido buenos amigos, y ya no tengo tiempo para arreglar las cosas de otro modo...
—Pues bien —dije, —haré lo que deseas, coja tal de que en este papel no haya nada que me obligue a cambiar de determinación; —y puse la mano sobre la carta que había puesto en la mesa junto a las llaves.
—¡Gracias, Holly, gracias! Nada hay en el papel que te pueda hacer variar. Júrame por Dios, que serás un padre para el niño, y que cumplirás fielmente mis encargos.
—¡Lo juro!.. —contesté solemnemente.