Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
Aplastó el segundo cigarrillo y de nuevo apoyó la espalda en la pared. No sabía en qué dirección estaba París. El cielo estaba cubierto, y era imposible orientarse. Desde que estaba allí fuera, había aterrizado un avión y habían despegado otros dos desde la única pista que se podía utilizar en el aeródromo. Si el avión que había aterrizado era el mismo que debía regresar a París no lo sabía, pero no podía sino esperar. Quién sabe. A lo mejor no podría irse hoy y tendría que pasar otra noche en Berlín. Seguro que a Bishop no le haría gracia.
Quienes estaban al otro lado del cristal de la terminal se le antojaban maniquíes de un escaparate. El propio chófer que la había traído y que no se marcharía hasta que el avión despegase, las mujeres alemanas que quizá esperaban con ansiedad la llegada del avión antes de que quien hubiera firmado los pases que les permitían abandonar Berlín cambiasen de idea, los militares uniformados o los hombres de paisano. Catorce personas, dieciséis a lo sumo, contando a los que no podía ver. Caminó un poco frente al cristal, como si estuviera de compras y quisiera estar segura de lo que iba a llevarse antes de entrar en la tienda.
El chófer no dejaba de mirarla, temeroso de que estuviera a punto de empezar a correr por la pista. En la esquina tenía una visión más amplia de la sala de espera. Para distraerse, se propuso mirar uno por uno a esos hombres de paisano hasta identificar cuáles tenían el mismo oficio que Robert Bishop. No era difícil. Al cabo, se trataba de tipos que, de no hacerlo nunca, habían perdido la capacidad de expresar sus emociones si es que alguna vez las tuvieron. Contó uno, dos, tres, hasta cuatro hombres que podían encajar en el perfil que buscaba. Tipos del montón, que no destacasen demasiado ni llamasen la atención, hombres que procuraban no quedarse mirando fijamente a nadie para que no los recordasen, gente inteligente cuyo mayor afán era pasar desapercibidos y cualquiera que viera su rostro lo olvidase enseguida. Pero, aún no había terminado Anna el barrido visual del interior de la terminal, cuando sintió que las piernas le fallaban, como si estuviera a punto de desmayarse porque de pronto se había quedado sin fuerzas. No había reparado hasta ahora en el hombre que estaba sentado en un rincón de la sala, las manos metidas en los bolsillos de un abrigo que parecía estar hecho para alguien que vistiera tres tallas más grandes. De repente era como si todavía estuviera medio dormida esperando a que se hiciera de día para que el chófer viniese a buscarla al aeropuerto. Como estar soñando. Y Bishop no podía haberla engañado de esa manera, haberle gastado esa broma como despedida. Algo había ocurrido, y más tarde se preguntaría por qué, pero ahora no podía apartar los ojos de ese tipo tan flaco, con el pelo encanecido prematuramente, que estaba sentado en un rincón de la sala. Lo habían soltado antes de tiempo. Mucho antes. Y era como para dar saltos de alegría, pero se abstuvo de hacer ningún aspaviento porque no quería llamar la atención, o que el soldado que la observaba se diera cuenta de que sucedía algo. Entraría y se sentaría junto a él, como si no lo conociera. Volvía a ser un hombre libre, y aunque aquella era la mejor noticia que le podían dar, la que más deseaba, antes de entrar en la terminal Anna no dejaba de preguntarse por qué había sucedido tan pronto cuando Robert Bishop le había asegurado que era imposible, que todavía pasarían algunas semanas, tal vez más de un mes, hasta que se celebrase un juicio. Que quizá ella tendría que volver a Berlín para declarar. Y, menos de veinticuatro horas después, Rubén estaba en la calle, esperando en la terminal, ojalá que para subir al mismo avión que los llevaría a los dos de vuelta a París.
La cuestión era por qué. Frunció el ceño Anna, incapaz de relajarse hasta que no lograse encajar todas las piezas del rompecabezas. Robert Bishop, Franz Müller, Rubén, ella misma, Berlín.
No había una frontera clara entre los sectores en que estaba divida la ciudad, pero antes de bajar del coche en la zona soviética, Franz Müller pensó que cuando pusiera los pies en el suelo estaría pisando otro país. A pocas manzanas de allí estaba el mismo barrio donde se había criado en Berlín, donde había jugado con su amigo Dieter Block, pero era como si ya nada de aquello le perteneciera.
Antes de que el coche parase, se frotó los ojos para aliviar el escozor de la falta de sueño. Había sido una noche muy larga para él y para el agente norteamericano que ocupaba el otro lado del asiento trasero del Mercedes confiscado a algún alto funcionario del Reich. Bishop llevaba la carpeta con los documentos en el regazo, un tesoro del que, según le había contado, llevaba detrás más de un año. Franz Müller no había visto jamás en su vida a Robert Bishop ni había escuchado hablar de él hasta que Anna fue a buscarlo al destartalado piso de la Invalidenstrasse, pero, cuando el agente norteamericano le abrió la puerta de su casa, primero lo miró como si fuera un fantasma, extrañado, incluso parecía que estaba a punto de pellizcarse para cerciorarse de que no estaba soñando, y luego parecía que lo conociese de toda la vida.
—Me han contado que está usted buscándome —le dijo, para que el otro estuviese seguro de que no le había abierto la puerta a un espectro.
—No puede usted imaginar desde cuándo —respondió el americano, todavía vestido de calle a pesar de la hora que era pero con la ropa arrugada, como si hubiera pasado una mala noche.
—También me han dicho que tiene algo que ofrecerme.
Bishop asintió y se quedó callado unos segundos porque enseguida pensó en Anna. Al final ir a buscarla a París para traerla a Berlín había servido para algo, incluso haberle pedido dos años antes que se hiciera amiga del hombre que ahora había llamado a su puerta había acabado arrojando un resultado inesperado, como una carambola extraña que nadie en el París ocupado hubiera podido prever. Se dio cuenta de que no lo había invitado a pasar todavía.
Casi tres años desde que leyó su informe por primera vez y nueve meses buscándolo, primero en la Alemania que todavía no se había rendido, luego en el Berlín que habían ocupado los rusos, y ahora que él había venido a verlo por propia voluntad no había tenido la educación de invitarlo a pasar.
Se hizo a un lado Bishop, y le indicó con un gesto que entrase. Antes de cerrar la puerta, se asomó al pasillo, por si alguien lo había visto llegar, pero estaba vacío. El ingeniero se había arriesgado para llegar hasta su piso saltándose el toque de queda y nadie debía de haberle dado el alto en la calle.
—Mi nombre es Franz Müller —le había dicho.
Bishop asintió, satisfecho. Había tomado demasiados vasos de bourbon, estaba mareado y sus reflejos no eran tan rápidos como le hubiera gustado, pero Franz Müller había venido a verlo. No era la forma en que habría imaginado que se encontraría con el alemán, pero las cosas en la vida casi nunca suceden como uno espera y había que adaptarse a las circunstancias. Aunque le hubiera gustado que la prueba vacía de su desaliño no estuviera presente en la mesa cuando le ofreció sentarse.
Por fortuna aquella no era una visita de cortesía.
—Anna Cavour me ha dicho que podía confiar en usted.
Bishop aún tardó un momento en sentarse. Se tomaba como un cumplido que Anna confiase en él. Tal vez, al final ella no lo odiaba tanto como le había dicho algunas veces. Puede que él no se hubiera portado tan mal después de todo.
—Usted tiene algo que me interesa y yo puedo ofrecerle salir de Berlín —dijo sentándose frente a Müller—. Es posible que, si los dos somos razonables, al final podamos entendernos.
Y no había sido una negociación larga. Todo lo contrario. Había sido mucho más sencilla de lo que Robert Bishop había imaginado. Ni siquiera había tenido que mencionar el nombre de una prestigiosa universidad norteamericana para que Franz Müller se hubiera visto a sí mismo sentado en un despacho, una cátedra tranquila, una vida apacible en la que estuvieran incluidos una casa con jardín y un Chevrolet en la puerta. Y quién sabe. Tal vez también una hermosa mujer americana en el futuro. Uno nunca puede estar seguro de conocer a alguien solo por haber leído muchos informes sobre él, o por los comentarios de las personas que lo han conocido. Cada persona guarda una sorpresa emboscada, un detalle que se nos revela en el momento más insospechado, cuando más desprevenidos estamos o ya creíamos ingenuamente que no era posible encontrar nada que nos sorprendiera.
Algo así le había pasado a Robert Bishop con Franz Müller. Tanto tiempo tras sus pasos y ahora lo tenía al lado, sentado en el mismo asiento trasero del coche que él mismo, mirando distraídamente la calle que marcaba la línea que separaba el sector soviético del norteamericano en Berlín, preguntándose tal vez si había llegado ya el momento de bajar del coche y cumplir su parte del trato.
Bishop ya había cumplido la suya. No había resultado fácil, pero al final lo había conseguido. Había tenido que despertar a Marlowe de madrugada para contárselo, y luego se había reunido con él en su despacho para perfilar los detalles. Su jefe tuvo que hacer un par de llamadas, pero al final todo se había resuelto y cada uno ganaba algo. Bishop tenía los planos, Marlowe estaba satisfecho, y a esa hora Rubén Castro debería de ir camino del aeródromo de Tempelhof porque era lo que Franz Müller había pedido.
No estaba seguro Robert Bishop de si al final Franz Müller se habría salido con la suya si no hubiera sacado de la manga aquella última carta. Tal vez sí, pero tenía la certeza de que, si no lo hubiera hecho, él no habría podido convencer a Marlowe tan rápidamente. No bastaba con entregar los planos, con abrir su alma o vender sus secretos, y Franz Müller lo sabía. De todos los que habían participado en el negocio, había sido el ingeniero el que menos beneficio había obtenido, bien mirado, puede que ninguno, y por más vueltas que le daba Bishop no era capaz de entender la razón, probablemente un argumento íntimo que solo Franz Müller sabía pero que no quería contar a nadie.
No había llegado a conocer a ese hombre como le hubiera gustado, pero Robert Bishop le estrechó la mano antes de bajar del coche. Bien mirado, el ingeniero nunca había sido su enemigo. Les había tocado estar en bandos opuestos durante la guerra, pero Franz Müller ni siquiera había sido un soldado. Y estaba seguro de que más adelante volverían a coincidir, que con el tiempo tal vez desarrollarían esa clase de amistad que se da entre los hombres adultos, una confianza que muchas veces tenía más que ver con el respeto o con la admiración, o acaso con los intereses comunes, que con la camaradería adolescente con la que a mucha gente le gustaba tratarse a pesar de ya no ser jóvenes. Aún se quedó unos minutos sentado en el coche, observando cómo su figura se iba haciendo más pequeña hasta perderse caminando por la avenida Unter den Linden en dirección hacia Alexanderplatz.
Anna se sentó al lado de Rubén. Lo miró sin decir nada, como si al hacerlo él pudiera darle una respuesta a lo que estaba sucediendo, a la razón por la que al final lo habían soltado tan pronto, antes incluso de que el avión en el que ella tenía que volar despegase hacia París. Ella no podía ocultar la emoción. Le hubiera gustado abrazarlo allí mismo, en la sala de espera, pero, igual que a ella, también había un soldado custodiando a Rubén, como si temiese que echase a correr y se escondiese en Berlín de nuevo en lugar de subir al avión. Le cogió la mano, la apretó entre las suyas. Sin embargo Rubén sonrió desganado, bajó la cabeza y retiró sus manos del calor de las de Anna. Era como si no quisiera estar allí o como si la confusión que sentía le impidiese reaccionar de otra manera. Había estado dos días encerrado en una celda por haber matado a un sargento del ejército de los Estados Unidos y de pronto alguien había venido a liberarlo esa mañana y lo había llevado al aeródromo para devolverlo a París. No entendía nada, y estaba demasiado cansado como para sacar conclusiones.
No quería pensar Anna en las concesiones que Franz Müller había tenido que hacer a Bishop para conseguir que a Rubén lo soltasen esa mañana. Le gustaría agradecérselo, pero estaba segura de que jamás volvería a verlo.
Antes de salir para subir al avión, tuvo que contenerse para no cogerse de su brazo y subir los dos juntos la escalerilla. Pero se miraron los dos, como unos desconocidos, como si fuera en la pista del aeródromo la primera vez que se hubieran visto. Ojalá que fuera así, pensó Anna, que fuera esta la primera vez que se encontraban, que el pasado no hubiera sucedido, que tuvieran toda la vida por delante. Pero aunque Rubén caminaba a su lado, apenas la había saludado. Parecía aturdido todavía. Siente que él ya no querrá volver a estar con ella, le da miedo que ni siquiera aunque tenga toda la vida por delante, el hombre delgado que se dirige cansado hacia el avión vuelva a querer compartir su vida otra vez con ella, que nada de lo que había sucedido importase, que pudieran olvidarse de todo, de lo que ella había hecho, de lo que él había sufrido, ser capaces otra vez de bailar un vals sin música en el parque de Luxemburgo, sin importarles que la gente que los miraba los tomase por locos, como si ellos dos fuesen las únicas personas que existieran en el mundo.
Diez minutos después de salir del coche en el que lo había traído Bishop, Franz Müller se detuvo. En una esquina de Alexanderplatz aún quedaba un banco de madera lo bastante firme como para poder acomodarse sin correr el riesgo de que se hiciera pedazos. Se sentó, apoyó la espalda, respiró hondo y cerró los ojos. Hacía frío. Tal vez la nieve llegaría antes del invierno y la gente acabaría cortando los troncos de los árboles maltrechos de los parques para calentar las estufas. Pero él estaba acostumbrado a esa temperatura. Le gustaba. Y en Moscú, o a donde se lo llevaran, haría mucho más. No había sido una decisión difícil: cambiar secretos militares por personas y aceptar la oferta de los rusos para colaborar en la sombra con los americanos. No es que la vida que le aguardaba en América hubiera sido más sencilla que la que le esperaba a partir de ahora en la Unión Soviética. Estaba seguro de que los rusos también lo tratarían bien. Se habían vuelto todos locos, los rusos y los americanos, les habían entrado prisas por empezar una carrera que seguramente acabaría llevándolos de nuevo a una guerra. Él trabajaría en un despacho, con un equipo reducido de ingenieros, y algún día Bishop o alguien a sus órdenes se pondría en contacto con él, le pediría que le contara sus avances, le sugeriría que condujera a su equipo por el camino más largo o equivocado, aquel cuyo único destino es un callejón sin salida.