Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
—Pero el mundo cambia. Y va a cambiar mucho más a partir de ahora. Y esos aviones que el Führer detestaba dentro de muy poco serán el futuro. Más rápidos, más potentes, más manejables. Los aviones a reacción serán los que decidirán las guerras del mañana.
Anna se encogió de hombros.
—Como quieras. Pero yo no tengo tan claro eso de que Franz Müller pueda ayudaros. Y, aunque pudiera, estoy segura de que no lo haría de buen grado.
Bishop desdeñó su argumento con un giro rápido de cabeza. Luego señaló con la barbilla, detrás de ella, la ventana, o, mejor, lo que estaba al otro lado del cristal, el trozo de ciudad destruida que podía contemplarse.
—Franz Müller no está en situación de elegir, Anna. Ahora es un ingeniero aeronáutico especializado en aviones a reacción que se ha quedado sin trabajo. El futuro —enarcó las cejas Robert Bishop al decir esta palabra de nuevo—. No ha pertenecido a las SS; que sepamos hasta ahora, pero eso no le va a librar de tener que rendir cuentas o de pasarse una temporada con nosotros hasta que averigüemos en qué ha estado metido. Quién sabe. Lo más probable es que le hagamos una oferta de trabajo y se convierta en ciudadano estadounidense. Pero antes tenemos que encontrarlo.
—Y convencerlo de que colabore con vosotros.
—Colaborará, no te quepa duda.
Anna no quiso buscar a la frase otras interpretaciones más allá de lo que Bishop hubiera querido decir.
—Y, cuando tengas a Franz Müller, ¿me dejaréis en paz para siempre?
—Puedes estar segura de ello. Y te devolveremos a París con Rubén, eso te lo garantizo.
Anna tragó saliva al escuchar el nombre de Rubén. Se preguntó qué estaría haciendo ahora, dónde habría dormido, si dispondría del dinero suficiente para alimentarse siquiera.
—No sé dónde está Rubén. Y tampoco sé si querrá verme otra vez. Ten en cuenta que él tiene muchos motivos para odiarme, para no querer volver a estar conmigo.
—Si eso fuera cierto no creo que hubiera venido a Berlín a buscarte.
—Me gustaría que me ayudaras a encontrarlo.
Bishop se echó hacia atrás en el asiento. A Anna le dio la sensación de que el agente de la OSS al que habría querido matar hace un rato, hubiera sonreído en ese momento si supiera hacerlo. Le pareció que lo que dijo luego se lo dijo de verdad.
—Estaré encantado de poder ayudarte. Y también, si quieres, le explicaré a Rubén lo que hiciste por nosotros en París. Que si entablaste una relación con Franz Müller fue porque nosotros te forzamos a ello.
Anna bajó los ojos. Prefería no hablar de eso ahora. Aún no se había repuesto de su encuentro con Rubén, y todavía habría de encontrarse con Franz Müller.
—Anna, nunca hemos sido amigos, pero creo que siempre nos hemos respetado. Sé que muchas veces no resulta fácil controlar los sentimientos.
—Pues para ti eso no ha parecido ser nunca un problema.
Robert Bishop pasó por alto el comentario sarcástico.
—¿Qué hiciste anoche cuando saliste del café?
—Encontrarme a Rubén. Te lo acabo de contar. ¿Qué tiene eso que ver con el control de los sentimientos?
Bishop entornó los ojos. De nuevo se inclinó un poco sobre la mesa, como si la interrogara. Y Anna pensó que no había mucha diferencia.
—No te pases de lista conmigo. Una cosa es que te permita cierto margen de maniobra, y otra muy distinta que me tomes el pelo.
Anna frunció el ceño, como si no comprendiera.
—¿Por qué te fuiste del café antes de que yo llegara? Anna sabía adónde quería llegar, y ella no le iba a facilitar el billete para ese destino.
—Quería tomar el aire. Había mucho humo dentro. Y luego me encontré a Rubén en la calle y ya no quise volver. Verás, Robert. No es que quisiera cambiarte por él, sino que entenderás que teníamos muchas cosas que contarnos.
Bishop resopló, sin acabar de resignarse. Se había inclinado un poco más sobre la mesa, los ojos clavados en Anna.
—Me han contado que un sargento de nuestro ejército se sentó a tu mesa.
No iba desencaminado. Para nada.
—Te han informado bien. Pero no irás a pedirme que entable una relación con él por el bien del mundo libre, ¿verdad?
Robert Bishop seguía ignorando su sarcasmo.
—Y también me han dicho que salisteis juntos a la calle.
—Eso es una forma muy simple de verlo. Yo salí primero y el salió después.
—También me aseguran que os vieron atravesar la plaza.
Anna se encogió de hombros.
—Es posible, pero no íbamos juntos.
—Más te vale.
—¿Por qué?
—Porque lo han encontrado muerto.
Anna respiró y aguantó el aire dentro unos segundos.
Aquellas clases de relajación que había recibido en Inglaterra cinco años antes habían terminado sirviendo para algo.
—Vaya, lo siento —dijo.
—Al sargento Borgnine se lo han encontrado muerto esta mañana. Le habían aplastado la cabeza con la tapa de un contenedor de basura que estaba tirado en el suelo y lleno de sangre también.
—Parecía un hombre pendenciero. Pero ya te digo, lamento que lo hayan matado.
—Anna, ¿qué pasó ayer cuando saliste del club?
Ella se encogió de hombros y levantó las manos como si quisiera disculparse o de verdad ignorase lo que había sucedido.
—Lo que te he dicho. Salí a tomar el aire, me puse a caminar un poco y me encontré a Rubén.
—Ya… y, ¿dónde te lo encontraste?
—Bueno, ya sabes que no es fácil orientarse en Berlín, a oscuras y con la ciudad en ruinas. No sé qué decirte. No muy lejos de Die blaue Blumen.
—¿Y qué pasó con Borgnine?
—¿Con quién?
—El sargento que hemos encontrado muerto. ¿Aún iba contigo cuando te encontraste con Rubén?
Anna negó con la cabeza, con firmeza, para desdeñar esa posibilidad sin que hubiera ninguna duda.
—Al tal sargento Borgnine me lo quité de en medio enseguida.
Se quedó callada, pero la expresión de Bishop no dejaba lugar a dudas. Quería saberlo todo.
Anna improvisó.
—Le dije que trabajaba para la OSS, y que si no quería verse metido en ningún lío tendría que dejarme en paz. Le dije que era francesa, y no una de esas mujeres de Berlín a las que muchos americanos creen que pueden encandilar con una tableta de chocolate y una sonrisa.
Bishop seguía mirándola.
—También te mencioné a ti. Le dije que trabajaba en tu despacho. Que bastaba con que te dejara caer su nombre para que volviera a ser un soldado raso y le quitaran las medallas que lucía en la solapa. No me irás a decir que sospechas de mí —lo siguiente iba a ser más arriesgado, pero Anna ya no estaba dispuesta a echarse atrás—. O de Rubén…
Bishop parpadeó, y Anna no estuvo segura de si de verdad sospechaba de Rubén, que tenía razón sin saber la verdad. Era mejor seguir adelante.
—Me gustaría que vieras a Rubén. No debe de pesar más de cincuenta kilos. ¿Conocías al sargento Borgnine? Tendría al menos una cuarta más de estatura que tú, y parecía muy fuerte. Sí sospechas de Rubén es porque tienes mucha imaginación, Robert. Quizá deberías dejar el servicio secreto y dedicarte a la literatura.
—Tenemos que encontrar a Franz Müller, y tenemos que hacerlo cuanto antes.
Robert Bishop había cambiado de tema inopinadamente, pero Anna no estuvo segura de haberlo convencido. Al verlo ahí, sentado, mirándola, con esa incapacidad suya de sonreír o dejar entrever alguna clase de sentimientos, no podía dejar de preguntarse hasta qué punto lo había convencido la historia que le había contado, aún más, si, cuando se levantó para despedirla, se habría creído alguna de las patrañas con las que lo había estado entreteniendo. Ya estaban de pie cuando volvió a insistirle en lo de Franz Müller.
—Recuerda que estás en Berlín para eso, para ayudarnos a encontrar a Müller. Para convencerlo de que sea uno de los nuestros.
—Uno de los nuestros. —Anna copió en un murmullo las palabras de Bishop.
—Uno de los chicos buenos. Encuéntralo.
—Haré lo que pueda. Pero debes dejarme que lo intente yo sola.
—Eso no puede ser. No es seguro. No sabemos quién es ahora Franz Müller, y tampoco sabemos en lo que está metido. Han muerto tres ingenieros en los últimos dos meses, ya lo sabes.
—Si Franz Müller me ve con vosotros, será mucho más difícil que pueda hablar con él, peor todavía, a lo mejor lo único que conseguimos es espantarlo, y entonces ya no lo podréis encontrar jamás. No sé, si encontrarlo es tan importante como dices, estoy segura de que no te importará arriesgar la vida de una agente, perdón, ex agente, prescindible, como yo.
—El Werwolf no es ninguna broma.
—Ya lo sé. Tal vez fueron algunos de estos que se niegan a rendirse los que mataron al sargento.
—Lo estamos investigando. Es una posibilidad.
Anna no quiso ahondar más en el asunto para no darle la oportunidad de que sospechase más de ella o de Rubén, si es que acaso Bishop albergaba todavía alguna duda aunque no se lo había dicho.
—¿Cuánto tiempo necesitas? —le preguntó.
—¿Para qué?
—Para llevarnos hasta Franz Müller.
—Hay un sitio al que debería ir, ya te lo he dicho. Tal vez allí pueda encontrarlo. Pero debo ir sola. Es la única condición que te pido.
—Anna, tú tampoco estás en situación de pedir condiciones. No deberías olvidarlo.
Ahora sí le sostuvo ella la mirada. Le iba a decir lo que pensaba.
—Pero yo ya no tengo nada que perder. Tú tampoco deberías olvidar eso si quieres encontrar a Franz Müller y ofrecerle una casa con jardín, un coche y un puesto de profesor en una universidad de tu país.
Bishop se quedó mirándola, pero Anna no movió ni un músculo de la cara. Estuvieron así unos segundos, como si fuera una partida de póquer en la que los dos jugadores quisieran añadir más tensión a la timba retrasando el momento de enseñar sus cartas. Pero ella no iba de farol ahora, y esto Bishop lo sabía. En esa apuesta iba a ir a por todas. O lo tomaba o lo dejaba. Si la dejaba actuar por su cuenta y riesgo, a lo mejor encontraba a Franz Müller. Si no lo hacía, tal vez no lo encontraría nunca. Robert Bishop aún aguantó las cartas ocultas un instante, pero, antes de ponerlas en la mesa, Anna ya sabía la respuesta. Nunca había jugado al póquer, pero estaba claro lo importante que, por alguna razón que no alcanzaba a entender del todo por mucho que le explicaran, era Franz Müller para los norteamericanos y, a estas alturas de la partida, sobre todo porque era verdad lo que le había dicho, que a ella no le quedaba nada que perder, ya sabía que a Bishop no le quedaba más remedio que aceptar sus condiciones.
—De acuerdo —lo escuchó decir, y no quiso reprimir una especie de sonrisa apuntada en los labios, el gesto que seguramente a aquel hombre estirado al que jamás había llegado a conocer del todo nunca le habían enseñado—. Tienes hasta mañana por la tarde. Ve donde quieras, haz lo que quieras. Pero cuando vuelvas por aquí quiero que me traigas a Franz Müller. Si no lo haces —ahora Bishop la apuntaba con el índice, y Anna estuvo segura de que en ese momento tampoco iba de farol—, te devolveremos a París sin rehabilitar tu nombre y tendrás que vértelas con tus antiguos compañeros de la Resistencia. Estoy seguro de que estarán encantados de saber que has vuelto.
Anna se dio media vuelta sin decir nada más, y cerró la puerta del despacho, bajó las escaleras del edificio y salió a la avenida. Antes de cruzarla podía haberse vuelto hacia la ventana.
Estaba segura de que él la estaba mirando desde arriba, como si hubiera sido tan tonta —y Robert Bishop sabía que no lo era— como para que alguien a quien él estuviera interesado en encontrar la estuviera esperando tan cerca de las oficinas de la OSS en Berlín. Lo más probable era que hubiera una persona encargada de seguir sus pasos por la ciudad, un militar o un hombre de paisano. O quizás una mujer. Pero a ella también le habían enseñado cómo despistar a alguien que la seguía. No era de las cosas más difíciles que había aprendido, y también estaba convencida Anna de que Robert Bishop no era tan estúpido como para pensar que ella no se habría preocupado de no darle tantas facilidades para encontrar a Franz Müller.
Pero ahora era quien más le preocupaba. El tal sargento Borgnine había muerto. Y lo había matado Rubén. Para salvarla a ella. Y ahora que le había contado a Bishop que se había encontrado con él, estaba convencida de que su antiguo jefe no tardaría en atar cabos, que lo estaba haciendo ahora mismo, seguro que asomado a la ventana desde donde la miraba cruzar la calle y perderse entre los escombros de Berlín. Pronto alguien tendría una prueba de que Rubén había acabado con la vida de ese militar que había intentado forzarla. Había testigos que los habían visto salir a los dos del bar juntos. Y alguien habría visto a Rubén también. Y lo peor de todo sería que lo detuvieran y lo juzgaran por su culpa. A su Rubén, que bastante había sufrido ya. Si encontraba a Franz Müller, tal vez Bishop cumpliría su promesa de devolverla a París con Rubén. Aunque él no quisiera volver a estar con ella, Anna iba a hacer todo cuanto estuviese en su mano para sacarlo de allí, para poner tierra de por medio antes de que alguien lo encontrase y lo metiera en una celda hasta que lo juzgasen.
A Franz Müller le gustaría pensar que la vida se repite, pero en Berlín era diferente. Esta vez no había podido salvar a Anna, y era ahora cuando más quería convertirse en el héroe que nunca fue, cuando sus pecados se habían agrandado tanto que lo de París —llevar un carnet de las SS que no era suyo, hacer que estaba en la puerta del café como por casualidad— no era más que una mentirijilla comparado con todo lo que sucedió después.
En Berlín, después de que terminase la guerra, había vuelto a ser el músico aficionado que tocaba el violín en la calle para sacar algún dinero, ahora mucho más necesario que antes, cuando el único trabajo posible para un hombre como él era recoger escombros. Pero lo peor de su situación era su condición de ingeniero. Se había preguntado Franz Müller muchas veces qué habría sido de su vida si se hubiera quedado en Austria, si hubiera encontrado la manera de evitar ser llamado a filas o si se hubiera escondido en algún lugar donde nadie lo hubiera podido encontrar en lugar de volver a Berlín para trabajar como ingeniero en la fábrica de aviones a reacción de Heinkel. Desde su último viaje a París, ya no había vuelto a ver a Anna, nunca más. Durante diez meses se habían encontrado cuatro veces, y aunque había apretado todas las teclas que pudo para que ella se marchase de París con la Wehrmacht que se retiraba, al final no supo nada más de ella, y no la había vuelto a ver hasta hoy, después de que su viejo amigo Dieter Block, que ahora no se llamaba así porque los SS eran detenidos y encarcelados, le informara de que la habían visto en Berlín acompañada de un agente norteamericano.