Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
Anna apretó aún más sus manos, pero no pudo dejar de sentir que Rubén tiraba de ellas, que quería apartarse ya, que tal vez se sentía incómodo después de haber tenido un momento de intimidad. Sentía que ahora la miraba como si fuera una desconocida, y se preguntó cuánto habrían cambiado a Rubén estos cinco años de cautiverio, si no podía ser ya sino alguien muy distinto a quien se llevó la Gestapo una tarde de domingo en París. Pero no por ello Anna se resignaba a no volver a verlo. Tenía que confiar en Bishop, y no solo porque no le quedase otro remedio que poner el futuro de Rubén en sus manos, sino porque sabía que el americano cumpliría lo que le había prometido. Pero, aunque soltasen a Rubén y lo devolvieran a París, intuía que lo más probable era que él no quisiera volver a verla, estar de nuevo con ella, como si estos cinco años no hubieran sucedido nunca. Al final había un precio que pagar, un tributo insoslayable cuando se toma una decisión, un peaje que nos cobran más tarde o más temprano.
—Adiós, Anna —le escuchó decir.
Las manos de Rubén ya habían soltado las suyas. El guardia estaba de pie, al otro lado del pasillo, con un aro metálico del que colgaba un juego de llaves. Ojalá fuera fácil quitárselas y abrir la celda de Rubén para que pudiera salir de allí. Pero nada de eso iba a ser posible. Se dio cuenta Anna de que, por mucho que le doliera, por mucho que hiciera, Rubén no querría marcharse con ella.
—Estaré en París, Rubén —le dijo, sin embargo—. Te estaré esperando.
Ya no podía confiar en Anna. La llegada de Rubén había alterado sus planes. A pesar de todas sus diferencias, antes de saber que Rubén Castro estaba vivo y que había venido a Berlín para encontrarse con ella, Robert Bishop estaba seguro de que Anna iba a cumplir la misión que le habían encomendado, en parte para salvar su futuro en Francia, aunque quizá era eso lo que menos le importaba, sino porque al encontrar a Franz Müller y convencerlo de que se entregase a los americanos también conseguiría salvarle la vida, librarlo de un futuro incierto y peligroso en Berlín bajo un nombre falso, o secuestrado por los rusos tal vez, que a lo mejor no serían tan amables o no lo tratarían con tanto miramiento como lo harían los norteamericanos. No era lo mismo una casa con jardín en Princeton, quizá en el mismo barrio donde vivía el profesor Einstein, que un apartamento pequeño y cochambroso de Moscú.
Pero la llegada de Rubén podía cambiarlo todo. Era un elemento nuevo en el mapa de operaciones que Bishop había trazado con precisión de relojero cuando Marlowe le había encargado que encontrase, y que además encontrase vivo, al último de los ingenieros de la lista. Seguro que ahora las prioridades de Anna habían cambiado. Después del primer momento de estupor y de alegría al saber que su prometido había sobrevivido al campo de concentración de Mauthausen, y también después de haber superado el momento de querer acabar con su vida porque pensaba que le había ocultado cuando había ido a buscarla a Francia que Rubén estaba vivo, la mujer habría empezado a sentirse culpable, por no haber luchado lo suficiente para haber sacado a su novio del campo de exterminio, por no haber esperado en su piso de París a que él regresara, por haberse acostado con un ingeniero alemán para robarle secretos de guerra, y, sobre todo, y era ese el centro de la cuestión, Bishop estaba seguro de ello, por haberse enamorado de Franz Müller y haber enterrado a Rubén antes de tiempo, como si al enamorarse de otro hombre no hubiera tenido sino prisa por enterrar a su prometido.
Y ahora, lo que más preocupaba eran los sentimientos de Anna, que lo único que iban a conseguir era desorientarla, descentrarla, estorbarle para terminar la misión que le había encomendado, la última de todas, la que tal vez sería la más importante cuando se estaban disponiendo las piezas en el tablero de una batalla que aún no había comenzado.
Y, de todos los hombres de ciencia que había tenido que captar para su país, el caso de Franz Müller era el más complicado. Casi todos los científicos con los que había tratado tenían una idea bastante clara de lo que querían, o bien entregarse a los rusos o abrir sus brazos a los americanos. Algunos pedían dinero, otros se conformaban con una casa con jardín y un coche, un puesto de trabajo, una vida tranquila en Estados Unidos. También los había, muchos, que solicitaban que desaparecieran los archivos donde alguien del futuro pudiese rebuscar en su pasado, como un mendigo en un cubo de basura, que se borrase para siempre su número de afiliación al NSDAP, nacer de nuevo, en definitiva. Incluso los tres que habían muerto ya habían presentado sus condiciones para poner sus conocimientos al servicio de los Estados Unidos, habían dado el primer paso para vender su alma y sus secretos. Pero Franz Müller era, con diferencia, el más escurridizo de todos, y, a pesar de que Bishop estaba seguro de que malvivía en Berlín bajo un nombre falso, aún no había ofrecido sus servicios ni sus conocimientos ni sus secretos a los estadounidenses, y hasta donde había podido averiguar, a los rusos tampoco. Y estaba claro que aún tardaría bastante en conseguir un trabajo como ingeniero en Alemania, y, si lo hacía como profesor, tendría que ser bajo una identidad falsa y con el riesgo de ser descubierto tanto por los rusos como por los americanos. Si no se entregaba a ninguno de los dos bandos que pronto serían enemigos, a Franz Müller no le quedaba otro remedio que malvivir bajo un nombre impostado en Berlín, y esta era la cuestión que no dejaba de intrigar a Bishop. No era lo más lógico dadas las circunstancias en las que estaba seguro que vivía Müller ahora, puede que en algún sótano helado, sin agua ni calefacción, pero no era imposible pensar que tal vez el último de los ingenieros a los que buscaba no tenía intención de vender sus secretos a nadie, sino que, simplemente, había decidido cambiar de vida, ser otra persona una vez que había acabado la guerra que había destrozado su país.
Se había llevado Robert Bishop el expediente de Franz Müller a su apartamento y lo estaba repasando. La fotografía, con el pelo castaño aplastado hacia atrás, sobre el cráneo, no arrojaba mucha luz sobre el ingeniero. Aunque se sabía todos sus datos biográficos de memoria, volvió a leerlos despacio. Nacido en Berlín en 1910, criado en una familia de clase media. Aficionado a la música, había dejado su puesto como profesor titular en el Instituto Kaiser Wilhelm en 1936, cuando era un joven y brillante licenciado en ingeniería aeronáutica con un futuro espléndido por disfrutar. Todo apuntaba a que no estaba muy de acuerdo con la manera en que estaban funcionando las cosas en su país desde la llegada de los nazis al poder tres años antes, y eso era un punto a su favor que lo convertía en un candidato idóneo a engrosar la lista de los científicos con nómina a cargo de los Estados Unidos de América, que había recibido a esos cerebros privilegiados con los brazos abiertos. Pero a partir de ese momento la biografía de Franz Müller se oscurecía, o, si acaso, era como uno de esos ríos cuya corriente de pronto desaparece bajo tierra para volver luego a aparecer con fuerza. No reaparece en el mundo de la ingeniería hasta casi siete años después, con un puesto como investigador en la fábrica de motores que la firma Heinkel tenía en Oranienburger, en Berlín. Con su talento podía haber solicitado un puesto en Mittelweke, en el equipo de Van Braun, pero en la fábrica de Dora trabajaban cientos de obreros en régimen de esclavitud, y no es imposible que Franz Müller hubiera desestimado trabajar allí porque prefería la soledad de un estudio, tratar solo con planos y con proyectos, pero sin tener que ver cada día a una reata de esclavos o a nadie que le recordase la realidad de Alemania que muchos de sus compatriotas y colegas se negaban a ver o admitir. Y esa era una de las razones por las que Marlowe tenía tanto interés en que no se le escapase un tipo así. Es entonces cuando se presenta en París y se encuentra con Anna. Una de esas casualidades felices que a veces suceden y que de pronto se convierten en un hilo del que tirar hasta desenrollar una madeja de la que no se sabe qué se va a encontrar al final.
Franz Müller es un tipo solitario al que solo se le conoce una afición casi enfermiza por la música —según el expediente parece que además de un ingeniero talentoso, también es un violinista notable—, pero Anna consigue hacer que se interese por ella inmediatamente. Viaja otras tres veces a París y le pide a ella que se marche de la ciudad con la Wehrmacht antes de que los alemanes abandonen Francia. Incluso ella pasa unos días en Berlín invitada por Müller a finales de 1943. ¿Cómo puede un ingeniero que trabaja en un proyecto secreto de fabricación de aviones a reacción, un científico que ni siquiera ha querido afiliarse al partido nazi ni pertenecer a las SS para medrar en su profesión moverse con relativa facilidad entre Berlín y París, y además conseguir que la Wehrmacht admita sacar de París a una mujer francesa? La respuesta está en un amigo de la infancia. El Obersturmbannführer Dieter Block. Seguramente él había movido los hilos también para que lo destinaran a ese puesto cómodo en la fábrica de Heinkel, formar parte de un equipo que trabajaba en el desarrollo de un avión a reacción, un arma que, paradójicamente, y tal vez por suerte para Franz Müller, que así no tendría problemas de conciencia, nunca terminó de interesar a Hitler.
Después de la guerra, la vida de Franz Müller entraba definitivamente en una bruma espesa, como la mayoría de los científicos que habían trabajado para el Reich y que no fueron localizados por los soldados de la operación Alsos, en la que el propio Bishop había participado pocos meses antes de que terminase la guerra, dos comandos especiales infiltrados en la Alemania que aún no había sido ocupada para capturar a los científicos que trabajaban para los nazis. Al final de la contienda a sus jefes les habían entrado las prisas. Desde hacía casi tres años se estaba gestando la fabricación de una bomba atómica, el arma más poderosa que el hombre había conocido jamás, y querían averiguar cuánto habían avanzado los alemanes en el desarrollo de su propia bomba antes de que la guerra terminase y los hombres de ciencia empezaran a esconderse como ratones o a ocultarse bajo nombres falsos. Capturaron a unos cuantos, pero Franz Müller era uno de los que ya no estaba allí cuando los soldados aliados llegaron a su estudio. Se había transformado el escurridizo ingeniero alemán aficionado a la música otra vez en la corriente de un río que prefiere ocultarse bajo tierra hasta encontrar el momento oportuno para salir a flote, a la vista de todos, o quizá, sospechaba Robert Bishop, quedarse ya para siempre escondido y que ya nadie lo pudiera encontrar. El caso es que, otra vez, su vida era una incógnita, igual que los años que pasó desde que se marchó de Berlín en el 36 hasta que regresó a Alemania siete años después.
A Anna le había contado en París que, durante esa época, había estado trabajando en algunas orquestas de Austria, pero que llegó un momento en el que se cansó de llevar una vida bohemia y se dijo que ya era hora de sentar la cabeza y volver a Alemania y retomar su carrera como ingeniero. Pero siete años es mucho tiempo, y aquella etapa oscura de la vida de Franz Müller nunca había dejado de intrigarle. No era nazi, ni simpatizaba con ellos tampoco a pesar de conservar su amistad de antaño con Dieter Block. Robert Bishop había pensado que, tal vez durante aquellos años en los que su vida se había convertido en un misterio, había estado una temporada en Moscú también, quién sabe, lo mismo se había afiliado en secreto al partido comunista, y por eso había querido marcharse de Alemania. Si así fuera, tal vez no habría mucho que hacer para intentar atraerlo a los Estados Unidos. Tal vez estuviera Franz Müller esperando el momento oportuno de pasarse al lado soviético, de negociar unas condiciones favorables, quizá para él y para alguien más. Pero eso no podía averiguarlo sin tener que dar muchas explicaciones o hacer demasiadas preguntas incómodas que despertarían la curiosidad de los rusos, cuando a lo mejor ni siquiera estaban al tanto de que Müller estaba vivo. Si sus temores tenían fundamento no había mucho que pudiera hacer por evitar que se fuera a Moscú, ni siquiera Anna podría convencerlo de ello. Pero lo mejor era no especular. Por mucho que quisiera encontrar a Franz Müller, y estaba seguro de que el asunto se resolvería pronto, no podía hacer otra cosa que esperar.
Lo primero que hizo cuando sintió unos nudillos llamar a su puerta fue mirar la botella de bourbon, la prueba incriminatoria que a veces, cuando la enfrentaba, parecía que le decía que era un borracho. No te quieras justificar con tus problemas de conciencia, Robert Bishop. Reconoce de una vez que ya hace mucho tiempo que no puedes pasar sin una botella y que ya no hay vuelta atrás, que jamás en tu vida podrás volver a conciliar un sueño aceptable sin haberte tragado al menos cuatro vasos. Luego se acordó de Anna, otra vez, siempre Anna, y pensó cómo se habría sentido ella en París cuando él se presentaba en su casa muy tarde y golpeaba con suavidad la puerta de su piso para que no se enterasen los vecinos, siempre el mismo toque al que ya la tenía acostumbrada, tres golpes muy seguidos, otros tres más espaciados, luego otros tres muy seguidos, como los tres primeros. Y muchas veces Robert Bishop había tenido que esforzarse en que no se le notase que esperaba que alguna noche ella le abriera la puerta, con la bata suelta, cogiera su mano y lo besara en la boca, con tanta pasión que pareciera que en realidad quería morder sus labios, que sus lenguas se mezclasen en un baile desquiciado, que ella le revolviera el pelo de la nuca y que lo llevase a la cama en la que él no había dejado de preguntarse cuánto tiempo hacía que no había dormido un hombre. Todavía no le había pedido que se acostase con Franz Müller si era necesario para sonsacarle algún secreto de guerra, y ya estaba celoso Robert Bishop, a quien no debían corresponderle esos celos porque jamás había sucedido nada entre Anna y él. Y porque, además, ella siempre le preguntaba por Rubén Castro cuando se encontraban, con la impaciencia de una niña que no puede esperar para abrir un regalo lo apremiaba para que le diera noticias de su prometido, si sabían el nombre del campo de prisioneros adonde se lo habían llevado, cuándo podría regresar, si estaba vivo, sobre todo eso, si estaba vivo.
No era suya aquella mujer, pero había empezado a desearla desde la primera vez que la vio a escondidas, cuando todavía no había hablado con ella y estaba planteándose reclutarla para su causa. La había visto acudir cada día a la puerta del hotel Meurice, fiel como un perro que espera junto a la tumba de su amo con la esperanza de que se levante pronto y que los dos puedan volver a casa juntos. Y cuando supo que tenía que pedirle que fuera tan amable como pudiera con un ingeniero alemán al que había conocido en París, a punto estuvo de decirle también que podía negarse si no quería, que no tenía por qué hacer una cosa así, pero, después de una lucha agotadora consigo mismo, acabó resolviendo que sus deseos o sus sentimientos no debían interponerse en su trabajo, que nunca habían interferido y que ahora no tendría por qué ser diferente. El agente de la OSS Robert Bishop siempre se había señalado por su frialdad y por su profesionalidad a la hora de encarar una misión.