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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (47 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—¿Por qué has venido ahora?

—Hay un agente norteamericano que quiere hablar contigo. Ofrecerte algo.

—¿Ofrecerme algo?

—Salir de la ciudad, trabajar para ellos. Un puesto en una universidad de Estados Unidos. Una buena vida, supongo.

—¿Una buena vida?

Dijo la frase con los ojos perdidos en algún punto de la mesa. A Anna le pareció que la había dicho para sí mismo, como si le hiciera gracia, como si ella no estuviese allí.

—Parece ser que los ingenieros como tú están muy cotizados ahora.

—Como Werner van Braun…

Anna no tenía tiempo de ponerse a discutir con Franz Müller sobre la doble moral del Gobierno de los Estados Unidos, que no había tenido reparos en poner en nómina a un nazi para aprovechar sus conocimientos. No era el único caso, y estaba segura de que en el futuro habría muchos más.

—Franz, hay muchas cosas que debo contarte.

—¿Como que ahora hayas venido a Berlín acompañada de un agente norteamericano? —se encogió de hombros, como si no le importase—. No me sorprende.

—Quiero que sepas que lo que pasó en París fue de verdad. Al principio no, pero luego todo lo que hice fue porque quería estar contigo.

Müller bajó los ojos y asentía un poco mientras la escuchaba hablar.

—¿Y ahora, qué vas a hacer? —dijo, por fin.

Estaba claro que lo más importante no era lo que había pasado, sino lo que sucedería a partir de ahora. ¿Qué iba a hacer ahora? La pregunta era sencilla, pero la respuesta era demasiado complicada para poder respondérsela a Müller mientras no dejaba de mirarla, era como una estatua sentada a la mesa, iluminado por la insuficiente luz de una vela, su antiguo amante de pronto le pareció más pequeño. Era como si hubiera encogido de repente. Apenas quedaba ya nada en él del orgulloso ingeniero que la había protegido en París y le había pedido que se fuera con él a Alemania. Mientras la miraba esperando que se sentase o que le dijera si había decidido volverse a Francia con el espectro que había regresado del mundo de las tinieblas, no era más que un niño desvalido, un perro al que su amo está a punto de abandonar, y que si pudiera hablar lo único que diría sería llévame contigo.

Anna se sentó a la mesa. Le cogió las manos.

—Franz —le dijo. Pero él sacudió la cabeza y bajó los ojos.

—No digas nada. Prefiero que ahora no digas nada.

—Acaba de llegar a Berlín desde París, igual que yo. He querido ayudarle, pero ha desaparecido de la misma forma tan rápida como se ha presentado.

Müller partió un mendrugo de pan negro y se detuvo un instante antes de comérselo. Parecía asustado, como quien se asoma a un abismo.

—¿Y cómo está? —le preguntó, al cabo.

Anna encogió los hombros, volvió a sacudir la cabeza.

—Han pasado cinco años. Tal vez no lo hubiera reconocido de habérmelo cruzado por la calle. Está delgado. Mucho más delgado. Debe de haber sido muy duro para él. Pero no ha querido contarme mucho.

Müller masticó despacio el trozo de pan. No habló hasta que se lo hubo tragado.

—Debe de haber sido duro, supongo. Anna le cogió la mano.

—Franz, no sé qué decirte. Ahora mismo no puedo pensar siquiera qué debo hacer. Estoy muy confundida.

Él asintió levemente, sin mirarla, los ojos clavados en la escasa comida, como si pudiera encontrar la respuesta en el fondo del plato.

—¿No sabes qué vas a hacer?

—Rubén se ha marchado igual que ha venido. Ni siquiera sé dónde está.

—Volverá a buscarte. No te quepa duda.

—Eso no puedo saberlo. Nadie puede.

—Volverá —hizo una pausa, y ahora sí la miró a los ojos—. Y entonces sí te marcharás con él.

Anna apretó aún más su mano.

—Franz…

El hombre la miró con afecto. No parecía enfadado ni resignado. Incluso en algún momento, Anna podría intuir que hasta se alegraba de que Rubén estuviera vivo. Eran demasiadas emociones para poder soportarlas a la vez.

Franz Müller le dio un largo trago al vaso de vino. En la radio sonaba una orquesta americana. La tarareó un poco. Sonrió.

—¿Sabes? Una de las mejores cosas que ha traído la derrota de Alemania ha sido que por fin se acabaron los discursos patéticos del Führer en la radio animando a la población de Berlín a resistir el avance de los rusos. El país derrotado, la ciudad en ruinas, y aún había fanáticos que creían que era posible la victoria. Desde que llegaron los norteamericanos en verano, es posible escuchar melodías agradables en la radio, la trompeta alegre de Louis Armstrong para distraer la noche mientras llega la hora de irse a dormir.

Había llovido mucho desde 1933, y lo único que les había quedado a los alemanes era un país derrotado y demasiadas ciudades llenas de escombros. Anna ya había dejado de pensar si el pueblo alemán se merecía lo que le estaba sucediendo ahora por no haber hecho cuanto estuvo en su mano por apartar a los nazis del poder, por rebelarse. Todo era demasiado confuso para ella, lo era incluso antes de que Bishop fuera a buscarla a París. Obligada por las circunstancias, había cambiado tantas veces de bando que ya no era capaz de distinguir con claridad la frontera casi siempre confusa que separaba lo que estaba bien de lo que estaba mal. Aunque dos años atrás se había acercado a Franz Müller en París, porque Robert Bishop se lo ordenó, Anna era consciente de que había venido a Berlín para encontrarse con él por voluntad propia. Antes había estado segura de que Rubén estaba muerto, y, además, de alguna manera, cuando estaba a punto de cruzar la frontera alemana con un ejército en retirada, sentía que necesitaba hacer aquel sacrificio como penitencia por haberse salvado, igual que Rubén, también había querido alistarse junto a sus camaradas españoles para trabajar en la fortificación de la frontera belga al principio de la guerra, porque se sentía culpable por haber abandonado España sin haber pasado por las penalidades por las que habían pasado sus compatriotas republicanos.

—Dile a tu amigo el americano que no me has visto. Que estoy muerto.

La respuesta no le sorprendió a Anna.

—Supongo que sabes que los rusos también te están buscando.

El otro sacudió la cabeza.

—Los rusos buscan a un ingeniero que murió durante un bombardeo. Franz Müller ya no existe. Muy poca gente sabe que estoy vivo.

Anna se levantó, pero él se quedó sentado a la mesa.

—Ten cuidado, Franz —le dijo—. Puede que si te encuentran no se anden con remilgos para obligarte a hacer lo que ellos quieran.

—Franz Müller está muerto, Anna. No hay nada que puedan hacerme.

Y ahora le sucedía como las primeras veces cuando se acostó con él y se daba cuenta de que poco a poco se iba olvidando de Rubén. Entonces, en su piso de la rue Lappe, después de hacer el amor, se sentía culpable por lo que había hecho y se cubría el cuerpo desnudo con el embozo de la sábana, y sentía como a un extraño al hombre que ahora ocupaba el otro lado de la cama, como si de repente y a pesar de la intimidad que habían compartido sintiese pudor de rozar su piel, un desconocido al que tenía que sonsacar algunos secretos y que, además, era amable y cariñoso con ella. Llegó un momento en que Anna no tuvo dudas de que Franz Müller la quería, como tampoco las tenía de que ella, a su modo, o de la única forma que era capaz, también lo quería a él, y aquello la asustaba.

Pero ahora volvía a tener miedo. Rubén había regresado del mundo de las tinieblas. Y eso lo cambiaba todo. De nuevo al otro lado de la cama. Rubén estaba vivo, y ya nada podía ser como antes. Se había perdido en la noche igual de rápidamente que había aparecido, pero Anna también sabía que lo volvería a ver. Y lo estaba deseando. Quería contarle todo lo que había pasado desde que la Gestapo vino a detenerlo aquella tarde. Quería que él le contase todo lo que había sucedido desde entonces. Dónde había estado, qué cosas había visto o le habían pasado, cómo había llegado a París y cómo había podido entrar en Berlín. El pasado volvía, como si ella tuviera cuentas pendientes y no tuviese otro remedio que resolverlas antes de seguir adelante. Demasiados fantasmas y demasiados recuerdos en muy pocos días. Hoy Franz Müller. Anoche Rubén. Dos semanas antes Robert Bishop. No era imposible que el americano no supiese que Rubén estaba vivo, que estaba en Berlín quizá. Aunque le hubiera dicho lo contrario. De repente empezó a sentir Anna que las mejillas le ardían. Acordarse de Robert Bishop y sentir ganas de matarlo iban siempre de la mano. Pensaba en Bishop, y siempre llegaba a la conclusión de que era el origen de todos sus problemas. Desde que se presentó aquella mañana en su piso de París para proponerle que trabajase para él hasta ahora. Si no hubiera ido a buscarla la primera vez, ahora quizá seguiría viviendo en París. Después de saber que Rubén estaba vivo, no le cabía duda de que él habría ido a buscarla y los dos habrían vuelto a encontrarse después de tantos sufrimientos. Si Robert Bishop no se hubiera cruzado en su vida, ella jamás habría seducido a Franz Müller en París ni tendría que estar ahora en Berlín, metida en otra trama cuyo alcance no podía siquiera vislumbrar, para expiar sus culpas de una vez, tratando de averiguar lo que de verdad sentía.

Se había marchado ya Anna del piso donde se había encontrado con un hombre que aseguraba estar muerto, pero, mientras caminaba en la oscuridad, sentía que escuchaba respirar pesadamente a Franz Müller en su habitación, como si estuviesen en París, y adivinaba que, igual que ella, aunque fingiese dormir, el sueño también se le había escapado esa noche. No había conseguido una sola palabra amable de Franz Müller. Tampoco la esperaba. En París, al final de la ocupación, empezó a pensar seriamente que había descubierto las verdaderas intenciones por las que se había acercado a él, pero que por alguna razón no le importaba, era como si le diera lo mismo que le quisiera sonsacar secretos de guerra, porque se había enamorado de ella. Ahora estaba segura.

La primera vez que se acostó con él, al abrazarse tan fuerte a su espalda cuando la penetraba para que no pudiera verle las lágrimas, se sintió tan sucia que luego tuvo que luchar contra las ganas de coger la pistola que tenía guardada detrás del armario para dispararse un tiro en la boca. Luego sucedió otras veces, pero no se sintió mejor al comprobar que Franz Müller también era un buen hombre que tal vez estaba en el bando equivocado. Y lo peor de todo fue sentir que se estaba enamorando de ese hombre, que después de la primera vez, y, si era sincera, incluso también la primera vez que se acostó con él, empezó a disfrutar como si estuviera con Rubén. Lo abrazaba y lo besaba y se dejaba acariciar y disfrutaba de él como si estuviera enamorada. La trataba Franz Müller con tanta amabilidad y con tanto mimo o delicadeza como si también estuviese enamorado de ella, y un día, cuando se levantó para ir a su trabajo en la academia, se dio cuenta de que lo echaba de menos, lo extrañaba mucho, y que deseaba que volviese de nuevo Franz Müller a París, menos porque Robert Bishop y sus jefes necesitaran saber de los avances de la fabricación de un nuevo tipo de aviones para la Luftwaffe, que porque ella quería estar con él, pasear agarrada de su brazo por las calles de París, como si no hubiera guerra, sentarse a cenar y contarle sus problemas, si pudiera, y que él también le contase los suyos.

Al llegar a su habitación, estaba tan cansada que se quedó dormida, sin desvestirse siquiera. Y no tuvo conciencia de cuánto tiempo había pasado hasta que se despertó de un sueño incómodo en el que también estaban Franz Müller y Rubén, y ella en medio de los dos. En el sueño intentaba caminar, pero tenía los pies enterrados, y cada vez que intentaba dar un paso se caía y tenía que poner las palmas de las manos en el suelo. Rubén y Franz Müller la miraban sin decir nada, sin intentar ayudarla siquiera. Anna les pedía ayuda, pero ellos no contestaban. Permanecían cada uno en su sitio. Luego escuchó un ruido extraño y un temblor bajo sus pies enterrados en la tierra, y el suelo empezaba a resquebrajarse como una hoja seca. Una grieta enorme que se abría desde lejos, despacio pero implacable, tragándose todo lo que encontraba a su paso. Anna volvió a mirar a Franz Müller y a Rubén, pero seguían sin querer ayudarla. Trató de mover los pies de nuevo, pero solo consiguió caer otra vez al suelo. Ya no pudo levantarse. La grieta se abrió paso entre las palmas de sus manos apoyadas en la tierra hasta que debajo de ella apareció un abismo oscuro, profundo. Aún permaneció unos segundos suspendida en el aire, antes de que se la tragase la tierra, y pensó que todavía en ese momento Rubén o Franz Müller podrían venir a socorrerla. Los llamó a los dos, pero ninguno vino, y lo único que sintió antes de caer fue una profunda soledad, una tristeza tan grande como no la había tenido jamás.

Cuando se despertó, ya había amanecido. Con los ojos todavía cerrados palpó el colchón buscando la grieta, y suspiró aliviada al darse cuenta de que ya había pasado el peligro. Estiró el brazo para tocar a Franz Müller, o a Rubén, no estuvo segura de a quién, pero al otro lado de la cama no había nadie y, medio dormida, Anna se preguntó si el sueño quizá aún no habría terminado.

Y cuando por la mañana Bishop le había anunciado que ya no podía estar más tiempo en Berlín, Anna se había negado a marcharse.

La miraba el agente de la OSS y se daba cuenta de que jamás llegaría a conocerla. Cuando más furiosa tendría que parecer era cuando más tranquilidad aparentaba. El chófer de Bishop había ido a buscarla muy temprano al edificio confiscado donde se alojaba mientras estaba en Berlín. Por la tarde, la policía de Berlín los había informado de que habían detenido a un sospechoso de la muerte del sargento Borgnine. Rubén ahora estaba encerrado en una cárcel militar esperando ser juzgado. De todo lo que había planeado, si había algo que no tenía previsto era esto. La reacción de Anna era imprevisible. Ahora, cuando la tenía delante, lo único que ella mostraba, o acaso se había acostumbrado a esconder sus verdaderos sentimientos, igual que él, era una resignación triste.

—Tienes que sacarlo de allí.

—Me encantaría, aunque no lo creas. Me gustaría sacarlo y terminar con todo esto de una vez, pero Rubén ha matado a un sargento del ejército de los Estados Unidos.

—Ya te he dicho que intentó violarme. Rubén apareció para ayudarme, se enzarzaron en una pelea, y si acabó con la vida del sargento fue en defensa propia. Te lo juro.

—Eso lo tendrá que decidir un tribunal.

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