El violinista de Mauthausen (23 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Es tarde, más tarde de las doce cuando llega a su casa. Se da la vuelta en el colchón, incómoda, incapaz de dejarse llevar por un sueño que esta noche le resulta esquivo. Demasiadas emociones, demasiada tensión como para no dar vueltas en la cama hasta las tantas, sin poder conciliar el sueño. Es por eso por lo que cuando escucha unos nudillos llamar a la puerta no está segura de si lo ha soñado o si está despierta. Se incorpora en la cama. Silencio. Aguanta la respiración para no hacer ningún ruido y poder escuchar mejor. Un momento después vuelve a escuchar los nudillos en la puerta. Le gustaría haberse equivocado, pero ahora no tiene dudas. Alguien está llamando. Tal vez estaba dormida antes y no se ha dado cuenta de que un coche ha frenado en la calle y unas botas o unos zapatos han pisado la acera y han entrado en el bloque donde vive. A lo mejor los de la Gestapo han venido a detenerla por fin y no los ha escuchado llegar. Se levanta despacio y se dirige a la puerta de puntillas, como si así pudiera evitar que se enteren de que está en casa, o que echasen la puerta abajo de una patada sin importarle que ella estuviera dentro. ¿Acaso esos policías nazis siniestros vestidos de negro tenían que rendirle cuentas a ella o a alguien? Anna suelta el aire detrás de la puerta. Tal vez ha aguantado la respiración desde que estaba en la cama, piensa, como si eso fuera posible. Vuelve a escuchar los nudillos que tocan suavemente, como si acariciaran la puerta. No, los de la Gestapo no llamarían de esa forma. Darían un grito o mostrarían su autoridad sin reparos. Ningún vecino iba a subir para protestar. No. La Gestapo no puede ser. Recuerda que antes alguien llamaba a su puerta de la misma forma, con idéntica delicadeza. Pero hacía más de un año que eso no sucedía, desde que los japoneses atacaron Pearl Harbor y Roosevelt había declarado la guerra tanto al Imperio del Sol Naciente como a los alemanes y a los italianos y él tuvo que marcharse de París. No esperaba volver a verlo. Hace mucho que recibe las órdenes a través de un enlace de la Resistencia.

No es lo más prudente abrir a esas horas de la noche sin preguntar quién es, pero tampoco es lo más inteligente preguntar en voz alta el nombre de la persona que ella espera que esté al otro lado. Ya ha quitado la cadena y ha tirado de la hoja cuando murmura su nombre. Bishop, susurra, antes de ver en la oscuridad el rostro del hombre que aún no se ha quitado el sombrero y la mira desde el umbral. No hay luz en el descansillo y su casa también está a oscuras, pero ella no necesita ver su cara, el gesto serio, sin mover ni un músculo, para saber que es él, Robert Bishop, el hombre que nunca sonríe, como si trajese un defecto de fábrica imposible de reparar. Se cuela dentro como un fantasma, sin decir nada hasta que ella ha cerrado la puerta y ha echado la cadena.

—Cuánto tiempo. —Anna sigue hablando en susurros. Se han sentado los dos en el salón, igual que la primera vez que vino a visitarla—. ¿Desde cuándo estás en París? ¿Cómo has podido llegar hasta aquí?

Enseguida se da cuenta de que la primera pregunta es posible que Bishop no la responda, y que la respuesta de la segunda es tan obvia que ni siquiera hace falta haberla formulado. Si ella tiene tres pasaportes falsos escondidos detrás del panel contrachapado del armario, seguro que Bishop puede entrar y salir de Francia con toda una suerte de identidades diferentes.

Pero Anna ha acertado de lleno en su adivinación.

—Desde hace pocos días —responde Bishop, y pasa por alto la segunda pregunta.

Tal vez, piensa, es demasiado obvio y ni siquiera merece la pena que se lo explique. Hay muchas maneras de que un agente extranjero pueda llegar a París. Anna conoce unas cuantas, pero es verdad, cuanto menos sepa mejor para ella, para Bishop, para todos.

—Te dije que volvería.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Estamos pasando una época muy complicada.

Bishop se ha quitado el sombrero y mira por la ventana, parece que distraídamente, pero Anna sabe que no es así, que siempre está alerta, incluso cuando duerme se le antoja que lo hace con un ojo abierto.

—Ha sido un día difícil.

—Ha sido un día difícil para todos.

Bishop sigue mirando por la ventana, pensativo.

—Estuve a punto de no llegar.

Bishop se vuelve hacia ella, como si de repente le interesara lo que le estaba contando.

—¿Qué ha ocurrido?

—No tiene mucha importancia, solo que por poco no llego a tiempo al encuentro.

—Cualquier detalle puede ser importante, por nimio que pueda parecer —responde Bishop, como un profesor que le recuerda a un antiguo alumno una lección que no debería olvidar.

—Me quedé en el café, a la salida del trabajo, para hacer tiempo. Había un oficial de la Wehrmacht, un teniente, borracho, en la barra del café. Se fijó en mí.

Bishop frunce el ceño.

—Solo quería ligar conmigo —se apresura Anna a aclarar.

—¿Estás segura?

—Completamente. Estaba bebido. Se empeñó en acompañarme hasta mi casa. Caminó conmigo durante un buen trecho por la calle hasta que pude quitármelo de encima.

—¿Tuviste que montar algún escándalo?

—A punto estuve. No me quedaba otra alternativa.

—¿Y qué pasó entonces?

—Cuando estaba al borde de hacer lo que no quería pero no me quedaba más remedio intervino alguien.

—¿Alguien?

—Un alemán. Dijo que era un SS, pero iba de paisano. Recriminó su actitud al oficial, que se llevó una buena reprimenda. No me extrañaría incluso que ahora estuviera pasando la noche en un calabozo.

Bishop ha fruncido el ceño otra vez. O es que tal vez no ha dejado de hacerlo desde que se ha sentado en el pequeño salón de Anna.

—¿Te dijo su nombre?

Ella asiente. No ha pensado que pueda ser tan importante lo que le ha sucedido esa tarde. Se lo ha contado a Bishop casi por casualidad.

—Su nombre. Me lo dijo, sí. Al despedirse. Müller. Franz Müller.

El americano se queda mirándola un instante, sin responder. Luego vuelve a asomarse por la ventana, como si escrutase la calle en busca de algún coche que se detenga en la esquina y del que bajen de pronto unos agentes de la Gestapo para subir al piso de Anna y detenerlos.

—Franz Müller —le repite Anna al volverse—. ¿Lo conoces? ¿Sabes quién es?

Y enseguida, nada más formular las preguntas, antes de terminarlas incluso, piensa, igual que ha pensado unos minutos antes, que no debería haberlo hecho. La respuesta es tan obvia que no es necesario.

Franz Müller, repite Bishop, aunque Anna tiene la sensación de que no le habla a ella, sino al vacío, los ojos perdidos en algún punto indefinido de la pared iluminada por la escasa luz que llega desde la calle. No está sonriendo, desde luego que no. Anna ya ha perdido la esperanza de verlo sonreír alguna vez, pero no le cabe duda de que, por alguna razón que él no le va a contar ni ella le va a preguntar, Robert Bishop se siente profundamente satisfecho.

Rubén

Más que los culatazos de las ametralladoras de los SS son los propios compañeros, que tiran de él para salvarle la vida, los que consiguen apartarlo. Pero no es aquí donde va a terminar la perversión macabra, el juego cruel del que tanto parecen estar disfrutando los SS, los Kapo, e incluso los propios presos que aún sostienen la boca de la manguera a dos palmos del vagón. Un compañero ha cogido el cubo de las inmundicias del rincón y les ha gritado a los SS que esperen. Las dos ametralladoras le apuntan al pecho, y lo primero que piensa Rubén es que ese preso es un hombre muerto. Piensa que ni siquiera va a tener tiempo de echar el cubo de la mierda a la cara de los soldados antes de que lo acribillen, pero se extraña al verle levantar la mano en son de paz y luego coger el cubo y vaciárselo encima de los pies, salpicando de porquería a cuantos compañeros que están a su alrededor. Pero nadie protesta, ninguno es capaz de decir nada, y Rubén no puede estar seguro de si la razón es porque como él no entienden lo que está pasando o si por el contrario saben lo que va a hacer y lo aprueban, además. Por favor, les dice, en español, acercando muy despacio el cubo a la boca de la manguera de la que todavía brota un débil caño de agua. Por favor, y la sonrisa del Kapo sigue ahí, inmutable, como si nunca en su vida hubiera disfrutado tanto o como si el gesto del preso español que está pidiendo que le dejen llenar el cubo de los excrementos lo divirtiese de una manera retorcida. Los SS bajan las ametralladoras y también sueltan una carcajada.


Ja wohlt
—dice uno, y le hace un gesto al español para que pueda coger agua. Dentro del vagón se han quedado todos callados. Al preso lo han dejado bajar para que pueda llenar el bidón con comodidad. Pasan dos o tres minutos hasta que la manguera recupera de nuevo esa forma de serpiente flácida, pero el preso espera hasta que haya salido la última gota, y entonces es cuando los SS le ordenan que suba al tren de nuevo.

Rubén no cree que el cubo se haya llenado ni hasta la mitad, y no quiere pensar en lo que hay dentro, una mezcla repugnante de agua sucia y excrementos y orines. Pero su compañero lo agarra como si fuera un tesoro, lo sujeta como si lo abrazara cuando se dirige de nuevo al rincón, y antes de que pueda ocupar su sitio, el Kapo ordena a uno de los presos con traje de rayas que cierre la puerta del vagón, y en un instante todo se vuelve negro otra vez, y hasta que sus ojos vuelvan a acostumbrarse a la penumbra de nuevo, sabe que lo único que va a poder ver es oscuridad, formas confusas quizá de sus compañeros, gente desesperada que a lo mejor, igual que él mismo, lo que preferiría es que las tinieblas continuasen hasta el final del viaje, que no pudieran ver nada hasta que el tren llegase a su destino. Pero comparado con el espacio del que disponían antes de llegar a esa estación y el vagón se vaciase de cadáveres, el sitio del que ahora disponen Rubén y sus compañeros les permite sentarse con relativa comodidad.

Rubén sabe que no va a ser capaz de conciliar ni un mal sueño a pesar de que se ha olvidado ya de cuántas horas lleva sin dormir, pero cierra los ojos y se deja resbalar en las tablas mojadas del vagón hasta sentarse. Se abraza a las piernas, hunde la cabeza entre las rodillas y se cubre con las manos la nuca y aprieta los párpados, y se dice que por muchas cosas que le pasen, por mucho sufrimiento que tenga que padecer, por más dificultades que encuentre en el infierno que le espera —ya no duda de las palabras del Kapo de Sandbostel que se abstuvo de traducir a sus compañeros— él no se va a convertir en un animal. Se lo promete a sí mismo, se lo promete a Anna, a su madre, a sus hermanas, incluso a su padre, que aunque está seguro de que sufriría mucho si pudiera verlo, no podría evitar pensar, decirle incluso que, de alguna manera, lo que le había pasado era porque él se lo había buscado, por destacarse entre los demás cuando lo mejor era pasar desapercibido, por señalarse políticamente cuando lo más sensato era todo lo contrario, por abrir la maldita boca cuando todo el mundo optaba por callarse, por querer hacerse el valiente cuando a él no le correspondía ser un héroe y además carecía de las hechuras y condiciones para ello. Le gustaría estar con su padre ahora, sentir la mano sobre su hombro que lo consuela, escuchar algún consejo de sus labios, por muy rancio que fuese, aunque no estuviera ni fuera a estar nunca de acuerdo con él. Y no es en el sueño en lo que se ha instalado al cabo de un rato, no sabe cuánto tiempo ha pasado en la misma postura, como si estuviese petrificado, si acaso una falsa duermevela de la que se despierta encogido, tiritando porque la ropa mojada, y la pared del vagón y el suelo también mojados y la falta de luz no van a ayudar a que pueda secarse. Tiene frío, mucho, tal vez más del que ha tenido nunca, ni siquiera en los tres últimos inviernos de su vida que ha pasado en París. Y es raro, muy raro, una sensación muy extraña es la que tiene, tanto frío y tanta sed al mismo tiempo. Se acuerda del cubo de las inmundicias y le sobreviene una arcada que enseguida se transforma en un regusto ácido de bilis en la boca. Se muerde la manga de la chaqueta, y la tela húmeda apenas consigue aliviar la sensación de sequedad, los labios agrietados, el picor de la garganta o la lengua, que siente tan gorda que está seguro de que ni siquiera sería capaz de hablar.

Levanta la cabeza y, aunque está oscuro, puede distinguir las formas de sus compañeros, el contorno confuso de sus cuerpos, incluso la cara de algunos de los que están más cerca de la puerta por la que consiguen colarse algunos rayos de luz, muy poca luz ya, porque no debe faltar mucho para que anochezca.

Ya nadie protesta en el tren. Ahora es todo silencio, como si los compañeros prefiriesen guardar sus energías para más adelante, por lo que pueda pasar, o quizá lo que hacen es, como él, rumiar su destino en silencio, masticar para sí mismos la suerte tan mala que les espera. Nadie la ha tomado con él o le ha recriminado lo que a lo mejor sospechan que no les dijo en Sandbostel. Tal vez es que eso ya ni siquiera importa. Sandbostel queda ya muy lejos en el tiempo, una vida que ahora le parece una ficción, tres semanas en las que han hecho poco más que holgazanear, como si fueran ganado a los que han tratado con mimo para engordarlos antes de meterlos a todos en un tren y llevarlos a su destino, el averno que todavía ni conocen ni son capaces de imaginar.

Rubén vuelve a encajar la cabeza entre las rodillas y a cerrar los ojos. Si se queda dormido, piensa que durante un tiempo podrá soslayar la sed, y el frío, que va aumentando sin que pueda hacer nada a medida que pasan las horas y se va la luz y se dé cuenta de que su ropa mojada ya no se va a secar. Tal vez el final del viaje sea quedarse dormido y no despertar más. Y durante los próximos meses, lo que más deseará es que hubiera sido así, haberse quedado dormido y no haber despertado. Pero abre los ojos antes de que sea de día, mucho antes, tal vez no se haya rendido al sueño más que un rato, apenas unos minutos. No puede saberlo, porque durante el viaje ha perdido la noción del tiempo. Los minutos se estiran, parecen eternos, y la única referencia es el lento discurrir del convoy sobre las vías, el choque continuo y sistemático de las ruedas del tren con las juntas de dilatación de los raíles, un metrónomo perfecto que marca la duración del viaje.

Lo primero que se pregunta al abrir los ojos es si ya ha llegado a su destino o si, por el contrario, se ha quedado dormido para siempre y ahora lo que ve es lo mismo que veían los muertos en los cuentos de terror de la biblioteca de su padre cuando era un niño, los libros que lo envenenaron con el vicio de la lectura. A lo mejor, por fin, ya es un alma en pena, un ectoplasma desorientado que aún no sabe desenvolverse en su nuevo estado, un fantasma errabundo y perdido en un tren con otros presos que no tardarán en acompañarlo. Pero escucha voces Rubén, y está tiritando y no puede contener un acceso de tos, y el hambre, y la sed, la sed que es insoportable, más que el frío y el hambre y el sueño. Y los fantasmas no tienen ni hambre ni frío ni sed ni sueño. Sigue vivo, pero no le da tiempo a pensar si prefiere estar muerto. Lo que está escuchando son voces de sus compañeros. Están discutiendo. Levanta la cabeza y suspira. Hasta ahora, todas las disputas se han solucionado en muy poco tiempo, en cuestión de minutos, a puñetazos, y luego el viaje ha continuado en silencio, como si no hubiera pasado nada, como el lento discurrir del convoy sobre los raíles. Pero ahora es distinto, o eso le parece a Rubén. Ahora se pelean por el cubo.

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