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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (51 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Pensaba en eso mirando la botella, y la primera vez que sonaron los nudillos en su puerta pensó que estaba soñando o en ese estado tan placentero en el que se instalaba después de haber consumido la dosis nocturna de alcohol, ese momento en el que aún no estaba dormido pero tampoco despierto del todo, cuando volvió a escuchar los golpes en la puerta, y otra vez se preguntó cómo se habría sentido Anna cuando él iba a buscarla a su piso de madrugada para darle instrucciones o para recibir información sobre sus averiguaciones, o acaso alguna vez solo con el pretexto inconfesable de verla de nuevo.

Robert Bishop se incorporó en el sofá y se quedó sentado unos segundos, aturdido, esperando que el cerebro que le bailaba en alcohol recuperase el lugar que le correspondía dentro del cráneo. Le dolía la cabeza y, antes de escuchar los nudillos otra vez y levantarse, pensó que estaba soñando, que en lugar de en el Berlín rendido se encontraba en el París ocupado por los nazis. Frunció el ceño y se le apuntó en los labios una mueca de disgusto cuando volvió a escuchar los golpes en la puerta de nuevo sin esa cadencia que había esperado. No pudo evitar sentirse un imbécil, porque medio dormido había llegado a pensar que tal vez podría ser Anna la que llamaba a su puerta, que venía para hablar con él, que no podía esperar hasta mañana para hacerlo, y en la duermevela le daba igual que viniera a decirle que había hablado con Franz Müller y lo había convencido de que se fuera a los Estados Unidos, que llamaba a su puerta para confesarle que hacía mucho tiempo que estaba enamorada de él, que lo odiaba por haberla obligado a acostarse con Franz Müller cuando sabía que él estaba loco por ella. Que lo besaría en los labios como si quisiera morderle cuando abriese la puerta, que le revolvería el pelo de la nuca, que sus lenguas se mezclarían mientras se quitaban la ropa.

La puerta no tiene mirilla, pero Robert Bishop se encuentra tan aturdido que piensa que aunque la hubiera tenido no habría sido capaz de encajar el ojo en el pequeño orificio para ver quién llamaba. Pero, antes de abrir, nota algo pesado, familiar, metálico, en su mano, que lo hace sentirse seguro, que lo tranquiliza porque sabe que si se trata de alguien que quiere hacerle daño podrá defenderse, encajarle un tiro en la cara quizá a pesar de que le tiemble el pulso o de que no sea capaz de ver más que sombras borrosas al otro lado del umbral. Cuando abre la puerta piensa que debe de seguir soñando, peor aún, que se trata de una pesadilla, porque las facciones de esa cara las ha visto tantas veces que siente que ya nunca podrá olvidarla, que lo acompañarán durante el sueño o la vigilia todos los días de su vida.

Franz

Hacía frío en la pista del aeródromo de Tempelhof. El techo de chapa era un resguardo demasiado precario para el final del otoño. Aún no había nevado en Berlín, pero los copos de nieve que blanquearían los árboles que habían sobrevivido a la guerra aparecerían muy pronto, y tal vez podrían maquillar la triste postal de la ciudad destrozada.

El mismo chófer y el mismo Jeep que la habían llevado a la cárcel el día antes la habían traído hasta el aeropuerto.

Anna se había pasado toda la noche en vela esperando un milagro. Que Rubén llamase a su puerta esa noche, que la abrazara, la besara y le contara que lo habían liberado, daba igual cómo pero que todo hubiera sido posible. Pero los milagros no existen, o al menos nunca suceden cuando una los espera. Eso era algo que ella siempre había sospechado, pero que había aprendido de verdad durante los últimos años.

Cuántas veces había sentido en París lo mismo que ahora, sentada en una butaca, junto a la ventana, mirando los hombres que pasaban por la calle por si alguno de ellos era Rubén que regresaba de donde quiera que se lo hubiera llevado la Gestapo, atenta al motor de los coches que se detenían en la calle, cruzando los dedos cuando escuchaba una puerta abrirse, entreteniéndose en un juego infantil que le daba esperanzas a pesar de ser una mujer adulta. Si soy capaz de contar cuántos pasos da este hombre que ahora mismo cruza la calle, el próximo coche que pase será un taxi que traerá a Rubén desde la estación. Si soy capaz de aguantar la respiración hasta que el coche que ahora mismo circula por la rue Lappe doble la esquina, el próximo hombre que vea pasar será Rubén. Lo pensaba y veía a Rubén quieto en la acera antes de cruzar el umbral, mirando la ventana, seguro de que ella lo estaba esperando. Muchas veces se había pasado así tardes enteras esperando que llegase Rubén. Tantas veces lo había hecho que había temido incluso perder la razón o la cordura.

Y esa noche en Berlín había sido lo mismo. Atenta a cualquier ruido, a cualquier coche que pasase por la calle, a los pasos imposibles de alguien que camina por la ciudad a pesar del toque de queda implacable. Imaginaba que el juez había sido benévolo, que se había ablandado al saber que Rubén había pasado los últimos cinco años de su vida encerrado en un campo de exterminio, que había matado a un sargento pendenciero del ejército de los Estados Unidos para salvarla a ella, que era un buen hombre que había sufrido mucho y que no era justo que lo hicieran pasar por eso.

No había logrado quedarse dormida, ni siquiera cuando se rindió a la evidencia de que Rubén no aparecería, y acabó claudicando ante la lógica de lo que pensaba por la mañana, cuando esperaba el coche que la llevaría al aeropuerto, de que tal vez aunque a Rubén lo hubieran dejado salir esa noche o esa mañana de la cárcel no iría a buscarla, que, a pesar de estar libre y de haber venido hasta Berlín para encontrarla, él ya nunca más querría volver a estar con ella, que, como le había dicho, no era sino un muerto que arrastra sus pasos cansados por el mundo y que, en la prórroga que le había concedido la vida, no encajaban los planes de volver a estar con ella, que habían cambiado tanto que ya no tenía sentido que volvieran a estar juntos. Al cabo, se lamentó Anna, eso era lo único que le había dejado la guerra, una transformación, un gusano que se convierte en mariposa, o al revés, una mariposa que había recorrido el camino inverso para ser un gusano.

Si todo lo que había hecho había servido para acelerar el final de la guerra nunca lo sabría, pero le gustaba pensar que quizá sí había valido para que tal vez los aliados liberasen antes el campo donde estaba recluido Rubén y que hubiera podido salir vivo del infierno, aunque ya jamás quisiera volver a estar con ella, aunque ya nunca pudiera ser como antes, no tanto porque hubiese entablado una relación sentimental con Franz Müller, sino porque había llegado a enamorarse de él, apartar a Rubén de sus pensamientos, aliviarse del luto, y él se había dado cuenta, y, lo peor de todo, ella no podía sino reconocer la verdad.

Rubén saldría de la prisión antes o después, Anna quería pensar que sí, y lo devolverían a París igual que ahora la iban a devolver a ella, en un avión o en un tren por cuenta de la OSS. Luego pasaría lo que tuviera que pasar. Bishop seguiría con su trabajo de funcionario estricto, se moriría sin haber aprendido nunca a sonreír.

Y Franz Müller. De todos, probablemente era Franz Müller el único que podía elegir. Marcharse con los americanos, pasarse al bando soviético o desaparecer para siempre con sus proyectos y sus secretos. Anna pensaba que lo más probable era que aceptase la oferta de Bishop, y al final terminaría dando clases en alguna universidad de Estados Unidos, viviendo en una casa con jardín, un coche enorme en la puerta y una mujer norteamericana que lo hiciera padre de unos cuantos chiquillos rubios de ojos claros.

Encendió un cigarrillo y se apoyó en una pared helada del edificio que hacía las veces de terminal improvisada. Fumar era otra de las huellas que estos años le habían dejado. Antes de conocer a Robert Bishop no había probado en su vida el tabaco, y como ahora mientras esperaba que llegase el avión que la iba a devolver a París, cada vez que necesitaba calmar los nervios no podía evitar sacar un paquete y encender un pitillo, darle una calada profunda y cerrar los ojos, dejar que la nicotina se colase en su cuerpo y sentir su efecto sosegante.

Igual que los trenes no podían circular todavía con la misma regularidad que antes de la guerra y muchas veces había que pasar horas esperando con paciencia geológica en una estación la llegada o la salida de un expreso, con los aviones, pensó Anna, lo más probable es que sucediera lo mismo. El que habría de llevarla de vuelta a París debería salir a las doce de la mañana, pero, según le había contado el chófer que Bishop le había asignado, que parecía ser su hombre de confianza, tal vez su mismo chófer, un soldado joven y callado del ejército de los Estados Unidos, se trataba del mismo avión que tenía que salir de París esa misma mañana y que luego volaría de vuelta a Francia después de repostar y de una revisión técnica rutinaria, con lo que el horario de salida, y dado el estado del aeródromo de Tempelhof, era poco menos que aproximado y no era imposible que tuvieran que pasarse allí tres o cuatro horas antes de subir al avión.

El soldado había aparcado el Jeep y la había acompañado hasta la terminal. Anna apenas llevaba equipaje. El bolso y una pequeña maleta. No era necesario que nadie la acompañase para ayudarla, pero estaba claro que la razón por la que el joven soldado estaba allí con ella no se debía a un gesto de galantería, sino para asegurarse de que subía al avión de vuelta a París.

Anna había abandonado el edificio de la terminal porque quería estar sola, fumar tranquilamente y poder pensar, pero con el rabillo del ojo veía al chófer pendiente de sus movimientos. La pequeña maleta se había quedado dentro, custodiada por él, pero no pudo evitar una sonrisa al darse cuenta del celo con el que el joven observaba todos sus gestos, como si temiese que escapase entre las ruinas del aeropuerto de Tempelhof aprovechando la confusión de algún aparato al despegar o aterrizar.

Y no iba desencaminado del todo el soldado al desconfiar de ella. Por supuesto que se había planteado huir, no solo ahora, sino durante la noche que había pasado despierta. Y que no lo hubiera hecho entonces, o que no tuviera intención de hacerlo ahora, no se debió a que, cuando pasaba sus últimas horas en Berlín, hubiera tenido la certeza de que había alguien apostado en la puerta del edificio donde se alojaba por si acaso se le ocurría escapar y detenerla, o que, si ahora aprovechaba la confusión de algún movimiento en el aeropuerto no solo el chófer que la había traído hasta allí, sino también algún soldado o quizá alguno de los tipos de paisano que había visto en la terminal se encargarían de seguirla o de detenerla antes de llegar siquiera a la calle.

Si Anna no había intentado escapar era porque, aunque le costase mucho reconocerlo, no había nada ya que tuviera que hacer en Berlín. Había cerrado por fin, o al menos eso le parecía, la vieja herida que tenía con Robert Bishop, y podría volver a París sin tener miedo de que algún viejo compañero de la Resistencia fuera a su casa de madrugada para ajustar cuentas con ella. Había vuelto a ver a Franz Müller después de tantos meses, y se alegraba de que hubiera sobrevivido a la guerra, y estaba segura de que el ingeniero saldría adelante si jugaba bien sus cartas y sus secretos. Ninguno de los dos hombres a los que había amado se había mostrado enfadado con ella por no haberse portado bien o por no haber sido del todo fiel a los dos. Franz Müller había aceptado con resignación la vuelta de Rubén del mundo de las tinieblas, y no le había reprochado que no viniese a Berlín con él cuando los alemanes abandonaron París, que al final se arrepintiese y diera media vuelta, que el camino que emprendiera fuera el de regreso a una ciudad liberada por los aliados en lugar de cruzar la frontera de un país cuyo territorio estaba claro que se haría cada vez más pequeño, hasta que fueran las ruinas de Berlín el último bocado que los aliados podrían arrebatar a Alemania.

Pero, cuando pensaba en Rubén, enseguida se le quebraba el ánimo. Era la única cuenta que le quedaba por saldar, la más importante. Aquel para quien su traición había sido mayor, el hombre por el que se sentía más culpable, al que más daño había hecho, seguro, el que más había sufrido y cuyas heridas no podría reparar si no se dejaba. Lo único que podía hacer era volver a París y esperarlo, esperar otra vez. No lo culpaba. No tenía más que ponerse en su lugar para entender que no quisiera volver a dirigirle la palabra. Pero tal vez con el tiempo él cambiaría de idea y entendería que si hizo lo que hizo fue porque no le quedó otro remedio. Esperar que la perdonara y quisiera volver a su lado, aunque solo fuese como dos buenos amigos. Con eso se conformaba Anna.

Aplastó la colilla con la punta del zapato y miró al otro lado del cristal. En cuanto la vio volver la cara, el chófer giró la cabeza, como si ella no se hubiera dado cuenta de que no había dejado de observarla todo el tiempo con más o menos disimulo. Tranquilo, chaval, pensó Anna. Tranquilo que no me voy a escapar.

Había otros viajeros esperando al avión. Varios militares de uniforme, algunos oficiales norteamericanos, otros franceses. También algunas mujeres. Anna se preguntó si alguna era alemana. No resultaba sencillo salir de Berlín, y a ella, que hubiera querido quedarse al menos hasta que Rubén saliera de la cárcel, le habían proporcionado un pase para marcharse porque no querían que estuviese allí más tiempo una vez que todo parecía haberse solucionado. Pero le gustaría volver a esta ciudad, pensó, mientras encendía otro pitillo y caminaba unos pasos hacia delante y luego giraba sobre los tacones y vuelta a empezar, como un soldado de guardia. Volver a Berlín cuando se hubiera recuperado de las ruinas. Aún tardaría muchos años en volver a ser la misma ciudad que había visitado por primera vez cuando viajó con su madre de niña, pero seguro que con el tiempo todo volvería a ser como antes. Sería más vieja, tal vez seguiría sola porque Rubén al final no había querido volver a estar con ella, pero se imaginaba dentro de diez o quince años en ese mismo aeropuerto, que lo habrían reformado, y que ya no quedaría el menor rastro de la guerra, como si nunca hubiera sucedido, y ella bajando la escalerilla de un avión moderno, tal vez con uno de esos motores a reacción en los que Franz Müller había trabajado y que por fin se habían hecho realidad. Con los años todo se olvidaría, incluso las cicatrices de la guerra quedarían atrás.

Mientras apuraba el nuevo pitillo, Anna volvió a echar un vistazo dentro de la terminal. Había gente que la miraba, como si no entendiera que pudiera estar ahí, a la intemperie, parecía que tuviera prisa por subir al avión que la llevaría a París o tal vez tuviera miedo a volar, y la única manera de soslayarlo fuese apurando cigarrillos uno tras otro o dando paseos nerviosos desafiando el aire frío del otoño berlinés. También había varios hombres de paisano que esperaban la llegada del avión de París. Seguro que alguno de ellos era un tipo como Bishop, un funcionario escrupuloso que había terminado una misión en la capital de la Alemania derrotada o que iba a continuar su trabajo en París, o tal vez este vuelo no era más que la primera escala de otras hasta que llegase de vuelta a Londres o a Estados Unidos. El mundo ya no era el mismo, no volvería a serlo nunca, se dijo Anna, sin dejar de mirar a los hombres que también fumaban tranquilamente en la terminal. Los aliados habían ganado la guerra, en Europa y en el Pacífico, después de lanzar dos bombas atómicas sobre Japón, ya nada podría ser igual, y tampoco ella volvería a ser nunca, qué lástima, la misma joven ingenua a cuyo prometido se llevó la Gestapo detenido una tarde de domingo en París.

BOOK: El violinista de Mauthausen
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