Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
No lo sabe aún, pero por la mañana volverá a tocar el violín el solo, y luego se marchará a Berlín, y viajará a París, varias veces. Pero, antes de volver al campo, deseará de nuevo no haber estado nunca allí. Todavía no han terminado de recoger los bártulos y los músicos vuelven las caras por un estrépito desigual, metal que suena contra metal, cristales que se rompen, el sonido desagradable de una vajilla rota. Uno de los camareros con la cabeza rapada ha tropezado con una bandeja repleta de copas sucias. Desde el suelo mira a los músicos, las órbitas de los ojos a punto de salirse de las cuencas, los cristales en el suelo, la bandeja más allá, la mano que cubre el codo dolorido por la caída. Tal vez se ha hecho daño porque no se levanta inmediatamente, antes de que alguno de los soldados uniformados que todavía no se ha marchado de la casa vuelva al jardín y la emprenda a palos con él, por haber tropezado, por haber roto las copas y abollado la bandeja de plata, por haberse manchado la chaqueta blanca de vino y de chocolate.
Franz Müller suelta la funda del violín y da un paso para ayudarlo a levantarse antes de que nadie lo vea, recoger los restos de cristal y esconderlos en algún sitio, pero el niño por cuyo cumpleaños han sido contratados los músicos se le adelanta, y el violinista primero piensa que se va a poner a dar voces para llamar a su madre y que vea lo que ha sucedido, pero también espera que el chiquillo al final lo que haga será ayudar al preso que está en el suelo. Pero en los dos razonamientos está equivocado: el crío no va a llamar a su madre para chivarse y tampoco va a ayudar al camarero a levantarse y a esconder los cristales rotos para que no lo castiguen. El niño se ha quedado mirando al camarero, muy serio, la cartuchera en la funda y las piernas ligeramente abiertas, como si fuera uno de esos vaqueros de las películas americanas. El violinista se queda quieto, no quiere creer que lo que ha pensado vaya a suceder, pero desde donde está ve sacar al chaval la Luger, tan grande en sus manos de niño que la estampa se le antoja grotesca, ridícula, y el preso que todavía no se ha levantado, la mano aún en el codo dolorido, los ojos clavados en los del crío que le apunta a su cabeza que él mueve ligeramente, como si al negar pudiera evitar que lo encañonase aunque todavía no sabe siquiera disparar, que le pegue un tiro por haberse tropezado y haber roto la vajilla de su madre. Trata de levantarse el camarero, pero por culpa de los nervios y del vino derramado se cae de nuevo y vuelve a lastimarse el codo. El chiquillo ya tiene el dedo en el gatillo, y Franz Müller lo que quiere es gritar antes de que sea demasiado tarde, empujar al niño, quitarle la pistola y luego darle una bofetada. En ese momento no piensa que, si lo hace, tal vez esa misma noche acabe vistiendo uno de esos trajes de rayas que llevan los presos en el campo, que si le da una bofetada al hijo de un hombre poderoso ni las influencias de su viejo amigo Dieter Block podrán librarlo de un castigo. Pero no piensa en eso cuando ha decidido quitarle al crío la pistola, no piensa en el castigo, sino en que una bala se le escape y dé en el blanco. Pero está demasiado lejos, seis o siete metros al menos, y cuatro o cinco zancadas no pueden ser más rápidas que el dedo que aprieta un gatillo, aunque sea el dedo de un niño.
Sin levantarse aún del suelo, el preso se ha puesto las manos delante de la cara, como si pudiera protegerse así de una bala. Pero el chiquillo ya ha apretado el gatillo, y Franz Müller está gritando, antes de escuchar el estampido, le ha gritado que no al niño, le pide por favor que no dispare y se lamenta por no haberse dado cuenta antes de lo que iba a hacer, por no haber llegado a tiempo. Está a punto de coger al crío por el cuello y tal vez estrangularlo porque ganas no le faltan cuando se da cuenta de que no ha escuchado nada, y el chaval sigue apretando el gatillo, y ahora que está justo detrás de él ve cómo el martillo de la Luger se abre y se cierra en un chasquido siniestro, la pistola sin balas que dispara una y otra vez a la cabeza de un camarero torpe que se sigue cubriendo la cabeza con las manos, preguntándose tal vez por qué todavía sigue vivo o es que a lo mejor ya está muerto y es por eso por lo que no puede escuchar el estampido de los disparos que le han reventado la cabeza.
El crío se ríe. Es lo primero que ve Franz Müller cuando llega a su altura y ha de cerrar las manos muy fuerte para no cogerlo por las solapas y zarandearlo y abofetearlo. Sigue disparando la pistola sin balas y se carcajea, el pequeño diablo, los ojos brillantes, la pistola sujeta ahora con las dos manos, como si de verdad tuviese balas y no quisiera errar ninguno de los tiros. Cuando se da cuenta de que el violinista está a su lado, sigue haciéndolo. Le hace gracia que un hombre que está tirado en el suelo se tape la cara con las manos para que no le alcancen las balas, como si aquello no fuera sino un juego en el que todos participan —todos, incluso el violinista que ahora está a su lado— porque es su cumpleaños.
—Se ha meado —le dice por fin el crío a Franz Müller, bajando la pistola—. El camarero se ha meado en los pantalones.
Entonces el violinista mira al camarero, todavía tirado en el suelo, las manos que todavía no se atreven a descubrir su cara por si se escapa algún tiro o hay alguna bala perdida en la recámara, y la mancha oscura, de vergüenza, en sus pantalones. El crío echa a correr y ahora es Müller el único que puede ver al camarero. Le tiende una mano para ayudarlo a levantarse, pero el preso niega con la cabeza, como si el violinista no estuviera allí o no se fiase de él —y Franz Müller piensa que quizá el preso de un campo de concentración nazi una de las primeras cosas que haya aprendido es a no fiarse de nadie—, y primero se pone de rodillas y luego se levanta a duras penas, y se estira con cuidado la chaqueta, procurando no dar con las manos en las manchas de chocolate para que no se hagan más grandes, y se tira con recato del pantalón a la altura de las ingles para que no se le note la mancha de sus propios orines, y luego se agacha a recoger con cuidado los restos de cristal que están en el suelo y se los guarda en el bolsillo. Pero Müller le ayuda a cogerlos, y se guarda algunos en el bolsillo también, junto a la foto de la mujer francesa que ha cogido esa tarde, se los guarda para poder ayudarlo de alguna forma a que los dueños de la casa o los oficiales de las SS no se enteren de que se ha caído y se le han roto unos cuantos vasos. Pero también sabe el violinista, y se lamenta por ello, que, aunque haya escondido unos cuantos cristales en el bolsillo, todavía hay restos del estropicio en el suelo, y que antes o después tendrá que presentarse a devolver ese traje de camarero que le han obligado a ponerse esta tarde y de nuevo habrá de ponerse el traje de rayas, y entonces alguien verá las manchas de chocolate, el desgarro a la altura del codo o la mancha de haberse meado en el pantalón. Y entonces el violinista piensa otra vez que lo que quiere es estar muy lejos de allí, echar a correr si pudiera y largarse lejos de Mauthausen. Correr hasta Linz esta misma noche y subir al primer tren que lo lleve a Berlín de nuevo. La vida no va a ser fácil allí, pero al menos piensa que no tendrá que ver tanto horror nunca más. Al menos, esta clase de horror.
El jefe del cuarteto parece haber leído sus pensamientos, y lo que Franz Müller escucha le parece un regalo anticipado. Lo ha cogido por el brazo y lo ha llevado de vuelta al lugar donde los músicos aún siguen recogiendo sus instrumentos.
—Escúchame bien lo que voy a decirte, Müller. Eres un buen violinista, pero no quiero que vuelvas a tocar con nosotros. Mañana, cuando nos lleven de vuelta a Linz, te daré tu parte y no quiero volver a verte nunca más. ¿Entendido?
El violinista asiente, sin mirarlo, la vista al frente. Respira hondo, no sabe el director con cuánta satisfacción. Lo peor va a ser tener que pasar una noche entera allí, pero mañana por la mañana todo habrá terminado.
—De acuerdo —responde, y mueve el brazo para quitárselo de encima.
No se escucha nada tal vez porque los presos están muy cansados por haberse levantado tan temprano y haber trabajado durante todo el día, el barracón que les han habilitado para pasar la noche está en silencio. Pero ni siquiera por eso Franz Müller es capaz de conciliar el sueño. Boca arriba en la litera, le gustaría tocar el violín un rato para distraerse, pero parece que los otros tres, los que son sus compañeros todavía, pero muy pronto van a dejar de serlo, están dormidos, o al menos son capaces de fingirlo. Sin embargo, el músico tiene los ojos abiertos y mira distraídamente al otro lado de la ventana, el haz de luz que pasa cada pocos segundos de un lado a otro de la Appelplatz, un foco que barre el campo para que nadie piense que puede andar impunemente de noche entre los barracones, la única luz que se permite por culpa de las incursiones aéreas. Si mañana tampoco pueden marcharse en tren a Linz, Franz Müller espera que al menos sí puedan hacerlo por carretera, que no esté cortada por culpa de algún bombardeo. Sin embargo, esta noche parece que también los pilotos aliados les han dado un descanso. Tan tranquilo se está, tan en silencio, que es como si no hubiera guerra.
Si cerrase los ojos el violinista y pudiera dormirse tal vez olvidaría que está dentro de uno de los barracones de un campo de prisioneros, y, al pensar en ello, a Müller se le ocurre que podría quedarse dormido y que al despertar, el sargento que los había alojado allí esa noche por la mañana se hubiera olvidado de que eran los músicos de un cuarteto contratado para animar el undécimo cumpleaños de un crío perverso, y que, por mucha explicaciones que dieran, al final terminarían rapándoles la cabeza y despiojándolos y poniéndoles también esos uniformes de rayas y obligándolos a trabajar en la cantera que hay al otro lado de los muros. Se le ocurre eso a Franz Müller y entonces ya se le quitan del todo las ganas de dormir. Durante un buen rato no hace más que pensar que, a lo mejor, al sargento que los había alojado en el barracón lo habrían trasladado por la mañana a otro sitio, o habría muerto durante la noche, quién sabe, y ya nadie entonces podría atestiguar que ellos eran los músicos del cuarteto de Linz que habían llegado a Mauthausen el día antes.
En el campo, según le habían contado, también había músicos. ¿Y si les afeitaban la cabeza y nadie podía distinguirlos de los músicos que estaban presos? Se revuelve inquieto el violinista en la litera, y luego tiene sueño pero se esfuerza en mantener los ojos abiertos, no quiere quedarse dormido y que por la mañana se cumpla lo que ha pensado, pero al final lo vence el cansancio, o es el haz de luz que se desplaza con cadencia inmutable, como un péndulo, lo que consigue que los párpados le pesen, como si lo hipnotizase, y, ya dormido, es imposible que no sucumba a una pesadilla, un sueño incómodo en el que camina a duras penas por culpa de esas alpargatas con la suela mitad de madera y mitad de esparto que le han dado además del traje gastado, camina por la Appelplatz con su violín bajo el brazo porque ahora no es un músico alemán que se ha enrolado en un cuarteto de tercera de Linz, sino un preso al que dejan u obligan a que toque el violín para que los otros presos se distraigan. Es de noche, y aunque todo el mundo se ha acostado, por alguna razón que el sueño no le explica porque es caprichoso como todos los sueños, él puede andar por el campo sin que estalle la sirena o sin temor a que alguno de los guardias vacíe su ametralladora después de darle el alto y apuntarle. Pero tropieza y se cae porque las zapatillas son muy incómodas, y el violín se sale de la funda y se hace astillas, y Franz Müller se sienta en el suelo y recoge los pedazos porque piensa que todavía puede repararlo, pero escucha un chasquido familiar a su espalda, y sin soltar los restos del violín levanta la cabeza y hay un niño que le apunta entre los ojos con una Luger que le acaban de regalar, un crío de once años que ahora lleva puesto el uniforme de oficial de las SS, tan serio con la gorra de plato y los pantalones bombachos que Franz Müller no puede evitar reírse al ver su rostro de niño, su mejilla suave, sin rastro de barba, bajo la sombra de la visera de la gorra. Pero enseguida se apodera de él un miedo como nunca lo había sentido, el miedo que anticipa el momento en que uno sabe que va a morir y no va a poder hacer nada por evitarlo. La Luger no deja de apuntarle a la cabeza, muy firme, el crío perverso y uniformado la sostiene con las dos manos, y de repente comprende que el chasquido que ha escuchado antes de volverse era el arma que se amartillaba. Ahora sí está cargada, escucha decir al chaval, tan serio y con tanta frialdad que parece que tuviera muchos más años de los once que acaba de cumplir, y entonces Franz Müller suelta los restos del violín y se lleva las manos a la cara como si fuera un camarero que se ha caído al suelo con la bandeja de los restos de la celebración de un cumpleaños, los brazos cruzados delante del rostro, como si eso pudiera protegerlo de las balas, y en lugar de atravesarle la cabeza, el estampido de la Luger después de que el niño apriete el gatillo lo que primero consigue es dejarlo sordo, siente que los tímpanos le han estallado, y no está seguro, cómo puede estarlo, de si a lo mejor eso es lo que se siente cuando a uno le vuelan la cabeza, que primero se queda sordo y luego el cerebro revienta en pedazos. Pero es todo muy raro, porque ahora debería estar sordo, y escucha un silbido agudo, primero muy lejos, luego más cerca, cada vez más, le resulta familiar pero no sabe qué es, y entonces abre los ojos y muy despacio se va dando cuenta de que aún no es del todo de día, pero acaba de sonar la sirena. Se toca la cabeza, los oídos, los ojos, se pasa la mano por el pelo sin levantarse todavía, y suspira despacio antes de incorporarse en la litera. Los que son todavía sus compañeros siguen dormidos y, antes de poner los pies en el suelo del barracón, Franz Müller lo que más desea es que venga a buscarlos el mismo sargento que los había alojado allí por la noche, que no se cumpla lo que ha pensado o ha soñado, recién despierto no puede estar seguro, que puedan confundirlo con unos prisioneros a los que han dejado formar un cuarteto dentro del campo y que sin más demora los lleven a la estación.
Pero ninguno de los compañeros del violinista tiene ganas de levantarse todavía. La sirena que ha sonado es solo para los presos. Pero Franz Müller ya ha saltado de la cama y se ha vestido cuando, desde la ventana, los ve en cola esperando un trozo de pan —desde allí no puede distinguir si les dan algo más— para desayunar y distribuirse en grupos para ir a trabajar. Se pregunta cuál de ellos será el prisionero que ayer se había sentado junto a él mientras tocaba el violín a la hora de comer. Saca la fotografía de la chaqueta y vuelve a mirarla. Una mujer que tal vez espera en París a un hombre que no sabe si está muerto. Un hombre que no sabe si la mujer a la que le pidió que se casara con él una mañana de domingo en la que un violinista espontáneo faltó a su cita lo ha olvidado o tal vez se ha enamorado de otro. Frunce el ceño Franz Müller. Se conoce lo bastante como para saber que aquello pronto se convertirá en una obsesión. Es solo una casualidad, pero ya no puede evitar pensar en una especie de corriente invisible que sin saberlo, y por supuesto sin pretenderlo siquiera, los ha unido a los tres para siempre. Todavía no ha pensado lo que va a hacer, lo único que sabe es que, en cuanto llegue a Linz y el jefe le pague lo que habían acordado, se marchará a Berlín. Pero para llegar a Linz primero hay que ir hasta la pequeña estación de Mauthausen, y está demasiado lejos para poder ir andando con los instrumentos desde el campo, sobre todo el violonchelo. Y para salir de allí primero habrán de levantarse sus compañeros, que siguen todos dormidos, ajenos a la sirena que ha hecho que se despierten todos los presos y él. Alguno se ha quejado, incómodo, y se ha dado la vuelta en la litera y ha seguido durmiendo. A Franz Müller no le queda, pues, sino esperar para marcharse de allí y no volver jamás.