El violinista de Mauthausen (39 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Pasa al menos una hora hasta que todos se han levantado y se han vestido, y apenas quedan ya presos fuera cuando los músicos salen. El mismo sargento que por la noche los había conducido al barracón ahora los conduce a otro donde van a desayunar. A punto estuvo de sonreír el violinista cuando lo vio, pero también, mientras cruzaba la Appelplatz, le vino a la cabeza de pronto la pesadilla, y a pesar de que el sol lucía en el cielo ya a esa hora de la mañana y no había duda de que aquel sería un día caluroso, de repente sintió frío al recordarse caído en esa explanada, de noche, sujetando los pedazos de su violín, mientras un niño vestido de oficial de las SS lo apuntaba con una Luger a la cabeza. Como si aquello hubiera sucedido de verdad, Franz Müller buscó el lugar exacto donde el crío le había disparado, y no pudo evitar que le afectara una angustia incómoda, no por no poder identificarlo, sino por pensar que, aunque no hubiera sido más que una pesadilla, no había que tener una imaginación muy grande para pensar que algo así pudiera suceder de verdad.

Después de haber desayunado, recogieron sus bártulos y cruzaron la puerta del campo. Mientras más cerca estaba la hora de irse, más despacio se le antojaba a Müller que pasaban los minutos. Un camión los iba a conducir hasta la estación. No serían más de diez minutos, y luego media hora hasta Linz, dependiendo del estado de la vía o de alguna incursión aérea inoportuna. Luego todo habría terminado. Pero antes los tres músicos esperan fuera. El director les ha dicho que se queden ahí, junto al camión, mientras él va a la oficina de Frank Ziereis. Todos asienten. El violinista también. Lo que quieren es que el jefe del campo le pague al director para que este pueda ajustar cuentas con ellos. Pero cobrar por un trabajo casi nunca sucede tan rápido como a ellos les gustaría. Mientras lo esperan, se sientan a la sombra del camión que los va a llevar hasta la estación. Lo hacen todos menos Müller. El violinista prefiere dar un pequeño paseo con la cabeza baja. Está tan impaciente por marcharse, que piensa ingenuamente que si se queda de pie o camina un poco, tal vez el jefe regrese antes y ellos puedan marcharse de allí. Tiene el violín bajo el brazo, guardado en la funda. A pesar de que con la luz del día está claro que la idea de que lo confundan con un preso no ha sido más que un mal sueño, se siente más seguro si lleva la funda del violín bajo el brazo, un salvoconducto con el que podrá acreditar ante cualquier soldado que le dé el alto o le pida la documentación, que Franz Müller es el violinista de un cuarteto que el jefe del campo, el Obersturmbannführer Frank Ziereis, ha contratado.

Como nadie lo detiene, sigue andando hasta que se aleja lo bastante del camión donde sus compañeros descansan.

Camina despacio unos minutos, y de cuando en cuando se cruza con algunos presos que llevan bloques de piedra en una especie de mochila sujeta a la espalda. Deben de venir de la cantera y, como aún es temprano, está seguro de que tal vez sean los primeros en subir los bloques de piedra esa mañana. Franz Müller ha dado cuenta de un desayuno generoso junto a sus compañeros hace un momento, y aunque nunca ha sido un hombre fuerte, comparado con aquellos presos flacos que acarrean piedras está seguro de parecer un titán, pero ni por eso apostaría a que sería capaz de cargar con uno de esos bloques.

Se ha echado a un lado en el camino Müller para dejarlos pasar, y al apartarse del sendero se ha subido a un promontorio. Desde allí arriba, en cuanto que pasan los primeros hombres con las piedras, después de mirar sus caras uno por uno por si acaso alguno de los presos con los que se cruza es el mismo que se sentó ayer junto a él en la Appelplatz a la hora de comer, el violinista se gira y se da cuenta de que puede verse una parte de la cantera, que el ruido de las herramientas que trabajan la piedra es mucho más nítido, como si un efecto acústico lo amplificase. Un boquete enorme en la ladera de una colina, y una escalera empinada en un extremo. Franz Müller entorna los ojos. Como en un castigo bíblico, igual que en los dibujos de la construcción de una pirámide que había visto de niño en el colegio, la escalera está repleta de esclavos que acarrean piedras. Franz Müller se pone una mano sobre los ojos a modo de visera y cuenta cinco hombres por escalón. No se entretiene en contar los peldaños, pero a esa hora de la mañana debe de haber ya setecientos u ochocientos hombres que suben la escalera con la misma cadencia que si un capataz tocase un gong para marcar el ritmo de subida o les diera latigazos en la espalda mientras aguantan el equilibrio.

¿Pero qué clase de campo de prisioneros es este? ¿Quién puede soportar un esfuerzo tan grande? De lo primero de lo que le entran ganas es de ir a buscar a sus compañeros al camión para que vengan a verlo. Que no pueda tener nadie dudas de lo que está pasando allí. Muchas veces, Franz Müller ha discutido sobre lo que está sucediendo en los campos de prisioneros, y siempre ha tenido la sensación de que nadie quiere saber la verdad, por qué desaparece la gente y ya no se la vuelve a ver nunca más, qué sucede en los sitios adonde se los llevan. La respuesta está ahí, justo delante de sus ojos, en ese agujero en la colina de un pueblo austriaco, esclavos con trajes de rayas que suben a duras penas por una escalera, hora tras hora y día tras día.

La columna de presos sigue su lento ascenso hasta lo alto de la colina, es como una línea continua a la que se añaden nuevos presos cargados con piedras desde la base de la cantera, cada uno la pieza de un engranaje descomunal, una cadena que funciona de manera milimétrica para llevar las piedras desde la base de la cantera hasta el sendero que conduce al campo, pasando por el promontorio desde el que Franz Müller lo está viendo todo. Pero debe de haber un fallo en el mecanismo, porque al cabo de unos minutos el gusano que forman los porteadores se detiene, todos los hombres parados desde la base de la cantera hasta el final de la escalera. Al violinista le gustaría tener unos prismáticos para verlo mejor, pero entorna los ojos bajo la visera de su mano. La columna se ha roto en la parte de arriba. Un oficial de las SS se dirige dando zancadas hacia el hueco que se abre entre los presos, como espigas que se comban ante la fuerza del viento. Dos Kapo agarran por los brazos a un hombre que debe de haberse resbalado, seguro que ya no tiene más fuerzas para seguir adelante. Le han quitado la mochila con el bloque de la espalda. El preso que se ha caído está de rodillas, mirando al vacío, y desde donde está, a Müller le parece que le cuesta mantenerse derecho. Lo que sucede luego es tan rápido que el violinista se queda unos segundos con la mano sobre las cejas, como una estatua a la que le cuesta asimilar lo que acababa de pasar. Suena primero un estampido sordo, y hasta entonces no es consciente de que el oficial ha sacado una pistola, sin pensárselo, seguro que sin pestañear siquiera, y ha ultimado al preso con un tiro en la nuca. El cuerpo se queda un instante erguido, como si se hubiera quedado rígido al recibir el disparo o como si pesase tan poco que, a pesar de que una bala le acabase de reventar el cerebro, el viento pudiera sostener su cuerpo erguido, como una cometa. Pero el oficial nazi enseguida le da una patada en la espalda, y el cadáver vuela cantera abajo, como una madeja que se deshace. Por fortuna, desde donde está no puede verlo estrellarse contra las rocas del suelo, desmembrarse, verlo despojarse quizá de algún resquicio de humanidad que le quedase. Franz Müller siente que de pronto le fallan las piernas, que sus músculos ya no tienen fuerza para sostenerlo, y sin darse cuenta está en cuclillas en el promontorio. Le gustaría coger ahora su violín y marcharse a la estación aunque fuera andando, no tener que esperar a que le pagaran a su jefe.

Sin ponerse de pie todavía, se vuelve para mirar el camión. Sigue ahí. Sus compañeros sentados a la sombra, fumando y charlando tranquilamente. ¿Pero es que ninguno se da cuenta de lo que está pasando? ¿Es que a nadie le horroriza lo que está sucediendo a su alrededor? Antes de levantarse, se vuelve a poner la mano en la frente a modo de visera para ver lo que pasa en la columna de hombres que sube la escalera. Otros presos han retirado el bloque de piedra que acarreaba el que acaban de tirar cantera abajo y los Kapo ahora se afanan en poner orden en la formación de nuevo, que sea una maquinaria perfecta de esclavos, cinco hombres por peldaño, más de cien filas de hombres.

Pero hay algo que no encaja diez o doce filas más abajo. Es en los últimos peldaños de la escalera. Uno de los presos está demasiado apartado del grupo. Franz Müller está seguro de que, en cuanto alguno de los Kapo lo vea, enseguida le ordenará volver a su sitio, pero el preso camina despacio, como si quisiera medir sus pasos, el bloque cargado a su espalda, las manos sujetas a la cuerda que lo sostiene, seguro que para mantener el equilibrio. Sigue andando, y entonces el violinista se da cuenta de que ha dejado atrás la escalera, de que se ha colocado en un trozo estrecho de tierra que separa la escalera del precipicio. La vista al frente, sin mirar a nadie. Está justo enfrente de él, pero Müller no puede saber si desde allí puede verlo. Él tampoco puede ver su cara, pero está seguro de lo que va a hacer. Solo tiene que dar un paso y entonces todo habrá terminado. Uno o dos segundos después estará en el fondo de la cantera, aplastado entre las rocas del suelo y el bloque de piedra que lleva a su espalda y que le va a servir de lastre cuando se lance al vacío. Nadie parece haber reparado en él todavía. A sus compañeros parece resultarles indiferente lo que está a punto de hacer, y los Kapo y los SS aún no se han dado cuenta de que hay un preso que está a punto de lanzarse al vacío. Y a Franz Müller se le ocurre que tal vez pueda ser el mismo que ayer se había sentado junto a él mientras tocaba el violín a la hora de comer. Es absurdo quizá. ¿Es solo una posibilidad entre cuántas? ¿Cuántos presos puede haber en el campo? ¿Cuántos tendrán ganas de lanzarse al fondo de la cantera porque piensan que ya no pueden más o porque tienen la sospecha de que sus mujeres los han abandonado? Más de uno, seguro. Puede que muchos. Pero tampoco había muchas posibilidades de que en el campo hubiera más de un preso que lo hubiera visto tocar en París. Antes de pararse a pensar si lo que va a hacer tiene alguna lógica, ya ha sacado el violín de la funda y se ha puesto de pie, en esa roca desde la que puede ver la escalera de la cantera, y casi sin darse cuenta, está tocando esa misma pieza que un hombre le dijo ayer que bailó una mañana de domingo frente al palacio de Luxemburgo en París. Le gustaría tener un altavoz, estar seguro de que los acordes llegarán nítidos hasta la escalera, que el hombre que está a punto de lanzarse al vacío pueda escucharlo y cambiar de idea, o que tal vez fuera suficiente para entretenerlo y que alguno de sus compañeros lo obligue a volver a la fila para que no los castiguen a todos. Franz Müller ha cerrado los ojos, no tanto para concentrarse en la música como para no ver a otro hombre caer por el precipicio. Cierra los ojos y toca el violín, despacio, un vals que una vez un hombre quiso bailar para pedir a su prometida que se casara con él.

No ha estado más de dos minutos tocando. Un compañero ha venido a buscarlo. Ya es hora de marcharnos, le ha dicho, y cuando abre los ojos el violinista, antes de volverse para ver la expresión recriminatoria de su compañero por haberse puesto a tocar un vals allí y arriesgarse a que a todos les caiga una reprimenda, se asegura de que el preso ya no está al borde del precipicio. Pero eso no es un consuelo. Que no esté en el mismo sitio donde se había colocado cuando empezó a tocar la pieza no quiere decir que no haya saltado al vacío. Los presos deben de estar tan acostumbrados al horror, que a Franz Müller no le sorprendería que ni siquiera se hubieran molestado en pestañear al ver a un compañero tirarse cantera abajo. Es posible que alguno le haya envidiado su posición en la fila, el extremo más cerca del precipicio, para poder saltar cuando estuviese al final de la escalera. Pero también es posible, por qué no, se dice mientras guarda el violín en la funda, que el preso que estaba a punto de suicidarse haya cambiado de idea y haya vuelto a su sitio.

Es lo que quiere pensar cuando camina de vuelta al camión, procurando no escuchar las palabras de su compañero que le dice que está loco, que por qué se ha puesto a tocar el violín ahí, que a punto ha estado de comprometerlos a todos.

Anna

No había podido Anna retener a Rubén a su lado más que un rato, después de que la hubiera salvado del sargento norteamericano, y le hubiera contado que había viajado desde el campo de concentración de Mauthausen hasta París, y luego desde París hasta Berlín para buscarla, para verla, aunque solo fuera una vez. Luego se había marchado, sin hacer caso a sus ruegos, se había perdido en la niebla a pesar de que le había rogado que no se marchase e intentado explicarle que había venido a Berlín para cumplir una última misión, y que después podrían volverse los dos a París, si es que todavía él quería estar con ella.

—Nuestra vida ha cambiado mucho —le había dicho Rubén anoche—. Ninguno de los dos somos ya la misma persona.

Anna le cogió las manos. Desde que se encontraron, no había dejado de temblar. Se quiso engañar al principio pensando que tiritaba por culpa del frío y del miedo que aún no la había abandonado. Y pensaba que estaba preparada para casi todo, creía que ya nada sería capaz de sorprenderla, porque había visto demasiadas cosas, pero al final el Destino había hecho una pirueta enorme, un salto mortal había dado, y lo que le parecía imposible, a pesar de haberlo deseado tanto, había sucedido cuando menos se lo esperaba, y de todos los hombres con los que podría haberse encontrado en Berlín esa noche, Rubén era el único que no estaba en sus planes, tal vez no estaba en los planes de nadie.

Él la tomó del brazo para alejarse del callejón. Después de levantarse el ala del sombrero para saludarla, como si fueran dos desconocidos, Rubén se había dado la vuelta, como si no quisiera girarse ni mirarla abiertamente hasta que ella lograse recomponerse al menos la ropa, se hubiera subido las medias y la bragas y cubierto con el abrigo la chaqueta y la blusa que el suboficial borracho le había descosido a manotazos cuando intentaba forzarla. Pero Anna lo obligó a darse la vuelta sin terminar de vestirse, le agarró la cara tan fuerte que luego pensó que a lo mejor le había hecho daño, pero ella necesitaba comprobar que no estaba delante de un fantasma. Rubén, intentó decirle, pero ya no fue capaz de articular ninguna palabra más. Una bola espesa en la garganta le impedía hablar, y antes de que se diera cuenta le empezó a brotar el llanto, y se abrazó a él, ese cuerpo tan delgado que al tocarlo ya ni siquiera le recordaba el cuerpo del hombre a quien había estado prometida en París. Sentía la barba áspera de Rubén en la frente, su abrazo fuerte a pesar de la endeblez que aparentaba, luego sus labios en la raya del pelo, y luego se dio cuenta de que el cuerpo flaco que había olvidado también se sacudía porque estaba llorando.

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