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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (41 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Ella no pudo evitar empezar a sollozar de nuevo. Se abrazó a Rubén, pero este solo le pasó una mano por encima de los hombros. Luego le besó la raya del pelo, como hacía cuando estaban juntos, igual que había hecho cuando se encontraron en el callejón y rindió la mejilla en su melena.

—Por última vez no, Rubén. Por última vez no.

—Las cosas ya no pueden ser de otra forma.

A él le salía la voz como distorsionada. Todavía tenía los labios torcidos sobre su cabeza.

—Sí pueden ser, Rubén. Tenemos toda la vida por delante. Podemos marcharnos los dos a París ahora mismo. Me da igual lo que haya venido a hacer a Berlín. Yo lo único que quiero es estar contigo.

Pero Rubén se había separado de ella, y, aunque no había más de un palmo de distancia entre los dos, para Anna era como si el cuerpo de él se fuera disipando en la niebla, un fantasma que en lugar de andar levitase sobre el suelo hasta perderse entre la bruma de Berlín.

—¿Qué vas a hacer, Rubén? ¿Adónde vas a ir? No te vayas, por favor. No te vayas.

No dijo nada Rubén Castro. No era un fantasma, pero antes de que Anna dejara de verlo tras la cortina espesa de bruma, vio cómo levantaba las palmas de las manos y se las enseñaba, le ordenaba que no lo siguiera o como si quisiera empujarla por una fuerza invisible en la dirección contraria en la que él se marchaba.

Y durante la noche, en la que apenas había sido capaz de conciliar algo ni siquiera digno de llamarse sueño, había llegado a convencerse Anna, sin mucho esfuerzo, tal vez porque al final se había quedado medio dormida sin darse cuenta, de que el encuentro con Rubén no había sido más que un espejismo que había llegado con varios años de retraso, cuando ya no esperaba encontrar el oasis en el desierto. Rubén que regresa del mundo de los muertos para perturbar su conciencia dormida, por no haberse esforzado lo suficiente para sacarlo del campo de exterminio, por no haberlo esperado, por haberse enamorado de un hombre con el que Bishop le había pedido que fuera todo lo amable que pudiera para poder sonsacarle unos cuantos secretos. Ojalá que hubiera sido eso, pensó por la mañana, todavía no había amanecido, antes de ir a ver al agente de la OSS.

Franz

Dos años después de haber estado en Mauthausen, Franz Müller era el lado que terminaba de sostener un triángulo que parecía cerrarse por fin en Berlín, cuando había terminado la guerra. Por un lado Anna y Rubén, y por el otro lado él mismo.

No sabrá el violinista el nombre de Rubén Castro hasta meses después y, cuando por fin se entere, volverá a preguntarse si el hombre que se acordaba del violinista que tocaba un vals en el parque de Luxemburgo es el mismo preso que estuvo a punto de saltar y tal vez saltó al vacío en la cantera de Mauthausen.

No pasaron tres meses, y Franz Müller ya había conseguido un puesto como ingeniero en la fábrica de Heinkel, en Oranienburger, al norte de Berlín. Toda la ciencia de Alemania estaba militarizada. Pero eso era algo con lo que ya contaba. Con el tiempo, su etapa en Austria no es más que un recuerdo vago, imágenes borrosas que le gustaría olvidar, como una pesadilla que la única forma de deshacerse de ella es pensar que jamás ha sucedido.

Al volver a Berlín, hubo de soportar las humillaciones que había previsto. Llamar a Dieter Block y contarle que tenía razón, que la vida de músico aficionado llega a cansar en un momento dado, que nada puede ser comparable con desarrollar su capacidad como ingeniero.

—Vaya, el hijo pródigo —le escucha decir a su viejo amigo, no sin cierta sorna que sabe que no puede ni le apetece disimular—. Sabía que algún día volverías, que me llamarías y me pedirías que te echase una mano.

Franz Müller suspira, aguantándose las ganas de soltar el auricular.

—El hijo pródigo, sí. Aquí me tienes, cumpliendo punto por punto lo que habías profetizado.

—¿Dónde has estado todo este tiempo, Franz?

El violinista se encoge de hombros al otro lado de la línea.

—Dando tumbos. Por aquí y por allí. Salzburgo, Viena, Linz, París.

—Y ya has decidido que se han terminado tus días de bohemio.

Müller se queda callado un instante antes de contestar.

—Ya he visto bastante. Ahora quiero volver a Berlín.

—Pero si me llamas no será solo porque quieres volver a Berlín.

—Llevas razón. Necesito un trabajo.

—¡Un trabajo! —el tono de voz de Dieter Block es lo más parecido al de un padre que disfruta de que su hijo díscolo al final termine dándole la razón.

—Un trabajo, sí.

—Pues no sé. Supongo que no te será difícil tocar en alguna orquesta que alegre las tardes de la gente que pasee por Tiergarten —hace una pausa, espera Dieter Block el efecto de sus palabras en el ánimo de su viejo amigo—. Porque, supongo que lo que quieres es seguir tocando el violín, ¿no, Franz?

—Había pensado más bien en volver a mi puesto como profesor. Quiero algo más tranquilo, más seguro.

—¿Y el violín?

—Lo del violín prefiero dejarlo para los ratos libres. Como profesor de ingeniería se vive mucho mejor —traga saliva, como si le costara un gran esfuerzo decir lo que iba a decir—. Tenías razón, Dieter. La vida de bohemio no es para mí.

Para Franz Müller es como si pudiera verlo asentir satisfecho. Es lo que quería escuchar, y prefiere pensar en Dieter Block como el amigo con el que había jugado desde niño que imaginarlo vestido con el mismo uniforme de los SS que ha visto en Mauthausen.

—Bueno, veré qué puedo hacer, Franz. No sé si como profesor, pero los ingenieros talentosos como tú siempre son bienvenidos. Me alegro de que al final hayas decidido regresar al lugar donde te corresponde. El sitio de donde nunca deberías haberte marchado.

Müller cuelga el teléfono en la estación de Linz y sube al tren. Ya había comprado el billete de vuelta a Alemania antes de llamar a Dieter Block. Obersturmbannführer Dieter Block. Quién se lo iba a decir. Prefiere pensar en el tren que lo lleva de vuelta a Alemania Franz, que a lo mejor también se puede vestir un uniforme de las SS y llevar una vida tranquila de oficinista en Berlín. Espera que su viejo amigo no haya visitado nunca uno de los Lager. Que pueda haber una diferencia entre los SS que custodian Mauthausen y Dieter Block.

Llamarlo ha sido la primera de las concesiones que habrá de hacer para recuperar su trabajo como ingeniero, para poder viajar a París a buscar a la mujer cuya foto le obsesionará tanto que a veces sentirá que le quema en la palma de la mano al contemplarla. En el tren vuelve a sacarla de la cartera. El retrato en sepia de una mujer morena cuyo nombre no recuerda. Tan solo sabe que su novio le pidió que se casara con él un domingo que él ya había dejado París. Le parece guapa, pero a fuerza de mirarla tantas veces ya no está tan seguro de que sea tan hermosa como piensa. Le gustaría ser amigo de alguno de los hombres que viajan en el tren para preguntarle su opinión. Pero Franz Müller no conoce a ninguna de las personas que lo acompañan en el compartimento de ese vagón de segunda clase.

Tiene los ojos casi cerrados, la fotografía aún en la mano cuando la mujer que está sentada a su lado le dice algo. Frunce el ceño el violinista, no ha entendido muy bien la pregunta. Abre los ojos, parpadea, como si se hubiera quedado dormido sin darse cuenta y vuelve la cara para ver a la desconocida.

—¿Su novia?

Es una mujer mayor. Casi podría ser su madre. Su novia.

El violinista sonríe. Podría ser una manera de verlo.

—Es muy guapa —la mujer suspira, y al hacerlo echa un vistazo a su equipaje, en la repisa del vagón, el violín protegido en su funda—. Seguro que está deseando volver a verla.

Müller asiente vagamente, sin mucho entusiasmo. Sigue mirando la foto, protegida en el hueco de la palma de su mano, un recuerdo que no le pertenece, una historia de amor que no es la suya, pero no puede evitar que una sonrisa le adorne la cara. Antes de quedarse dormido, ya ha imaginado varios nombres que le ha adjudicado. Marie, Marlene, Irene, Nicole, Veronique. Cualquiera de ellos podría ser el suyo, y antes de quedarse dormido no pudo evitar preguntarse varias veces cuál sería el verdadero.

Tres meses después está Franz Müller en París. No ha sido fácil, pero las influencias de su amigo Dieter Block le han sido de gran ayuda. Para viajar de París a Berlín, un civil necesita un permiso de salida, un visado de tránsito suizo y una autorización del gobernador militar alemán para entrar en Francia. Primero Múnich, luego Ginebra. Ese ha sido el recorrido para llegar a París.

Tiene unos días libres en su trabajo, un puesto que no es arriesgado, ni complicado. Principalmente se trata de desarrollar el prototipo de un avión a reacción. Pero la única verdad es que durante este tiempo Müller se ha vuelto más obsesivo, porque no se engaña al concluir que la principal razón por la que ha terminado aceptando volver a una vida segura en Berlín no ha sido para tener un trabajo o un buen sueldo, o para poder boicotear la militarización de la ciencia desde dentro, como había querido pensar con una mezcla de ingenuidad y de idealismo adolescente que nunca lo había abandonado, sino para moverse con cierta libertad por la Europa ocupada por la Wehrmacht, ir a París, pasear otra vez por el barrio Latino, caminar de nuevo hasta los jardines de Luxemburgo, como si fuera de nuevo a tocar el violín para el disfrute de los que pasean junto al estanque las mañanas de domingo, volver tranquilamente y atravesar el Sena, merodear por las cercanías de la plaza de la Bastilla, la rue Lappe, o la plaza de los Vosgos, buscando en las mujeres con las que se cruza el rostro de la misma mujer cuyas facciones a veces temía que se le hubieran borrado de la cara de tanto mirar la fotografía. Mujeres jóvenes que lo miran con desconfianza o invitadoramente, porque va bien vestido, lleva uno de los trajes que se ha hecho a medida en una sastrería elegante de Berlín, y en el otoño de 1943, aunque el Reich ha perdido la batalla en el norte de África y en Stalingrado, su ejército aún domina incontestablemente en Europa, y él, aunque le pese, aunque prefiera verse a sí mismo todavía como un violinista diletante que lleva una vida bohemia en Austria, ahora no es sino un ingeniero de ese ejército de ocupación que ha podido venir hasta París gracias a los contactos de Dieter Block, con quien ahora ha renovado su amistad con las mismas energías que si fueran unos adolescentes, tan contento está de que haya vuelto al camino correcto, que no ha querido pararse a meditar que quizá la única razón por la que Franz Müller lo ha hecho, ha sido para poder volver a París y no para desarrollar el proyecto de los aviones a reacción de la Luftwaffe.

Como si fuera un espía, Müller, de vez en cuando hace un ejercicio de voluntad para recordárselo a sí mismo. Mi trabajo ahora es un instrumento, un puro trámite, el disfraz de un actor que gracias a llevarlo no tiene que estar en el frente y puede servir al Führer en un departamento que él mismo parece detestar. Cada vez que los ingenieros le hablan de un nuevo prototipo de un avión a reacción, la decepción es la misma. A Hitler no parecen interesarle ese tipo de aviones tan rápidos y tan pesados cuya capacidad de giro es muy inferior a la de los cazas aliados. Y está convencido de que la guerra se ganará antes de que alguno de estos aparatos pueda volar con las mismas garantías que los aviones de hélice, que solo él y sus compañeros parecen saber que algún día serán los únicos que decidirán los combates en el aire.

Pero él no ha venido a París como el ingeniero de la fábrica de Heinkel. Le gusta pensar que es el mismo violinista que pasó allí unas semanas en la primavera de 1940, no mucho antes de que los Panzer destrozasen la línea Maginot y llegasen hasta París.

En la plaza de la Bastilla, frente a la columna, Franz Müller se saca la cartera del bolsillo y la abre para ver la foto. Es un trámite, nada más. No lo necesita para ver esas facciones delicadas, el pelo negro, recogido en un moño, la piel que adivina blanca a pesar del color envejecido del retrato y las grietas del tiempo que surcan el rostro de la mujer. Alguna vez ha pensado que ha estado incluso a punto de romperse, que las grietas serán cada vez más grandes y que un día, cuando la coja de la cartera para mirarla, el retrato de esa mujer cuyo nombre no conoce, se habrá partido en dos o tres pedazos y ya nunca podrá recordarla y se volverá loco.

Antes de venir a París ha estado a punto de contarle a Dieter Block sus intenciones. Decirle que viaja a Francia para buscar a una mujer cuyo nombre ni siquiera sabe, solo la calle donde vive, una mujer que, si consigue hablar con ella, con toda probabilidad lo primero que desee sea escupirle en la cara. Dieter Block podría haberlo ayudado a encontrarla. Una mujer que vive en la rue Lappe cuyo prometido ha sido enviado al campo de concentración de Mauthausen. Seguro que no sería difícil de encontrar para alguien con los recursos y los contactos de su amigo, pero él no ha querido decirle nada, ha preferido mantenerlo en secreto, y no le apetecía darle explicaciones, además. Es algo que tiene que hacer él solo. Eso lo ha tenido claro desde el principio. Ir solo hasta París para encontrarse con esa mujer.

El primer día es una locura. Pasea por las terrazas del bulevar Beaumarchais mirando las caras de las mujeres que están sentadas, como si fuera un detective o un demente. Se sienta en un banco de la plaza de los Vosgos al caer la tarde. Las madres que pasean a sus hijos pequeños entre las palomas, hombres ociosos que atraviesan la plaza, y Franz Müller allí, con su traje berlinés hecho a medida, un extraño y un extranjero. Al cabo de un rato se levanta y vuelve hasta la plaza de la Bastilla. Se da cuenta de que lleva más de una hora y media por los alrededores, pero todavía no ha tenido el valor de embocar la rue Lappe, que tiene tan cerca. Es como si la misma fuerza del imán que lo ha traído hasta París ahora lo empujase en sentido contrario, el miedo al fracaso, a saber que tal vez no se atreverá a hacer nada, que no reunirá el valor suficiente para hablarle, dirigirse a ella con cualquiera de las docenas de excusas que ha urdido cuando ha imaginado que llegaría el momento del encuentro.

Respira hondo antes de dar media vuelta y dejar la columna de la plaza de la Bastilla atrás para llegar hasta la esquina. Antes de girar y adentrarse en la calle, vuelve a detenerse un instante. Siente que si alguien lo ve estará haciendo el ridículo, un hombre hecho y derecho y tan trajeado que no es capaz de adentrarse en la calle donde vive una mujer que ni siquiera lo conoce. Hay algo que no puede negar. Por mucha experiencia, por muchos años vividos, por mucha inteligencia o por mucho valor que tenga uno, cuando se enfrenta al pozo oscuro que lleva guardado en el alma, eso no sirve para nada, y un hombretón que no se atreve a embocar una calle donde no conoce a nadie y donde nadie lo va a conocer a él, no es más que un niño asustado que ha de enfrentarse a la parte más frágil de sí mismo.

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