El violinista de Mauthausen (17 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Rubén aprieta los párpados. Procura no mearse encima. No sabe si está dormido o no, sigue soñando que está en París, y de pronto está en ese olivar en invierno en el que ha pensado antes, no hay duda, porque el mundo cambia sin que nadie pueda evitarlo. Primero París, pero París sin Anna. ¿Dónde está Anna? Anna no aparece en el sueño. Luego está solo, en el olivar, y no hay nadie con él. No están sus compañeros ni escucha el suave traqueteo del vagón al mecerse sobre las vías. El caso es que le encanta estar ahí, con los olivos, el olor de los terrones húmedos, en silencio, y sobre todo se siente en paz y tranquilo. Debe de ser Andalucía, es el mismo olivar de su familia de cuando era niño, hace una temperatura agradable y no hay nieve, y además de olivos también hay naranjos, y limoneros, y una higuera detrás de una colina. Cierra los ojos en el sueño y huele el azahar aunque no es primavera. Lo sabe Rubén porque está en casa, o es que nunca se ha ido de Andalucía. Y cierra los ojos aún más. Tanto que le duelen los párpados y al final se relaja, siente un alivio en la entrepierna que deja de preocuparle, ya no tiene ganas de orinar, en el campo puede hacerlo cada vez que le dé la gana, y entonces empieza a sentir frío, pero las ingles y parte de una pierna las siente calientes. Abre los ojos, va tomando conciencia poco a poco de que aún sigue en el tren, que es madrugada de finales de otoño en algún lugar impreciso de Alemania, que el frío empieza a ser insoportable a pesar del calor de todos los cuerpos de los prisioneros arrejuntados, y que esa sensación cálida de la entrepierna es porque se ha meado encima mientras estaba dormido. Es una faena, pero no lo ha podido evitar. Y ahora, además de soportar la vergüenza por habérselo hecho encima, como si fuera un niño de pañales, lo que tiene es miedo de que alguno de sus compañeros la tome con él por no haber pedido que lo dejasen ir al rincón, al cagadero —todavía hay algunos que se permiten hacer bromas a pesar de la situación tan desesperada en la que se encuentran— para mear, como todo el mundo.

¿Es posible que todavía ninguno sea capaz de intuir adónde los llevan? Rubén también tiene miedo de que alguno de ellos haya entendido las palabras que el Kapo ordenó que tradujese en la puerta del barracón y les diga a los demás que les ha mentido. Rubén os ha engañado, compañeros, sí, ese mequetrefe de las gafas que se acaba de mear en los pantalones. Si se ponen violentos no va a poder hacer nada. Morirá aplastado, como una cucaracha. Ni siquiera el corpachón de Santiago va a poder salvarlo. Seguro que su amigo se ha dado cuenta de que se ha meado encima, pero no ha dicho nada, puede que porque prefiere no avergonzarlo delante de los demás, delante de él mismo quizá, o porque no quiere que la tomen con él. Aunque es más que posible que Rubén no haya sido el único que se ha meado o cagado encima. El olor a excrementos y a orines es tan intenso dentro del vagón en determinados momentos que no hay otra respuesta salvo que más de uno no haya podido aguantarse y se lo haya hecho en los pantalones. Pero cuando Rubén termina de abrir los ojos del todo y toma conciencia por fin de que está despierto se da cuenta de algo que no sabe muy bien qué significa, si será bueno o malo, si el final del viaje o el principio del infierno o si tal vez no significa nada. Pero hay algo de lo que no hay duda: el tren se ha parado del todo, todavía puede escuchar el chirrido inconfundible de las bielas al frenar como si fuera un eco lejano, un ruido que puede incluso proceder de otro mundo. Muchos de los compañeros deben haberse quedado dormidos porque no se han dado cuenta.

—Nos hemos parado —le dice Santiago, tieso, como una estatua, pero Rubén apenas puede ver nada.

Pasa el tiempo, y alguno dice ea, ya hemos llegado, como si hubiera sido un viaje de placer y hubieran arribado cansados a la puerta de un hotel. Luego, la puerta del vagón se abre y tiene que cerrar los ojos, como si el sol hubiera salido de repente. Una luz tan potente que no puede evitar sentir miedo de quedarse ciego si la mira fijamente. Aprieta los párpados. Los que pueden moverse con menos dificultad se tapan los ojos.

—Joder, la luz —se atreven algunos a protestar.

Fuera se escuchan voces, y al abrir la puerta una ráfaga de aire helado se cuela en el vagón, y aunque lo primero que consigue el viento frío es hacerlo tiritar, a Rubén en el fondo lo alivia porque espera que pueda llevarse algo del mal olor.


Wer kann hier Deutsch sprechen
? —escucha decir, y como nadie contesta, quienquiera que la haya pronunciado repite la frase—.
Wer kann hier Deutsch sprechen
?

Son palabras en alemán que se mezclan con ladridos de perros. Desde dentro solo se puede ver el foco. Preguntan por alguien que hable alemán. Ninguno responde, y Rubén, en un grito apagado que siente ridículo desde su rincón, como si fuera el gallo de un adolescente que no ha podido evitar, dice que él habla alemán, y al abrir los labios también maldice su suerte por ser el único hombre del vagón capaz de hacerlo.


Ich kann
—repite, sin estar seguro de si desde donde están los de fuera pueden oírlo.

Santiago se hace a un lado para que Rubén pueda pasar, pero apenas consigue dejarle espacio entre otros dos presos que están apretujados contra él, en la estrechura del vagón es imposible que pueda salir, que pueda llegar hasta la puerta, al foco desde el que parecen brotar las voces.

Ich kann
, murmura, de nuevo, pero está seguro de que al otro lado del vagón, desde la puerta, nadie podrá escucharlo, y si no es capaz de llegar a tiempo las puertas del vagón se cerrarán y entonces el tren arrancará y ya no podrá hacer nada por sus compañeros. De nuevo será todo oscuridad, quién sabe por cuánto tiempo más.
Ich kann
, repite, empujando en vano la espalda de un compañero para que lo deje pasar
. Ich kann
.

Entonces Santiago empuja a los demás con su espalda enorme, sus hechuras de gigante.

—Dejadlo pasar, coño. Dejad pasar a este, que habla alemán.

Y como pueden los presos del vagón se hacen a un lado, como las aguas que se abren para dejar pasar a Moisés y al pueblo de Israel.


Warten
! —grita Rubén—.
Warten Sie bitte
!

Se pone la mano en la frente a modo de visera cuando está delante del foco.

—Pídeles agua y comida. Pregúntales cuánto falta para llegar a nuestro destino.

Cegado por la luz, apenas puede distinguir a los soldados que le hablan desde el andén. Solo puede escucharlos a ellos y a los perros. Es como si dentro de un momento los soldados fuesen a soltar a los perros para que muerdan la mercancía que transporta el convoy. Rubén pregunta adónde van, pero no le responden nada. Les pide agua, se la pide por favor. Wasser, bitte. Pero la única respuesta que obtiene es una carcajada, una risotada limpia, sin pudor por su precariedad. Un cubo grande es lo único que consigue que le entreguen. Un recipiente metálico que es aproximadamente la mitad de grande que un bidón.

No es posible que de ahí puedan beber todos. Pero algo es algo. Rubén le pide ayuda a un compañero para poder coger el cubo. Aunque no es muy grande, lleno de agua seguro que pesa lo suyo, y Rubén no es muy fuerte. Pero cuando entre él y otro preso lo cogen se dan cuenta de que está vacío. Detrás del foco un soldado le dice que es para hacer sus necesidades, y los demás se ríen. Para que podáis cagar y mear sin ensuciar el vagón, españoles de mierda.

—¿Y el agua? —le pregunta el otro preso a Rubén, sin soltar el cubo, como si fuera el espectador de un truco de magia fallido o que todavía no ha sucedido—. ¿Y el agua? ¿Qué pasa con el agua?

Rubén todavía está mirando el foco, la mano libre a modo de visera para protegerse los ojos. Espera que, a pesar de todo, lo único que hayan pretendido los soldados haya sido reírse de ellos, porque al final les darán agua, al menos agua sí. La luz sigue encendida cuando los soldados cierran la puerta.

—¿Y el agua? ¿Qué pasa con el agua?

Ahora no es solo el que sujetaba el cubo con él quien se lo pregunta, sino algunas voces desde el fondo del vagón.

—¿Y el agua? ¿Dónde está el agua?

El tren empieza a moverse, lentamente, y el preso que lo ha ayudado ha soltado el cubo y le ha dado una patada, desesperado.

—No ha dado tiempo a que nos traigan agua —responde Rubén—. Antes de que hayan podido llenar el cubo el tren ha arrancado.

Es una mentira piadosa. Espera que no la tomen con él, no por haberles mentido, sino por no haber llegado a tiempo desde el rincón para pedirles agua a los soldados. Desde donde está le va a ser difícil volver al sitio de antes. Una vez que han retirado el foco y han cerrado las puertas resulta imposible ver nada dentro del vagón. Rubén tiene el cubo en los pies, y lo único que ha podido comprobar es que aquí, cerca de la puerta, donde las grietas de la madera del vagón son más grandes, o tal vez porque no está en un rincón o la espalda de Santiago no puede protegerle, el frío es mucho más intenso. Es insoportable, el viento helado y húmedo que se le cuela por la ropa y se le mete dentro de la piel. Puede sentir cómo se instala dentro de sus huesos.

No lo van a dejar pasar. ¿Por qué iban a querer dejarlo pasar a un sitio más cómodo o más cálido del vagón si al final, ha terminado por darse cuenta, lo único que impera allí dentro es la ley del más fuerte? Y en eso Rubén tiene las de perder. Santiago está al otro lado, pero está tan oscuro que ahora, además de que le costaría mucho llegar, pues sabe que los compañeros no lo van a dejar pasar, también le va a resultar muy difícil orientarse.

En una curva siente que lo empujan contra las tablas y teme morir aplastado. Tiene el cubo justo detrás de él, entre sus muslos y la pared, y ahora no hay rastro del otro preso que lo había ayudado a sujetarlo, tal vez ha podido volver a su sitio y ahora está callado, protegiéndose del frío o sufriéndolo en silencio, como todos, tratando de aguantar lo mejor posible. Por fortuna, el tren se endereza enseguida, y Rubén logra recuperar la verticalidad. Apoya la espalda contra la de un compañero para que la próxima curva no lo coja desprevenido, trata de cerrar los ojos, concentrarse para pensar que no hace frío, y el vagón vuelve a dar un bandazo en otra curva. Si el tren descarrila estará muerto pronto. Todos estarán muertos, asfixiados o estrujados: el compañero que ahora echa el cuerpo sobre él mientras el tren sale de la curva pesa tanto que lo aplastará contra las tablas del vagón. Ni siquiera el ganado viaja en esas condiciones. Rubén está seguro de ello.

El tren vuelve a recuperar la verticalidad, parece que ahora es una línea recta. Pero el otro preso no ha cambiado la postura, y Rubén así no puede respirar y, además, teme que un movimiento brusco del tren pueda romperle las piernas. Piensa en el borde metálico del cubo, que le aprisiona a la altura del fémur, y está seguro de que el riesgo de fractura es real. Intenta empujar al compañero, suavemente, para que no se enfade, y entonces la cabeza cae sobre el hombro de Rubén, como un borracho que no puede sostenerse en pie. Le da un codazo para despertarlo pero debe de estar profundamente dormido o sus nervios adormecidos por el frío porque no se da cuenta de que lo está empujando.

—Oye, compañero. Me estás aplastando.

Rubén trata de apartarse un poco, aprovechando un movimiento del tren, pero el otro se desliza hacia abajo, como si resbalase porque se ha quedado sin fuerzas. Al moverse se ha puesto de lado, y vuelve a darle un codazo en el costado, ahora más fuerte que antes, pero no reacciona. Le toca la cara y la siente helada, pero eso no tiene por qué querer decir nada. Su cara también tiene que estar helada. La cara y el resto del cuerpo. Rubén le toca la barba, estalactitas de escarcha, los ojos cerrados, le pone la mano en la nariz, y no siente que respire. Quiere creer que no puede notar el aire porque él también tiene las manos congeladas, que no siente el pulso en su garganta porque sus dedos son alfileres helados que han perdido la sensibilidad. En otro movimiento brusco del tren, tal vez un bache en la vía, parece que el compañero se ha incorporado. Menos mal, suspira Rubén, pero no del todo aliviado. Está de pie el preso pero otra vez ha caído sobre él, como si estuviera cansado o un problema le impidiese mantenerse firme. Sin embargo ahora se ha vuelto hacia él, y tiene la cara casi pegada a la suya. No se mueve. Sube despacio la mano para comprobar si de verdad no tiene aliento, y entonces el vagón se vuelve a mover y parece que están los dos abrazados, como dos muñecos de trapo agotados por el viaje, y la luz de la luna ilumina el interior del vagón, y aunque es solo un instante Rubén ha podido ver sus ojos cerrados, la boca apretada, las cejas y las púas de la barba blancas de nieve. Está muerto. Está muerto este compañero que ni siquiera sabe cómo se llama y nadie salvo él se ha dado cuenta. O a lo mejor es que sí se han percatado pero nadie ha dicho nada o no ha querido darle importancia.

¿Es que acaso ninguno ha podido darse cuenta? Toca la espalda de otro para decírselo, pero apenas puede moverse, y es posible que no haya tentado su brazo o su espalda lo bastante fuerte como para que se dé cuenta de que lo llama. Vuelve a hacerlo, pero no responde. Consigue echar a un lado, solo un poco, el cuerpo del compañero que se ha muerto de frío, y cuando vuelve a golpear la espalda del otro piensa que también puede estar muerto. Rubén lo empuja contra el compañero que está más cerca, pero tampoco consigue que reaccione. Lo intenta con otro, y lo mismo. Uno, dos, tres, por lo menos cuatro de los hombres que lo rodean están muertos, muertos de frío, y si sigue junto a la puerta del vagón es posible que él sea el próximo en correr la misma suerte.

Pero hay algo que puede ser incluso peor que estar muerto. Lo piensa Rubén y se apodera de él un pánico nuevo, una sensación que, por extraño que le parezca, le hace desear, en caso de tener razón, estar muerto también, ser uno como los demás y no estar en ese vagón que ahora imagina atestado de cadáveres. ¿Y si están todos muertos ya, todos menos él? O, peor todavía, ¿y si ocurre justo lo contrario? ¿Y si él es el único que está muerto pero son los otros los que están vivos? La muerte tiene que ser una cosa muy rara, a lo mejor no es más que gritar desesperado sin que nadie te escuche, o se hacen los dormidos, o quizá es que ya no pueden enterarse de las palabras de alguien que ha abandonado ya para siempre el mundo de los vivos. Rubén quiere gritar, pero no consigue que de su garganta salga siquiera un hilo de voz.

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