El violinista de Mauthausen (36 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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No le contestó. Se alejó unos pasos. No había nadie en la calle, pero tampoco tenía por qué pasar nada.

—Espera, no corras.

Anna no corría, pero tampoco esperó. Siguió su camino como si no fuese con ella, pero los pasos del otro la seguían. Lo mejor era no volverse, no hacer nada, como si no se hubiera enterado de que le hablaba a ella. Esperaba que pronto se cansara y volviera dentro del café para resguardarse del frío de Berlín. Pero tal vez el tipo estaba demasiado borracho como para darse cuenta de que hacía mucho frío o le daba lo mismo. Seguía tras ella.

—Espera —lo escuchó decir otra vez, pero ella siguió con su camino, como si nada.

Ahora había apretado el paso un poco. Seguro que el otro se había dado cuenta, porque él también caminaba más deprisa: lo sentía cada vez más cerca.

Podría dar media vuelta y volver al café. Allí dentro había varios soldados. Aunque en los brazos del hombre que la seguía había visto los tres galones de sargento, era posible que ninguno de los militares que estaban en el local tuviese una graduación mayor que el que la seguía. Pero tampoco eso le garantizaba que pudieran o quisieran ayudarla. Podría ser peor, podrían incluso querer divertirse un rato con ella. Embocó la Luissenstrasse para cruzar el Spree de nuevo y llegar hasta la puerta de Brandemburgo. Esperaba que allí, al menos, hubiera más gente, o quizá sentirse más segura por la presencia de otros soldados. Se habría reído si le hubieran dicho alguna vez que sucedería, pero ahora le gustaría tener a Bishop cerca. Pondría firme al hombre que la seguía y le soltaría una reprimenda, con voz autoritaria, tal vez incluso haría que lo encerrasen en un calabozo. Pero Bishop no estaba allí. Estaba ella sola, así que no podía pedir ayuda a nadie.

Respiró hondo Anna. Frenó en seco. Ya no iba a correr más. No le quedaba más remedio que lo que iba a hacer.

—Déjame en paz —le dijo al volverse, muy seria. La voz firme, los ojos que echaban fuego.

El sargento estaba a menos de un metro de ella, pero no se detuvo. Todavía se acercó un poco más, hasta que sus cuerpos casi se rozaron.

—Déjame en paz —dijo Anna otra vez, sin que le temblase la voz.

El militar la miraba con los ojos turbios. Era moreno, más cerca de la madurez que de la juventud, tenía el pelo rizado y una panza incipiente se le empezaba a derramar por encima del cinturón.

—Qué bien hablas mi idioma. Tranquila, muñeca, que no te voy a hacer daño.

—De eso puedes estar seguro.

Ella era la primera que no creía en la frase que había soltado. Pero esperaba ingenuamente que tal vez surtiese efecto.

El otro sonrió. Se metió la mano en el bolsillo. Anna dio un paso atrás. No era imposible que sacase una navaja. Nunca se sabe. Y ella había sido —y tal vez lo seguía siendo— una agente de la OSS, pero a pesar de que fue adiestrada en la lucha cuerpo a cuerpo nunca tuvo que enfrentarse físicamente con nadie durante sus tiempos de agente doble en París. Y desde aquel entrenamiento había pasado mucho tiempo. Si un tipo borracho le sacaba una navaja lo único que se le ocurría era salir corriendo. Esa era su última opción. Salir corriendo. Quitarse los zapatos de tacón que Bishop le había procurado en un economato del ejército norteamericano para que fueran idénticos a los que llevaban las mujeres berlinesas que podían permitírselo y tratar de llegar hasta un lugar concurrido para pedir auxilio. No iba a resultar sencillo, en realidad estaba convencida de que era prácticamente imposible llegar hasta la avenida. Pero era lo único que podía hacer.

Anna entornó los ojos un instante. Suspiró, para tratar de relajarse antes de echar a correr. Lo hizo despacio, procurando que el suboficial norteamericano beodo no se diese cuenta, más por su borrachera que por la falta de disimulo con que ella había podido esbozar el gesto.

Ya había abierto los ojos y estaba dispuesta a dar la primera zancada hacia la avenida cuando el hombre ya había sacado la mano de la guerrera. Bien mirado, pensó, en otras circunstancias aquello incluso podría haber resultado divertido. Hasta podría haberse echado a reír. Lo que el soldado había buscado con manos torpes no era una pistola para apuntarla o una navaja para rebanarle el cuello, sino una chocolatina perfectamente guardada en su envoltorio, sin abrir todavía. Pero un hombre no sale al frío de la noche detrás de una mujer y la persigue durante tres manzanas con la única intención de regalarle una chocolatina.

Si había pensado en reírse por la situación, enseguida se puso furiosa. No le agradaba en absoluto la idea de que aquel sargento bebido hubiera pensado que podría acostarse con ella solo por enseñarle una chocolatina. Se quedó mirándolo, y ahora ya no pensaba en huir, sino en darle una bofetada y caminar despacio y con dignidad hasta la puerta de Brandemburgo mientras el suboficial borracho se preguntaba qué le había ocurrido, por qué una muchacha alemana no se dejaba sobar un rato ante la posibilidad de probar la golosina de un soldado del ejército que había ganado la guerra.

—También tengo tabaco —le escuchó decir, y por la forma insistente en que sacudía el paquete de Chesterfield pensó que ya se lo había dicho hace un momento pero que ella, ocupada como estaba primero en calmarse para escapar, luego en darse cuenta de que le ofrecía una chocolatina y más tarde en controlar la rabia que le producía que la quisieran comprar de una forma tan burda y humillante, no se había dado cuenta de que lo que había hecho el sargento era añadir como pago a sus favores, además de la chocolatina, un paquete de tabaco rubio norteamericano.

—Está sin empezar —y el militar parecía tan seguro de su ofrecimiento que había agarrado una mano de Anna para entregarle el paquete—. Anda, preciosa. Cógelo. Aunque no fumes, seguro que podrás cambiarlo por algo que necesites.

Anna retiró el brazo con un movimiento brusco, y el sargento se quedó mirándola un instante, desconcertado.

—Déjame en paz.

Anna había levantado la voz. Se dio cuenta al ver la expresión del soldado. Primero frunció el ceño, al cabo de un instante la miró con asco, justo el tiempo que tardó en comprender que lo despreciaba. Luego se volvió a guardar el paquete de tabaco y la chocolatina en la guerrera, en el orden inverso al que los había sacado. Ella ya se había dado la vuelta y encaraba el trayecto de la calle que le quedaba hasta la avenida, donde tal vez hubiera gente y le resultase menos embarazoso salir airosa del encuentro.

Pero no iba a ser tan fácil. De eso estaba segura antes de dar la vuelta y seguir con su camino.

Primero sintió la mano sobre su hombro. Pesaba tanto que fue como si el sargento hubiera echado todo su peso encima de ella.

Su primer impulso fue gritar, pero pensó que lo único que iba a conseguir era que el otro se enfadase todavía más.

—Déjeme en paz. Por favor.

Se había dado la vuelta, pero la mano del sargento todavía seguía sobre su hombro, una tenaza que la apretaba cada vez más.

—Por favor…

El militar la seguía mirando. Anna se preguntó si sacaría de nuevo la tableta de chocolate y el paquete de tabaco para convencerla, pero lo hacía para no pensar lo que temía, que ahora tal vez no sería tan amable como la primera vez. Le pasó la mano que tenía libre por la cara, le apretó una mejilla, luego le recorrió los labios con los dedos, como si quisiera borrar el resto de carmín. Era como un amante torpe y desconcertado que no sabe cómo tratar a una mujer.

Correr no era una opción posible ya. Anna miró por detrás del hombre por si veía el coche que la había seguido cada noche desde que llegó a Berlín. Qué mala suerte que el mismo día que había conseguido darle esquinazo se hubiera encontrado con aquel tipo.

—Tengo prisa —le dijo, tratando de darse la vuelta—. Me esperan.

La mano del sargento había bajado hasta el escote. Le acarició un seno por encima de la chaqueta. Anna no recordaba haber sentido tanto asco nunca al ser tocada por un hombre. A medida que los dedos se cerraban sobre su pecho el gesto del tipo se iba transformado en una sonrisa torva. Apretaba cada vez más fuerte. Le hacía daño. Ella le agarró la muñeca y trató de echar el cuerpo a un lado para zafarse de él, pero el brazo era como una barra de hierro enorme que no podía mover. A Bishop le había visto una vez hacer algo parecido, en Francia, para escaparse de un colaboracionista que quería retenerlo hasta que llegase la Gestapo, pero acababa de comprobar que no era tan sencillo. Y aquel tipo que la sujetaba y estaba tan furioso pesaba por lo menos cincuenta kilos más que ella.

Estaba a plinto de pedir socorro —la única opción que le quedaba— cuando sintió una bofetada que la hizo tambalearse. Luego el otro la agarró por la chaqueta y Anna sintió cómo se le saltaban un par de botones al tirar. La otra manaza, enorme, maloliente, estaba en su boca. La apretaba para que no pudiese gritar.

No podía concebir que un hombre pudiera tener tanta fuerza. Sin aparente esfuerzo la arrastró hasta un portal oscuro. De un manotazo le arrancó los otros dos botones de la chaqueta que tenía abrochados. Anna le mordió la mano que le sujetaba la boca, pero lo único que consiguió fue enfurecerlo aún más. La segunda bofetada casi la dejó inconsciente. Pero no iba a resignarse a dejarse hacer sin pelear. Ya que había sobrevivido a los nazis en París, a la guerra, y había vuelto a Berlín, no se iba a dejar ganar la partida así como así. Fingiría que se relajaba, y cuando el otro se confiase le clavaría las uñas, le arrancaría la lengua de un mordisco o le aplastaría los testículos. Relajarse era lo único que podía hacer ahora mismo, como si estuviese dormida, relajar los músculos y conseguir que el otro pensara que se dejaba hacer, que disfrutaba incluso.

Cerró los ojos. El sargento la había empujado contra la pared. Escuchó cómo se bajaba la cremallera del pantalón con urgencia. No quiso pensar en su miembro erecto dispuesto a meterse dentro de ella. Tenía que tranquilizarse, como si fuera otra la que estuviese allí, apoyada la espalda en la pared helada y húmeda de un callejón, helada de frío y muerta de miedo. Tenía que dejarlo que se confiase, que estuviera seguro que ella no se iba a resistir.

Ahora le tocaba los pechos por encima del sujetador, y lo escuchó jadear, con más intensidad, más rápido todavía. Con un poco de suerte, tal vez el tipo incluso llegaría al orgasmo antes de penetrarla. A lo mejor así se calmaba y la dejaría en paz. Sintió la manaza de él manipular con torpeza los botones de su falda. Anna tragó saliva. No quería abrir los ojos. Prefería pensar que no era ella, que lo que pasaba era como una película o una novela, y que dentro de un momento la protagonista conseguiría salvarse, o que de pronto aparecería el héroe que la sacaría de aquel apuro.

Apretó los párpados con más fuerza cuando el sargento borracho le bajó las medias y las bragas con un solo movimiento. Ya no le consolaba pensar que todo acabaría pronto, que le arrancaría la lengua o el pene o los testículos a ese hombre o que tal vez el militar borracho que acababa de subirle la falda y bajarle las medias y las bragas hasta las rodillas no le haría mucho daño.

Al principio no supo qué significaba aquel ruido. Era como si algo hubiera caído. Pensó en un cubo de basura, tal vez la cornisa de un edificio que hubiera chocado contra el suelo después de haberse desprendido. Había algunos edificios que se mantenían en pie a duras penas en Berlín. Escuchó un gemido también, y algo parecido a un grito. Antes de abrir los ojos estiró un brazo, despacio, la mano temblando de frío y de miedo todavía, pero no lograba encontrar al sargento. Escuchó otro gemido, y abrió los ojos. El sargento no estaba. Entonces una sombra surgió de la oscuridad. Anna volvió a cerrar los ojos, encogió los hombros y se apoyó en la pared.

—No, por favor —se escuchó decir—. Déjeme marchar. Se cubrió el sexo con una mano y extendió el otro brazo, un movimiento imposible para mantener a raya a un hombre que pesaba mucho más que ella y quería violarla.

—Por favor, por favor —insistía, como en una letanía inútil que no pudiera dejar de repetir—. Por favor.

—Vístete —escuchó que alguien le decía.

Una voz diferente.

Otra voz.

—Vístete. No tengas miedo.

Esa voz.

La voz de un fantasma.

Anna sacudió la cabeza. Obedeció, sin abrir los ojos del todo. Se subió las medias y las bragas, como pudo se ajustó la falda. Con el abrigo se tapó la chaqueta con los botones arrancados. Cuando se atrevió a mirar había un hombre de espaldas que miraba a un lado y a otro de la calle, como si quisiera asegurarse de que nadie lo veía. Llevaba un sombrero y un abrigo gris. Estaba muy oscuro. No fue hasta que se volvió y le tendió una mano cuando pudo ver su cara. La cara de un fantasma delgado, con esas gafas, tan pequeñas que ella se había preguntado muchas veces si de verdad servían para aliviar su miopía. Se habían despedido los dos una tarde de domingo cinco años antes y ella no había podido imaginar que volvería a encontrarse con él en un callejón oscuro de Berlín.

Anna balbuceaba. Todavía le temblaban los labios por culpa del frío, del miedo y de la sorpresa.

—¡Rubén! —acertó a decir—. ¡Estás vivo!

Franz

Recoge la fotografía del suelo y se pregunta por qué ese hombre que le ha estado contando su vida se la ha dejado olvidada. Lo primero que piensa es atravesar la plaza para buscarlo y entregársela, pero el preso ya se ha perdido en una fila que los Kapo encaminan fuera de los muros del campo. Franz Müller no puede distinguirlo ahora. Se le antoja la cola una serpiente enorme de hombres que arrastran los pies de vuelta al trabajo.

La fiesta de cumpleaños es por la tarde. Una tarde en la que si uno mira la luz que al reflejarse en los críos hace que su piel parezca la de un melocotón, le cuesta pensar dónde está. A esa hora, con esa temperatura tan agradable, en el jardín de una casa con esas hileras de cartulinas de colores, caramelos, dulces y zumos recién hechos, es imposible pensar que solo con volver la cara se pueden ver los muros del Lager.

Hay media docena de oficiales uniformados en el jardín, unas cuantas mujeres y cerca de una docena de niños. Frank Ziereis, el jefe de Mauthausen, les da la bienvenida uno por uno a los músicos, les estrecha la mano y les da las gracias por estar allí. También hay varios hombres que aunque no llevan uniforme de rayas, es imposible que puedan ocultar su condición de presos. Los pómulos pegados a la piel, las manos huesudas, la forma en que intentan evitar mirar a los ojos de los oficiales que han venido a la fiesta con sus hijos.

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