Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
—Tócala otra vez.
El músico sonríe, igual que cuando alguna vez ha estado interpretando en la calle, casi siempre más por el placer de hacerlo que por necesidad, y alguien que pasaba se ha acercado a él y le ha dejado una moneda antes de pedirle que vuelva a interpretar la misma pieza. Sonríe y empieza de nuevo a tocar la misma música de antes. Ahora no cierra los ojos del todo, porque siente curiosidad por ver la reacción del hombre que se lo ha pedido.
Se pregunta cuál será la historia que se oculta detrás de esos ojos hundidos y ese cuerpo tan delgado que cubre un traje gastado de rayas, qué significa esa música para él. El preso se saca con mucho cuidado una de las dos manzanas del bolsillo y le da un bocado, un bocado pequeño, no sabe Franz Müller si porque no confía en la fuerza de sus dientes o porque quiere disfrutar de la fruta despacio, un manjar que no es fácil conseguir en el campo. Luego vuelve a guardarse la manzana en el bolsillo, sigue masticando, y asiente, mueve un poco la cabeza al ritmo del vals. Puede ver el músico cómo la nuez le sube y le baja al tragar en el cuello flaco, pero no puede dejar de mirar sus ojos cerrados. Le parece que bajo los párpados cerrados hay un manto de lágrimas, y no sabe el violinista si dejar de tocar o si debe seguir haciéndolo.
—Sigue, por favor —le dice el preso cuando se detiene un momento, sin abrir los ojos, sin dejar de mover la cabeza, como si las notas del violín no hubieran dejado de sonar—. Me encanta esta música.
Ahora el preso abre los ojos. Se quita las gafas y se restaña las lágrimas con el dorso agrietado de la mano, y mira a Franz Müller, que ha vuelto a tocar. Es lo que todo artista sueña alguna vez, que su trabajo cale tan hondo en los demás que no puedan contener la emoción, que le pidan más. Y entonces piensa el violinista que haber venido hasta este lugar quizá tenga algún sentido, aunque se hubiera arrepentido de haberlo hecho nada más cruzar los muros del campo y ver a los presos y las alambradas, se dice el violinista que por este momento quizá haya valido la pena llegar hasta aquí. Pero no puede saber cuánto, todavía no, y, cuando recuerde este momento, se preguntará Franz Müller muchas veces cómo pudo seguir tocando después de haberlo escuchado, y siempre se responderá que si no los hubiera interrumpido la sirena que marcaba la hora en que los presos tenían que volver al trabajo, tal vez su vida hubiera sido diferente.
Pero todo eso vendrá después. Antes, el preso le cuenta que aquel vals es muy importante para él.
—Incluso una vez lo bailé sin música, tarareándolo —le dice, y al hacerlo sonríe, con amargura, como a quien le viene a la cabeza un viejo recuerdo que ya ha aceptado con resignación que no va a volver a vivir—. En París.
París.
Suspira el preso antes de seguir, como si ahora le costase trabajo encontrar las palabras. Y cuando habla, el músico se da cuenta de que lo hace para sí mismo, como si necesitase explicarse algo. Que su presencia allí es circunstancial, que para el preso ahora mismo no existe un violinista llamado Franz Müller, sino solo él mismo, con sus recuerdos, solo él y una música de un violín que le recuerda algo importante.
No deja de tocar. Espera que no salgan sus compañeros todavía, que no venga un soldado a llevarse al preso por estar sentado junto a él.
—Fue el día que le pedí a mi novia que se casara conmigo. Era un domingo por la mañana. Fuimos caminando hasta los jardines de Luxemburgo. Lo hacíamos todos los domingos, sobre todo en primavera. Dábamos un paseo desde nuestra casa, en la rue Lappe, atravesábamos el Sena, el barrio Latino, y casi siempre había un violinista allí que tocaba este mismo vals.
El preso vuelve a sacar la manzana y la muerde despacio, sin abrir los ojos, por eso no puede ver la cara del músico. Ha desafinado tanto al escuchar lo que le ha dicho que de haberlo hecho durante uno de los ensayos, su jefe lo habría despedido sin dudarlo.
París.
El parque de Luxemburgo. Un violinista.
Demasiadas coincidencias. Sigue tocando.
—Aquel domingo no estaba —el preso se encoge de hombros, resignado—. Pero a Anna no le importó. Después de regalarle el anillo, bailamos los dos igual que si el violinista estuviese allí. Los dos con los ojos cerrados bailando un vals sin música. Daba igual que la gente nos estuviese mirando —vuelve la cara y se queda mirando a Franz Müller—. Me alegro de haber escuchado la misma música otra vez.
Se mete el preso la mano en el bolsillo del pantalón donde ha guardado las manzanas. El movimiento es tan lento y, como antes de hacerlo ha mirado con cuidado a un lado y a otro para comprobar que no lo ve nadie, Franz Müller piensa que le va a enseñar un arma, una lima con la que cortar los barrotes o el plano de un túnel secreto por el que se va a fugar en cuanto tenga ocasión. Aún tarda unos segundos el violinista en darse cuenta de que lo que el preso sostiene en su mano con el mismo cuidado que si fuera una joya es un trozo de cartulina cuarteada por el tiempo, una vieja fotografía que ha sobrevivido a duras penas a los rigores del campo. Se pregunta cuántas veces habrá mirado esa foto el hombre que ahora mismo la sostiene en su mano agrietada y ahora la observa con extrañeza, como si no supiera muy bien qué hacer con ella, dónde habrá tenido que esconderla o cuántos sacrificios habrá tenido que hacer para conservarla.
Ha dejado de tocar, y parece que al preso no le ha importado. Ahora mira la foto, un retrato en el que a duras penas se distinguen los rasgos de una mujer morena, mientras mastica despacio el trozo de manzana.
—Han pasado tres años desde esa mañana que bailamos aquel vals sin música en los jardines de Luxemburgo, y es como si hubiera transcurrido una vida entera. Ni siquiera sabe si estoy vivo. A veces pienso que sí, y a veces pienso que no, y otras veces pienso que lo mejor es no pensarlo. Uno se puede volver loco aquí dentro si se pregunta ciertas cosas. Y si está desesperado, enseguida encontrará muchas formas de morir. A mi amigo Santiago le dispararon el otro día en la cantera —señala con la barbilla a la izquierda, al otro lado del muro. Luego traga saliva, como si lo que va a decir le costase mucho trabajo—. Hoy me he enterado de que había recibido una carta de Valencia, de su mujer. Iba a tener un hijo con otro hombre. Habían sido muchos años de ausencia. Primero el frente, en España, luego Francia, y ahora esto —sacude la cabeza el preso, deja escapar el aire despacio y Franz Müller sigue —escuchándolo con atención—. Supongo que es normal. Santiago no lo ha soportado. Tampoco sé si yo sería capaz —coge la foto por uno de los picos y se la enseña al violinista sujetándola con dos dedos—. Desde lo de Santiago he estado dándole muchas vueltas y no sé si Anna me habrá olvidado, si pensará que estoy muerto o si tal vez ella se habrá enamorado de otro hombre y ni siquiera se acuerda de mí.
El músico lo ve encogerse de hombros otra vez, no sabe si por resignación o por costumbre. Está a punto de decirle que ella no lo ha olvidado, que está esperándolo en París, que muy pronto podrán volver a pasear los dos desde su casa en la rue Lappe hasta el parque de Luxemburgo, maldita sea, y que él se compromete a estar allí otra vez, igual que antes, para tocar el vals para ellos. Quiere contarle Franz Müller que hace unos años él acostumbraba a tocar el violín los domingos por la mañana frente al palacio de Luxemburgo, que le gustaba estar allí en primavera, cerca de la fuente inmensa, cerrar los ojos y tocar mientras la gente pasaba. Que era una forma divertida de sacar algún dinero, que lo hacía regularmente desde que se marchó de Berlín cuatro años antes. Pero a ellos no los recuerda, lo lamenta, no los recuerda porque era mucha la gente que pasaba por allí, pero, a pesar de todo, Franz Müller va a decirle que sí se acuerda de ellos, que los había visto llegar paseando desde el palacio en dirección a la fuente, ella cogida del brazo de él, los dos tan enamorados, que cuando aparecían él también se alegraba, y que si hubiera estado aquel día que él le pidió a Anna que se casara con él, habría tocado el violín hasta que se le hubieran engarrotado los dedos solo por verlos bailar a los dos, tan felices, que estar en los jardines de Luxemburgo cuando ellos paseaban le daba un significado a lo que hacía, lo mismo que había pasado ahora, cuando por puro hastío se había puesto a tocar y él se había sentado a su lado.
Yo soy el violinista que tocaba los domingos en el parque de Luxemburgo, está a punto de decir Franz Müller al preso cuyo nombre no sabe, pero llegará un día en que perturbará la tranquilidad de su sueño, cuando suena la campana y el hombre que había sostenido una foto de su prometida se levanta como un resorte a pesar de su endeblez y se marcha. Se queda mirándolo, la boca abierta pero sin haber dicho nada todavía, y hasta que el preso no se ha alejado ya unos cuantos pasos no es capaz de articular palabra y murmurar, ahora para sí, que él es el violinista.
Yo soy el violinista, se escucha decir, muy bajito, como si también se hablara a sí mismo en lugar de contárselo al preso, como si al decírselo pudiera encontrar un significado a esta pirueta caprichosa del destino que lo había llevado a compartir unos minutos con un hombre que no recordaba haber visto nunca y que no sabía que él era el mismo músico que le había alegrado las mañanas de aquella primavera de 1940 en París.
Deja escapar un largo suspiro Franz Müller, y cuando se pone de pie ya ha salido el resto de los músicos del barracón. La comida ha terminado, pero él sigue sin tener hambre.
Basta una firma en un papel o una orden, un sello del ejército de los estados Unidos para que Anna sea de las pocas privilegiadas en Berlín que tiene permiso para circular por la ciudad después del toque de queda, pueda justificar llevar unas medias bonitas y un traje elegante comprados en el economato del ejército norteamericano o disfrutar de ser invitada a tomar una Coca-cola en cualquiera de los bares a los que a la mayoría de los berlineses no les está permitido ir, ni podrían aunque quisieran, porque haber perdido una guerra y haber estado en el bando de Hitler, además, suponía que el único horizonte posible no fueran más que unas magras pensiones y los cupones de las cartillas de racionamiento con las que las amas de casa alemanas habían de hacer malabares para poner un plato de comida decente a sus familias en la cena.
Hazte visible, le había dicho Bishop después de abandonar el despacho de Marlowe, hacía una semana ya, cuando llegaron a Berlín. Déjate ver. Nunca se sabe quién puede estar mirando. Palabras repetidas a las que le había escuchado cinco años atrás, antes de cruzar los Pirineos para ir a visitar a la familia de Rubén en Sevilla. Aún era demasiado pronto para encontrarse con nadie, para que él supiera que ella estaba en Berlín. Que Müller la encontrase o no era como jugar a la lotería, igual que lanzar bolas al aire. Y para que a uno le tocase la lotería había que comprar varios billetes, jugar con constancia infinita. A ella no le gustaban los juegos de azar, pero sí iba a dejarse ver por los mismos sitios donde Müller había sido visto. Y, si no lo encontraba allí, ella sabría donde hacerlo. Pero no se lo iba a decir todavía. Bishop iba a pedírselo de todos modos, y ella experimentaba un placer perverso al adelantarse a sus órdenes.
Cuando llegaron a Berlín, había un coche esperándolos en la puerta de la estación, pero antes de subir Anna no pudo evitar una punzada en el estómago, un escalofrío incómodo ante la estampa que había delante de sus ojos. Durante su huida de Francia con la Wehrmacht había visto muchos pueblos destruidos, lugares abandonados en los que ya no quedaba nadie, porque no eran más que un montón de escombros, calles enteras que dejaron de existir porque las habían borrado los bombardeos, pero por mucho que había tratado de pensar cómo sería, no había sido capaz de hacerse una composición de Berlín cuando la volviese a ver.
Sin embargo, la gente parecía caminar por la calle como si no hubiera pasado nada. Era por la mañana temprano cuando fueron a las oficinas de la OSS, y los berlineses se dirigían a su trabajo como si muchas calles de la ciudad no fueran otra cosa que un montón de cascotes. En autobús, en coche, caminando, incluso de las bocas de metro veía entrar y salir a la gente Anna. Pero lo que más la alegraba era no encontrarse águilas imperiales ni cruces gamadas. Bastaba un parpadeo para sentir las pisadas de las botas militares sobre el asfalto de la avenida Unter den Linden al desfilar, la voz inflada de gloria del Führer cantando la supremacía aria sobre el resto de las naciones, el odio a los judíos, a los comunistas, a los homosexuales. Ahora solo había banderas norteamericanas, británicas, francesas y soviéticas, y al descubrir algún cartel gigantesco con el retrato de Stalin no pudo evitar preocuparse por el futuro. No era muy descabellado pensar que las cosas podían también no cambiar para mejor.
Bishop se bajó y le abrió la puerta del coche al llegar. Antes de hacerlo miró a un lado y a otro, como si temiese que alguien pudiera seguirlos. Pero antes de salir del tren le había pedido que se colocase un pañuelo en la cabeza y que se pusiera unas gafas.
—Es mejor que nadie te vea todavía. Que no te reconozcan. Póntelos, por si acaso.
Ahora se mostraba más amable. Por las ojeras y el cansancio de su rostro Anna estaba segura de que, a pesar de los cuatro o cinco vasos de bourbon, no había pasado una noche de sueño apacible.
La acompañó hasta la tercera planta del edificio. Un oficinista vestido de uniforme los recibió y les pidió que se sentasen un momento.
Acomodados en unas sillas, los dos miraban al frente, a la puerta del despacho donde alguien los iba a recibir. Anna aprovechó para quitarse las gafas y el pañuelo. En el edificio solo había uniformes norteamericanos. No había civiles. Tal vez ella fuera la única. El ordenanza les indicó que ya podían pasar.
Marlowe estrechó su mano. El saludo a Bishop lo resolvió con un leve movimiento de cabeza. Les indicó que se sentasen.
—Supongo que el comandante Bishop la habrá puesto al corriente de todo.
Se tomó un segundo antes de contestar. Comandante. En otras circunstancias, le habría dedicado una mirada cómplice para felicitarlo por su ascenso, pero no era el momento, y entre ellos ya no era posible ninguna clase de camaradería.
—Espero que sí.
Sintió revolverse a Bishop, incómodo, en su asiento. Marlowe le tendió un dossier abierto desde su lado de la mesa.
Anna miró la foto que estaba encima de los documentos. Algo más delgado que la última vez que lo había visto, era él. De eso no había duda.