El violinista de Mauthausen (31 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—No deberías perder la esperanza. Rubén puede estar muerto, desde luego, no digo yo que eso no pueda ser, pero también puede estar vivo y contando los días para que esta maldita guerra termine.

Lo escucha suspirar Anna, como si Robert Bishop se hubiera vuelto impaciente de pronto o lo enrabietase que la guerra no hubiera terminado todavía a pesar de sus esfuerzos.

Anna se queda mirándolo. Incluso apunta una sonrisa.

—Ya no te quedan argumentos para convencerme. Lo siento.

Pero también sabe que lo que acaba de decir no es sino el torpe farol de una jugadora de cartas novata que se enfrenta a un experto. Robert Bishop puede obligarla a seguir trabajando para él con muchos argumentos. Su propio futuro está en las manos de ese hombre que ahora la mira sin decir nada, como si quisiera que fuera ella la que sacase sus propias conclusiones. Lleva dos años dejándose ver regularmente por las calles de París con un científico alemán. Mucha gente la ha visto sentada en los bulevares de la ciudad junto a otros hombres vestidos de uniforme y sus amantes francesas. En cuanto los alemanes se marchen de París, estará sentenciada si alguien no se encarga de contar la verdad.

Sí que le quedan argumentos para convencerla. Los tiene todos. Otra cosa es que a estas alturas a ella le importe lo que pueda pasarle.

—Márchate a Alemania, Anna. Es ahora cuando nos puedes ser más útil. Cuando estés allí, ya buscaremos nosotros la forma de encontrarte. Vete y sigue actuando con Franz Müller como hasta ahora. —Robert Bishop se queda callado un momento cuando dice esta frase. Es como si de los ojos de ella hubiera salido fuego—. Toda la información que nos consigas a partir de este momento es muy importante. Todavía puedes salvar muchas vidas.

Anna se encoge de hombros.

—Mañana temprano vendrán a recogeros para conduciros al sur. Supongo que una vez que los aliados han desembarcado en Normandía no será necesario llegar hasta los Pirineos. Pero seguro que eso lo tienes previsto. Habréis de tener mucho cuidado. Los alemanes andan muy agitados estos días. Será que no les gusta tener que abandonar París después de cuatro años. Hace tres días fusilaron a tres miembros de la Resistencia a los que sorprendieron intentando sabotear material de guerra. Me gustaría decirte que este piso es seguro pero tal y como están las cosas ya no puedo garantizar eso. Solo puedo decirte que tengas mucho cuidado. Y desearte suerte.

A pesar de todo, siente cierto afecto por Robert Bishop.

Igual que él por ella. Puede que un poco retorcido o viciado por los problemas, pero afecto, al cabo. No en vano han sido cuatro años de colaboración, aunque apenas se hayan visto desde que él tuvo que abandonar París porque los Estados Unidos le habían declarado la guerra a Alemania después de lo de Pearl Harbor.

Pero ni siquiera ese afecto tan extraño que siente por él puede impedir que se encamine hacia la puerta sin despedirse. Espero verte en Berlín, lo escucha decir, en voz baja. Suena tan suave a pesar de ser una orden o una amenaza velada que por un instante Anna piensa que es un ruego, que acaso Bishop le está pidiendo un favor. Pero sabe que no es así, que es imposible que le pida un favor a ella. Ni a ella ni a nadie. Bishop, y la gente para la que trabaja, no tienen que pedir favores, y, lo que es peor, tampoco han de preocuparse de dar órdenes. Les basta con utilizar el arma no menos eficaz de la sutileza, las amenazas más o menos encubiertas o incluso presionar abiertamente a aquellos de quienes necesitan algo. Anna sabe muy bien que es como la pieza insignificante de un tablero cuya partida completa es incapaz de ver desde su casillero.

Piensa en eso Anna cuando baja las escaleras, y cruza la calle sin mirar atrás, sin volverse a comprobar si las luces del piso que ella misma ha alquilado hace dos años con un nombre falso siguen apagadas. Al cabo, para Bishop y para los que le mandan esta maldita guerra es como una reñida partida de ajedrez en la que desde sus despachos de Londres o Washington están dispuestos a sacrificar piezas con la distancia y la tranquilidad de a quienes no puede salpicarles la sangre. Y ella no es una pieza importante. Ni mucho menos es la reina, ni siquiera una torre o un caballo. Sabe que no es más que un peón insignificante, la más prescindible de todas las piezas. Pero, por alguna razón, todavía sigue de pie, resistiendo en su cuadrícula del tablero. Y también es cierto que a veces el juego lo decide un peón solitario.

Le gustaría animarse con ese razonamiento, pero lo único que ha conseguido es aumentar su intranquilidad. No sabe cuál es el próximo movimiento. Y se pregunta, de vuelta en su casa, aunque con Bishop se haya mostrado reacia a continuar en la partida, hasta dónde está dispuesta a llegar, y, lo peor, lo que más le preocupa, si en algún momento de lo que quede de partida no empezarán a difuminarse más todavía las líneas que separan a un adversario de otro, si le va a costar diferenciar, todavía más, en qué dirección ha de avanzar o la mano que dirige sus movimientos desde la sombra.

Hay cosas que prefiere callar o en las que prefiere no pensar, porque ni ella misma quiere conocer la respuesta. Rubén está muerto. Lo sabe con la certeza de quien, cuando desaparece un ser querido, siente desvanecerse también una corriente invisible que los vinculaba a los dos. Y hace mucho tiempo que ya no siente que Rubén esté vivo. Por desgracia es la conclusión a la que llega cada vez que piensa en ello. Después de haberse interesado por cómo vivían los detenidos por los nazis en los campos de concentración no alberga muchas esperanzas, casi ninguna, de volver a verlo con vida, y a lo único que puede aferrarse ya, cuatro años después de que la Gestapo lo detuviera, es a tener alguna noticia suya, saber solo si había sufrido mucho o si por el contrario había abandonado el mundo de una forma plácida.

Anna no ha estado prisionera en ningún Lager, pero no por ello se siente más viva que quien lleva cuatro años encerrado detrás de una alambrada electrificada. Parecía que todo iba a terminar, que en cuanto los aliados llegasen a París iba a poder recuperar su vida y ahora resulta que Bishop tenía otros planes para ella. Pero no quiere volver a Berlín. Y no es el riesgo de estar en un país que está a punto de perder la guerra lo que le preocupa. Ni siquiera los bombardeos le dan miedo. Es más, muchas veces piensa que no sería mala forma de morir si una bomba cae desde el cielo mientras está dormida. Es que no quiere encontrarse con Franz Müller otra vez.

Rubén

Con los rusos pasa lo mismo que con los judíos, Anna. Han sido hechos prisioneros en el Frente del Este, y en lugar de ser enviados a otros campos donde solo hay prisioneros de guerra los mandan aquí, a un campo de exterminio, y he visto llegar remesas de cientos de prisioneros rusos que no han conseguido sobrevivir más de dos o tres semanas. Los nazis, por alguna razón, consideran a los judíos y a los rusos inferiores a nosotros, y les encargan las peores tareas del campo. La cantera es lo peor. De todos los trabajos que pueden adjudicarte en el campo el más duro es la cantera. Fuera de los muros hay un enorme agujero, en la falda de una colina, como el bocado de un gigante. Una pared enorme de la que se extraen —extraemos— bloques de piedra. Yo llevaba alrededor de un año en Mauthausen cuando cometí la estupidez de presentarme voluntario para trabajar allí. Ni siquiera la sonrisa atravesada del Kapo cuando se lo sugerí me disuadió de ello. La primavera estaba muy avanzada, hacía buen tiempo, y quería estar al aire libre, pensaba incluso que el trabajo duro me ayudaría a que las horas pasasen más rápido. Ya había perdido mucho peso, pero todavía me encontraba con fuerzas. Mis compañeros me dijeron que estaba loco, pero me daba igual. Nunca pensé que podría ser tan duro. Por fortuna solo estuve tres días, y luego me destinaron a otro comando que se encargaba de talar árboles en el bosque. No es que uno pueda elegir los trabajos a los que va a ser destinado, que va, ya te puedes imaginar que esto es imposible, que aquí dentro cualquier preso es más insignificante incluso que un insecto, y las otras veces que he tenido que trabajar en la cantera ha sido porque me lo han impuesto, y no porque yo haya cometido la estupidez de presentarme voluntario. En invierno sopla el viento con tanta fuerza en la cantera que a veces parece imposible mantenerse en pie, las manos y los pies congelados, deseando uno pasar junto a la fragua donde se fabrican las herramientas con cualquier excusa para calentar la ropa húmeda, aunque solo sea un segundo, aun a riesgo de ser reprendido o castigado por los Kapo. En verano sucede justo lo contrario. Hace tanto calor ahí abajo, que si te quitas la camisa te achicharras, y acabas mudando el pellejo por culpa de las quemaduras como si fueras una serpiente. La verdad, Anna, es que no puedo decirte cuándo es peor trabajar ahí, si en verano o en invierno, pero sí que, sea en la estación que sea, allí abajo es donde he visto las cosas más terribles que uno pueda imaginar. Si Mauthausen es el infierno, la cantera es el infierno del infierno. Cientos de hombres famélicos picando piedras en la ladera de la colina y otros tantos desgraciados esforzándose por mantener un equilibrio precario al subir los ciento ochenta y seis escalones que separan el fondo de la cantera de la parte más alta de la colina, del sendero que lleva de vuelta a los muros del campo. La última vez que los subí con una piedra a la espalda que debía de pesar casi tanto como yo o tal vez más, fue cuando estuve a punto de saltar al vacío, como un paracaidista, y caer a plomo en el fondo de la cantera, en el estanque donde se drena la piedra y que estaba lleno de cadáveres ya a esa hora de la mañana. Sí, fue entonces cuando escuché el violín al otro lado del muro. Estoy seguro de que no podía ser otro sino él. Uno de los músicos que habían venido para la fiesta de cumpleaños del hijo de un amigo de Frank Ziereis, el jefe del campo. Al menos esta vez se iba a celebrar el cumpleaños de un niño con música, mi vida, de una forma que podíamos llamar más o menos civilizada. Yo no lo he podido ver, pero me han contado que Obermayer, el lugarteniente de Frank Ziereis, un día trajo a su hijo pequeño al campo para celebrar su cumpleaños, y el regalo consistió en dejar al crío que utilizase su Luger para practicar el tiro al blanco con cualquier preso que estuviera atravesando en ese momento la Appelplatz. Resulta difícil de creer, ¿verdad? Pues así es como fue.

El día que estuve a punto de tirarme cantera abajo, era la quinta o la sexta vez que me habían obligado a formar parte del comando de trabajo que tenía que estar todo el día acarreando bloques. Tres, cuatro veces al día como mucho eran las que uno podía realizar ese recorrido, cuatro o cinco, si acaso, los menos débiles o a los que quizá ya no les importaba estar vivos o muertos, o acaso ya lo único que buscaban era una forma rápida de acabar con todo.

Un día antes había conocido a un violinista y no era capaz de saber que aquello me iba a salvar la vida. La última vez que me habían asignado trabajar en el comando de la cantera Santiago había venido conmigo. Me extrañó mucho que se hubiera presentado voluntario, pero llega un momento, cuando llevas tanto tiempo preso aquí dentro, en el que dejas de hacerte preguntas, y lo único que te preocupa es resistir, aguantar con vida aunque solo sea un día más. Los compañeros republicanos que estaban trabajando en puestos clave del campo, como en las oficinas, procuraban hacer lo que podían para que sus compatriotas no tuviéramos que trabajar en la cantera, pero no siempre era posible. Ya, ya sé que evitar que unos trabajasen en la cantera suponía también, irremediablemente, que otros pudieran ser condenados al cabo de pocos días a una muerte casi segura. Es triste, ya sé que sí, pero también tengo que decirte que en el campo hay que tomar estas decisiones, darle a uno una ración de comida extra y dejar que otro compañero que no tenga salvación se muera de hambre. Y no es fácil para quien con solo poner o quitar el nombre de una lista puede decidir sobre la vida de sus compañeros. No me gustaría a mí estar entre quienes tienen que tomar una decisión así, sabes que no. Pero la asignación a un trabajo es como los dados que ruedan sobre un tapete verde en un casino, como la bola que se detiene caprichosamente en la ruleta. Y alguna vez toca. Ninguno de los que ya llevábamos recluidos una larga temporada en Mauthausen nos hubiéramos presentado voluntarios para trabajar en la cantera. Por eso me extrañó mucho cuando vi a Santiago en la fila y me dije que se había presentado voluntario. Mi amigo, probablemente había sido uno de los republicanos españoles que más veces había subido los ciento ochenta y seis escalones. Y aunque, como todos, había perdido mucho peso desde que llegamos a Mauthausen, era imposible no reconocerlo en la fila, un gigantón todavía fuerte a pesar del trabajo duro, la mala alimentación y las duras condiciones de vida de Mauthausen.

Santiago no estaba en el mismo barracón que yo, y no nos podíamos ver tanto como nos gustaría, pero a pesar de ello compartíamos más de algún rato mientras masticábamos despacio un trozo de pan seco, sentados los dos buscando el consuelo del frío sol del invierno austriaco, como si ese trozo de pan fuera lo más exquisito que hubiéramos probado jamás. Algunas veces nos reuníamos un grupo de presos a la hora de comer, y nos imaginábamos que estábamos en un restaurante de postín, que el camarero venía a ofrecernos la carta, y que teníamos para gastar todo el dinero que quisiéramos. El pan, ese mendrugo asqueroso y duro que nos dan y nos sabe tan rico, no es ese pan que sospecho que está hecho con serrín en lugar de con harina, sino un cruasán, o un bollo caliente igual que los que tomábamos los domingos en el barrio Latino, qué rico, igual que el pan con el que me tomaba las tostadas con aceite cuando era un niño. Cierro los ojos y el aceite se me derrite entre los dedos, siento que me chorrea, incluso aparto la pierna para que no me manche el pantalón y me vea un SS y me castigue. Ya sabes lo de esta gente y la limpieza, Anna: nos matan de hambre pero nos rapan la cabeza y nos fumigan todos los sábados y nos obligan a tener el suelo del barracón tan limpio como si pudiéramos comer en él. Nos arrastramos por el barro, pero tenemos que preocuparnos de que nuestro uniforme esté absolutamente limpio cuando nos pasan revista. No te puedes imaginar lo que les ha ocurrido a algunos presos por tener el traje manchado al final del día. El mío tiene un agujero de bala a la altura del pecho desde que me lo entregaron, el agujero de una bala que mató al desgraciado que llevaba este traje antes. Pero el orificio de un tiro junto a la solapa no les importa a los SS, a ellos lo que les preocupa de una forma patológica es la limpieza, por eso aparto la pierna cuando chorrean el aceite y el azúcar, cierro los ojos al sol y estoy en el patio de mi casa de Sevilla comiéndome la tostada que me ha preparado Enriqueta al volver del colegio para merendar. Ahora el pan es exquisito, y el minúsculo trozo de algo renegrido que se puede parecer a un trozo de chorizo si uno hace un gran esfuerzo de imaginación, no es eso sino un filete, o un cochinillo entero. La sopa aguada a la que algunas veces hemos echado gusanos para darle sabor es un consomé, a veces chocolate caliente, el mismo chocolate caliente que tomaba de niño en los puestos de la feria con mi padre. Puede parecerte una tontería, pero pensar estas cosas nos hace la vida más llevadera. Cuando llega la hora de volver al tajo tenemos la misma hambre y la misma miseria de antes, pero al menos por un rato es como si no hubiéramos estado en el campo, como si estos muros y estas alambradas electrificadas no existieran, como si estar aquí no fuera más que una pesadilla de la que acabamos de despertar. Después, todo vuelve a ser igual, pero no puedes imaginarte cuánto alivio, mi vida.

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