El violinista de Mauthausen (29 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Los hornos, te decía, los hornos crematorios. Están al otro lado de la Appelplatz, justo enfrente de los barracones. Fueron los primeros españoles que llegaron aquí quienes los construyeron, fíjate. Nosotros hemos sido los que hemos trabajado para levantar este campo. Se queman cadáveres casi cada día, a veces más y a veces menos, pero últimamente por las chimeneas no deja de salir humo, que ahora es menos denso, apenas un gas transparente que se pierde en el cielo de Mauthausen. Cuando llegué aquí, el humo era más oscuro y espeso, y con el tiempo he comprendido que hay una razón macabra para esto, quién me lo iba a decir a mí, que me iba a convertir en un experto en desentrañar el origen del humo que sale por las chimeneas de los hornos crematorios, cada vez menos espeso, sin consistencia, sin sustancia, humo que ni siquiera huele. ¿Sabes por qué? Porque los que quedamos vivos en Mauthausen ya no tenemos grasa, no somos más que esqueletos andantes, piel pegada a los huesos que no tiene nada que ofrecer, cartones viejos que ni siquiera servimos para encender una hoguera. A veces llega una nueva remesa de presos y enseguida una buena parte de ellos son conducidos directamente a las duchas de gas, que están junto al crematorio, y luego queman los cuerpos. Cuando nosotros llegamos no podíamos imaginar lo que les iba a pasar a los más viejos o a los más débiles que fueron apartados tras un breve vistazo de quienes parecían ser médicos, al menos iban vestidos con sus batas blancas y llevaban estetoscopios colgados del cuello. Muchos compañeros fueron apartados y conducidos a la derecha, a donde todavía no sabíamos ni podíamos imaginar, cómo hubiéramos podido, que había unas espitas del suelo de las que salía un gas venenoso que los adormecía o los hacía toser hasta matarlos.

El primer año fue terrible. Todavía no sé cómo he sido capaz de sobrevivir, y, lo que es peor, lo que algunas veces me atormenta, no saber por qué a mí, qué tengo o quién soy yo para haber sobrevivido. Por qué se me ha concedido la gracia de seguir con vida y a otros no. Pasé por cuatro barracones distintos y por diferentes comandos de trabajo los primeros meses, talando árboles, ayudando a reparar los hornos crematorios, que cualquier día revientan, como una chimenea que se carga con demasiada leña. A veces, cuando paso cerca, procuro apartarme discretamente, no vaya a ser que me vea un SS o un Kapo y me obligue a quedarme allí, todo el día junto al muro, los dedos cruzados para que no reviente. La pared desprende tanto calor que ni siquiera en invierno puede uno soportar estar demasiado tiempo parado a su lado. Desde fuera se escucha hervir el interior, lo más parecido que puedo imaginar al cráter de un volcán. Lo más triste es pensar que a veces deseo que la chimenea del horno estalle y la explosión se nos lleve a todos por delante, al infierno, si es que existe algo peor que este lugar que merezca ser llamado así.

Pero, por fortuna, me pueden más las ganas de verte, querida mía, las ganas de salir de aquí. Aunque no vaya a presentarme en París así. No sé cuánto pesaré ahora, pero no creo que mucho más de cuarenta o cuarenta y cinco kilos. El pelo, que sé que se me ha vuelto blanco de un día para otro aunque cada sábado me afeitan la cabeza, a veces, cuando veo reflejada mi cara en el cristal de una ventana, cuando solo falta un día para que me vuelvan a rasurar, me doy cuenta de que lo único que me asoma en el cráneo o en la barbilla son púas blancas, como si de pronto hubiera envejecido diez, veinte, o quizá treinta años, como si el tiempo transcurriese aquí dentro a un ritmo diferente, mi vida, que tres años me han convertido, sin que haya podido hacer nada por evitarlo, en un viejo, un hombre como mi padre, mayor que él incluso, la vida a dos velocidades, en el campo, donde tan odioso es estar, y es paradójico que el tiempo transcurra de una forma tan rápida, o a lo mejor es que transcurre igual que fuera, incluso más despacio, pero somos los que estamos aquí dentro los que envejecemos, a los que la vida se nos escapa sin que podamos hacer nada.

Pero lo peor, como te digo, Anna, fue al principio, antes de que llegasen los judíos y luego los rusos que habían sido hechos prisioneros en el Frente Oriental. Es por ellos por los que nos hemos enterado de que la Wehrmacht ha sido derrotada en Stalingrado, que los americanos decidieron entrar por fin en la guerra después de que los japoneses atacasen una base naval en el Pacífico. Parece que el mundo está desquiciado, y a pesar del infierno en el que estoy metido me doy cuenta de que en el exterior también impera la locura.

Cuando llega una remesa nueva de prisioneros, procuro acercarme a ellos, a veces les ofrezco la mitad de la ridícula ración que nos dan antes de irnos a dormir para que me cuenten cosas del exterior, sobre todo de París. Alguno me ha mirado extrañado, porque también le pregunto por ti. Imagínate, los rusos, con los que apenas me entiendo más que por señas, lo que deben pensar cuando les pregunto por una tal Anna Cavour que vive en París. Creo que si no se levantan y se van o no me dan un empujón es porque no entienden lo que les pregunto. Lo que más deseo que me cuenten es que los alemanes se han marchado de París, para imaginarte en los Campos Elíseos, llorando de alegría, agitando un pañuelo o dando saltos de felicidad. Te veo ahí y enseguida me entran ganas de seguir viviendo. Tan contento me pongo, que ni siquiera me importa que te abraces a un soldado americano, que le des un beso incluso. Son momentos de alegría, Anna, y yo fui tan estúpido como para no hacerte caso y quedarme en París en lugar de marcharme al sur, a la Francia libre, donde habría tenido más oportunidades de salvarme, de no irme de tu lado, porque sé que te habrías venido conmigo, los dos escondidos en algún pueblo recóndito del sur, viviendo con un nombre falso, una identidad impostada hasta que la guerra terminase. ¿Sabes? Creo que ya he pagado. He pagado con creces. Ya no me siento mal por haberme marchado de España gracias a las influencias de mi padre cuando debería haberme quedado, igual que los camaradas que compartían mis ideas. Creo que ya he expiado mis culpas, si las tuve, que ya he cumplido por lo que hice, o por lo que dejé de hacer, con estos tres años que llevo aquí dentro. Pero aunque siento que ya no me quedan fuerzas apenas, también pienso que lo peor ya ha pasado, y no es una falsa ilusión, porque también soy consciente de que cualquier día puedo estar muerto, que me encontrarán congelado en la litera una mañana de invierno y que, con toda seguridad, mis compañeros no dirán nada hasta que alguno haya podido tragarse la ración de comida que me correspondía, que el Kapo de mi barracón se levantará con el pie izquierdo un día y me castigará a pasar la noche desnudo en la nieve, hasta que me muera de frío, o que algún soldado practicará su puntería con mi cabeza mientras atravieso la Appelplatz. Pero eso ya no dependerá de mí, y hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que esas son cosas que no puedo controlar. Con el tiempo he llegado a dominar las ganas irrefrenables que a veces me entraban de arrojarme a la alambrada electrificada, como algunos compañeros no han podido evitar hacer. Es una muerte rápida. Yo lo he visto con mis propios ojos, Anna, el alambre que chisporrotea, el cuerpo que se convulsiona, el humo que sale de la piel o el olor a carne quemada. Tirarme a la alambrada o rebasar la línea de la explanada de la cantera en la que los soldados que nos vigilan se llevan el fusil a las manos esperando a que demos un paso más. Por fortuna, hace mucho tiempo que superé esa etapa de mi cautiverio, querida mía, y hubo varias razones que me ayudaron a ello. La primera me da vergüenza incluso contártela, pero es la verdad, y en circunstancias como las que yo me encuentro tan excepcionales, hay cosas que enseguida salen a la luz, y antes o después uno se da cuenta de que el instinto de supervivencia es la fuerza más grande que se puede sentir, una corriente que arrasa con lo que se encuentra, igual que un dique o una presa que se rompe porque ya no puede contener más el agua que almacena. Más que la amistad, más que el hambre o la sed, más que el amor o el deseo sexual, son las ganas de seguir viviendo en este maldito infierno a pesar de todo, y uno no puede evitar alegrarse, aunque no quiera, cuando dos años después llegan nuevos convoyes a la estación, nuevas reatas de presos a los que les ponen dos triángulos superpuestos en el pecho del traje de rayas, uno rojo y otro amarillo, hasta formar una estrella de seis puntas, la estrella de David, y enseguida son ellos los que se encargan de las tareas más penosas del campo, como el trabajo en la cantera, y caen como cucarachas, igual que antes lo hemos hecho nosotros, los republicanos españoles, y nuestra vida ahora no te diré que es buena, porque esa palabra no puede existir dentro de los muros de Mauthausen, pero las condiciones de vida de los judíos son mucho peores, y su llegada, de alguna manera, nos ha aliviado un poco de las penurias del campo.

Anna

Al salir del trabajo Anna da un largo rodeo antes de volver a su casa. Están siendo unas semanas muy complicadas, las peores desde que empezó a trabajar para Robert Bishop. Los aliados aún no han llegado a París, y aunque hay muchos alemanes que miran con optimismo el futuro y dicen que la Wehrmacht podrá detener su avance en Cherburgo, que incluso el alto mando podrá llegar con ellos a un acuerdo satisfactorio sin tener que rendir París, en el fondo los hombres más sensatos como Franz Müller saben que la ocupación de París por los alemanes tiene los días contados, que el tema principal de los corrillos clandestinos es el avance de los aliados, imparable ya desde que lograron desembarcar tres semanas antes en las playas de Normandía. Y, para colmo, Müller se ha presentado esta semana en París para verla de nuevo, para tratar de convencerla de que se vaya con él a Berlín. Dos días antes, durante unas cuantas horas, Müller pensó que el final de la guerra estaba muy cerca. Durante buena parte del día, todos los oficiales de las SS fueron detenidos por los propios soldados de la Wehrmacht. Luego se enteró de que el Führer había sufrido un atentado en su cuartel de la Wolfsschanze, en Prusia Oriental, y que de haber tenido éxito la situación habría cambiado mucho. Müller estaba seguro, le había contado a Anna esa noche, que probablemente había más de un alemán en París que lamentaba que la bomba que alguien había colocado bajo la mesa donde Hitler tenía una reunión con su estado mayor no hubiera sido más potente. Ella lo hubiera preferido también, pero no tanto porque el atentado hubiera terminado con la vida de Hitler, sino porque también pensaba que con el Führer muerto hubiera sido más fácil llegar a un acuerdo con los aliados y ella no tendría que estar sopesando seriamente la sugerencia de Bishop de aceptar la oferta que le había hecho Müller para que se fuera a vivir a Berlín con él.

Después de asegurarse de que no la sigue nadie, Anna toma el metro al salir de la academia. Cada vez ha de tener más cuidado. Desde que los aliados desembarcaron en Europa, los alemanes muestran una mayor inquietud. Ya no los ve nunca paseando tranquilamente por las calles de París, como viajeros despreocupados. Ahora son de verdad soldados en territorio enemigo, hombres hoscos y desconfiados que han de sobrevivir en una ciudad que les resulta cada vez más hostil.

Según parece, lo más probable es que los alemanes tengan que abandonar la ciudad antes de que termine el verano. Entonces va a ser el momento más delicado. Anna lleva más de un año dejándose ver abiertamente por las calles de París con un ingeniero berlinés. Antes de que Franz Müller le hubiera ofrecido marcharse con él, había previsto ocultarse en el mismo piso franco donde se alojaban los pilotos aliados derribados en su viaje hacia el sur, mientras París se vaciaba de nazis, y luego, cuando llegaran los aliados a la ciudad, Bishop se encargaría de explicar a todos los demás miembros de su grupo de la Resistencia el sacrificio enorme que había hecho para ayudar a salvar vidas, a que la ocupación alemana de París durase lo menos posible, que la guerra terminase cuanto antes. Y para ello había tenido que soportar que sus amigos le retirasen el saludo, que la gente que no la conocía la mirase mal cuando paseaba del brazo de un alemán, que incluso más de una vez, cuando iba sola, algún maleducado escupiese en el suelo o que hubiera recibido cartas que la amenazaban de muerte. Y aquellas misivas iban en serio. Ella no se las tomaba a broma, desde luego. Pero todos esos sacrificios los daba por buenos si el resultado final era la victoria. Cuando los alemanes fueran expulsados de París —dentro una semana o dentro de dos meses— Anna sería como el gusano que con la llegada de la primavera se transforma en mariposa. Estaba segura de que ya no volvería a ver a Rubén, pero la vida tenía que seguir adelante, y ella no era la única que había sufrido en aquella guerra tan larga. Müller no podría regresar a París de vacaciones y tampoco volvería a verlo nunca más. Y que el alemán se vaya es una de las cosas que más desea Anna cuando quedan pocas semanas para que el ejército alemán abandone París. Que se vaya y que jamás vuelva a cruzarse en su vida. El ingeniero alemán de modales amables del que se ha enamorado después de que Robert Bishop le hubiera pedido que se acercase a él para obtener información se ha convertido en alguien tan importante en su vida que a veces se había sorprendido, sin dejar de sentirse incómoda, cogida de su brazo por París de una forma tan natural como lo hacía con Rubén.

Cuando se paraba a pensarlo detenidamente, los sentimientos de culpabilidad se volvían tan insoportables que tenía que reprimir el impulso de arrojarse por el balcón. Ella, que había sido la novia de un republicano español detenido por la Gestapo, al principio acató la orden de Bishop con asco, luego con resignación, y con el tiempo, aunque le costase admitirlo, aunque le hubiera dado una bofetada a quien hubiera tenido la osadía de decírselo a la cara, había terminado encariñándose de ese hombre bueno que la sacaba a pasear las tardes de sol por las terrazas del bulevar Beaumarchais. Sabe Anna que se va a sentir culpable por ello durante el resto de su vida, pero ya no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho está. Nunca podrá volver a ser la misma de antes.

Después de mirar atentamente a un lado y a otro, se queda más tranquila, cruza la calle y sube al piso. Toca la puerta con los nudillos dos veces, hace una pausa, luego tres veces, y al cabo de un momento la puerta se abre y Anna entra sin quedarse a mirar desde el pasillo el rostro de Robert Bishop al otro lado del umbral. Cuando el americano cierra la puerta se detiene a observarlo, despacio. Ha pasado otro año desde la última vez que lo ha visto.

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