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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (15 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—¿Qué pasa? —preguntan los que no ven—. ¿Qué está pasando ahí fuera?

—Nos han metido en un camión de ganado.

—¿Pero qué esperabas? ¿Que nos llevasen en un vagón de primera clase? ¿Y desde cuándo has sido tú un señorito?

Algunos presos se ríen. Rubén también. No está mal un poco de sentido del humor dadas las circunstancias. No lo puede decir exactamente, pero en el vagón debe de haber por lo menos setenta u ochenta presos. Todos de pie y apretujados, como sardinas en lata. Tanta gente que apenas pueden moverse. Imposible pensar en sentarse, en descansar. Pero el trayecto no puede durar demasiado. Es imposible que todos puedan pasar así demasiado tiempo.

—Seguro que nos llevan hasta otra estación más grande, a lo mejor Hamburgo, y allí nos volverán a distribuir.

—No nos han dado comida, ni agua. No podemos ir muy lejos.

Anna

Cuando faltaban dos semanas para que comenzasen las navidades, le había pedido unas vacaciones a la directora de la academia. Su jefa no le puso pegas. Entendía que los últimos meses habían sido muy duros para ella. Madame Froissard le correspondió con un gesto desacostumbradamente cariñoso. Había llegado a conocer a Rubén y sabía que Anna no tenía ninguna familia: sus padres habían muerto, y no tenía ni hermanos. No era extraño que quisiera viajar a España esos días para estar con la familia de su prometido, a quienes todavía no conocía, según Anna le había contado. Habían pasado más de tres años desde que Rubén abandonó España y desde entonces no había podido regresar, ni tampoco su familia había podido visitarlo en París. Madame Froissard se mostró comprensiva, pues, con la situación. Le deseó suerte y le dio un beso su último día de trabajo antes de entregarle un sobre con el salario completo de diciembre a pesar de que solo había trabajado dos semanas.

En el mismo tren que viajaba a los Pirineos, pero en un vagón de primera clase, también iba sentado Robert Bishop. Sin embargo, Anna no se encontró con él en ningún momento del trayecto. Todavía no había sido adiestrada en su desempeño como agente, y aunque después de regresar de aquellas vacaciones forzadas nunca vería las cosas del mismo modo, ya era del todo consciente de que habría sido demasiado arriesgado que alguien la hubiera visto sentada junto a Robert Bishop en el tren. Antes de que su entrenamiento intensivo comenzase, Anna había empezado a actuar como una espía, o es que el periodo de entrenamiento había empezado ya, pero ella todavía no lo sabía.

Tuvieron que atravesar la frontera y llegar hasta San Sebastián para que Robert Bishop y ella se sentasen juntos en un café, desde cuya terraza se podía ver la cúpula del hotel María Cristina, al otro lado de la ría, y un buen trozo de playa y de mar, y pudieran hablar cara a cara, sin preocuparse de que alguien de la Gestapo o de la Abwher estuviese pendiente de su conversación. Pero Robert Bishop no estaba nunca relajado.

Cuando llegó al café, ella ya estaba esperándolo.

Anna se había alojado en el hotel de Londres, un lujo que ella no se podía permitir, pero tal vez sí el servicio secreto británico o norteamericano, todavía no estaba segura de para quién trabajaba Robert Bishop. El billete desde París no lo había comprado en primera clase por si alguien la vigilaba y sabía que ella no podía afrontar un dispendio semejante, pero ahora disfrutaba de una habitación con vistas al Cantábrico revuelto de diciembre y a la isla de Santa Clara.

Había paseado toda la mañana por la ciudad, hasta llegar diez minutos antes de la hora convenida a su cita con Bishop. Aunque lo había vuelto a ver en otras cinco ocasiones, desde aquel día que se presentó en su casa, el agente norteamericano —Anna ya nunca había vuelto a pensar en Bishop como en un periodista, de hecho, cuando recordaba el día que habló con él por primera vez terminaba concluyendo que ni siquiera entonces se creyó que fuera periodista— seguía siendo para ella tan oscuro como el mayor de los enigmas.

Desde que estuvo en su piso la primera vez, pasaron otras tres semanas hasta que volvieron a encontrarse y, durante aquel tiempo no pasó un solo día sin que Anna mirase demasiadas veces a un lado y a otro, se parase en mitad de la calle o fingiese arreglarse el pelo en un escaparate por si pillaba desprevenido a Bishop mientras la estaba siguiendo. Pero lo que había pasado cuando el norteamericano se fue de su casa y ella se asomó a la ventana no era sino la confirmación de lo que había pensado: o era un fantasma o no resultaba posible averiguar si estaba cerca, si él no quería que su presencia fuera evidente.

Fuera a encontrarse de nuevo con él o no, Anna había hecho caso a su consejo de no volver a acudir a su cita diaria frente al cuartel general de la Gestapo. Los dos primeros días se sintió extraña sin hacerlo, como quien deja un hábito en el que se ha instalado cómodamente, casi sin darse cuenta, y ahora hubiera llegado el momento de abandonarlo. Procuró concentrarse en sus clases de alemán, en pensar que cada día que consiguiese arrancar al calendario era un día menos que le faltaba para ver a Rubén, o para que al menos Bishop le pudiera traer alguna noticia concreta sobre él.

La segunda vez que el americano vino a verla fue tan sorpresiva o tan inesperada como la primera. Era de noche. Anna ya había cenado y estaba a punto de acostarse. Como cada día, se había asomado a la ventana, por si él venía a hablar con ella, que estuviera allí para hacerse el encontradizo, avisarla de que bajase a la calle y se entrevistasen tal vez en un parque o en un café apartado, a salvo de las miradas de gente que estuviese atenta a cualquier cosa que pudieran contarse. Le había costado despojarse de la costumbre peligrosa de acudir cada día a la puerta del hotel Meurice, pero a cambio había adquirido otro hábito que a la larga podía ser no menos perjudicial para su salud, o al menos para su estabilidad mental, porque estaba quebrantando su ánimo. De tanto esperar a que el supuesto periodista norteamericano apareciese de nuevo, a veces Anna sentía que se le estaban rompiendo los nervios. Pero menos mal que últimamente le costaba mucho conciliar un sueño digno de ser llamado así. De otra forma, pensó, justo después de haberse metido en la cama, no se habría enterado de que unos nudillos golpeaban suavemente la puerta de su casa.

Se puso una bata y abrió sin preguntar quién era. Estaba segura de que se trataba de él, y que algún vecino lo viese en la escalera del edificio no le parecía la mejor idea. Habían pasado dos meses ya desde que se llevaron a Rubén, y lo que menos le apetecía era que la gente con la que se tenía que cruzar cada día por las escaleras la mirase con una mezcla de estupor y rencor porque le había faltado tiempo para encontrar un amante que había reemplazado a su novio, el exiliado español, con lo bueno que era.

Robert Bishop cruzó el umbral inmediatamente, sin decir una palabra, y Anna estuvo segura de que pensaba exactamente lo mismo que ella.

—No sé si debo encender la luz.

Ya se habían sentado los dos en el pequeño salón.

—Da lo mismo —respondió Bishop—. Que nos vean juntos aquí no es demasiado grave, todavía. Al fin y al cabo usted no deja de ser una mujer soltera a la que visita un amigo.

La frase podía haberla ofendido, no estaba segura de si más la primera parte que la segunda, pero al final no podía sino reconocer que no le faltaba cierta lógica. Aún no la había terminado de asimilar cuando él se lo aclaró.

—No se ofenda, mademoiselle Cavour, pero que nos veamos en su casa, por ahora, puede que sea la mejor de las opciones. He preferido venir tarde para no encontrarme con alguno de sus vecinos y que cuando usted los viera no tuviese que enredarse en explicaciones engorrosas o sonrojarse. Este es un edificio pequeño, seguramente dado al cotilleo y a las murmuraciones. Pero tiene la ventaja de que tanto madame Lusignon como el matrimonio Picard, con sus dos preciosos gemelos, son ciudadanos franceses sin relación con los alemanes, y tampoco son judíos o tienen ideas políticas por las que la Gestapo considere que han de estar vigilados. Y tampoco son patriotas que se están organizando para luchar contra los nazis mientras llega el día en que París sea liberada.

Anna dejó escapar el aire por la nariz. Lenta, pesadamente.

—Ya veo que está usted muy bien informado.

Bishop se inclinó en la silla, acercando su cabeza a la de ella.

—La información, mademoiselle, ya se lo dije, forma parte esencial de mi trabajo.

Hablaba en susurros, como si le confesase un secreto.

Anna le preguntó si le podía ofrecer algo de beber o de comer, pero el norteamericano declinó amablemente la invitación.

—¿Ha tomado usted alguna decisión?

A Robert Bishop parecía gustarle ir al grano.

—¿Me ha traído usted noticias de Rubén?

El supuesto periodista sacó un pequeño sobre de su chaqueta, sin ninguna parsimonia.

—Lo único que sabemos es que se encuentra en un campo de prisioneros en el norte de Alemania, un lugar llamado Sandbostel. Parece ser que es uno de los lugares donde han mandado a los presos políticos, entre ellos los republicanos españoles exiliados en Francia, a los que han sido detenidos, como Rubén, o a los que fueron hechos prisioneros en Dunkerque.

—¿Pueden ustedes sacarlo de allí?

Bishop sacudió la cabeza sin dudar siquiera.

—Ahora mismo es imposible pensar en algo así. Los alemanes son los dueños de Europa.

—No veo entonces cómo pueden ustedes ayudarlo. Tendrá usted claro que el único motivo para que yo colabore es para que lo saquen de donde está.

Bishop asintió, como si le diera la razón a una colegiala.

—La única forma que tenemos de ayudar, no solo a Rubén, sino a todos los que están presos con él, a la gente de este país ocupado por los alemanes, es contribuyendo cada uno, en la medida que podamos, a ganar esta guerra.

—No veo qué puedo hacer yo por usted, por ustedes. Ni siquiera sé quiénes son. No soy más que una mujer sola en un país ocupado.

Anna vio a Bishop apuntar ese gesto, idéntico al del día que habló con él por primera vez, en ese mismo salón, pero a la luz del día, lo más parecido que el americano podía articular —aún no lo conocía apenas, pero, por alguna razón, eso ya lo tenía muy claro—, a una sonrisa.

—Eso no se sabe, mademoiselle. Tal vez dentro de unos meses yo ya no pueda moverme por París con la misma libertad con la que me muevo ahora. En cuanto los Estados Unidos se decidan a entrar en esta guerra, yo me convertiré en ciudadano de un país enemigo y tendré que marcharme.

—¿Llegará Estados Unidos a involucrarse en la guerra? En la pregunta de Anna había un brote de esperanza. Era un secreto a voces que sería la entrada de Estados Unidos en la guerra la mejor ventaja que podrían tener los ingleses y la Francia ocupada para devolver a los alemanes a las fronteras del tratado de Versalles. Pero a muchos, sin embargo, aquella idea se le antojaba una utopía. Y Anna, que había perdido la noción de muchas cosas desde que se llevaron a Rubén, no sabía con qué carta quedarse.

—Al final, los Estados Unidos entrarán en esta maldita guerra. No le quepa duda de ello, mademoiselle. Solo es cuestión de tiempo.

—Ojalá —dijo Anna, mirando de pronto por la ventana, como si pudiese atisbar un rayo de esperanza en la niebla que se había apoderado de París esa noche. El otoño llegaba a su fin y hacía mucho frío. Se arrebujó con la bata y no miró a Bishop todavía. Los faros de un coche alumbraron la ventana y, durante un segundo, proyectó un haz luminoso sobre la pared, como si el comedor de su casa fuese una sala de cine.

Por un momento contuvo la respiración. A Rubén lo habían detenido de día, y no podía decir que los hombres que habían venido a buscarlo no hubieran sido correctos, incluso tenía que admitir, por mucha rabia que sintiese al hacerlo, que habían sido amables. Pero también había escuchado muchas historias desde que los alemanes se habían instalado en París. En voz baja la gente contaba que había coches que de noche frenaban en la calle, delante de la puerta de un edificio cualquiera donde vivían unas cuantas familias normales y corrientes. Enseguida se escuchaba el sonido premonitorio de las botas militares sobre el asfalto, los puños que golpeaban una puerta con la firmeza de quien sabe que al hacerlo conseguirá asustar más todavía a quien vive en el edificio, alguien que tal vez se acurruca bajo las sábanas como un conejo o que, al escuchar los golpes, se pone delante de su mujer y sus hijos, y todos en silencio miran la puerta del piso, la ven temblar y acaso incluso saben que los que llaman no se lo van a pensar dos veces antes de derribarla a patadas. Luego se llevaban a alguien. Las historias siempre terminaban de la misma forma. A lo mejor había algún disparo o a quien hubieran venido a buscar lo bajaban a empujones por las escaleras y lo metían en un coche. Botas militares otra vez, los neumáticos de un automóvil que chirrían al arrancar en la oscuridad. Siempre de noche. De noche daba más miedo.

Hasta que no escuchó el motor del coche perderse al final de la calle, no soltó Anna el aire. Con el rabillo del ojo le pareció que Bishop tampoco se sintió del todo tranquilo hasta que también dejó de escucharlo al final de la calle y estar seguro de que no se había detenido en la puerta del edificio.

Pero pensar que Bishop se había puesto nervioso tal vez era aventurar demasiado. Aún no lo sabía con certeza —no en vano era la segunda vez que se habían visto— pero ya intuía que aquel hombre que se había vuelto a sentar en la misma silla en la que siempre se sentaba Rubén sabía disimular muy bien sus emociones. O es que acaso no las tenía.

Apenas ha pasado un mes desde aquella noche en la que al final le dijo a Robert Bishop que sí, que trabajaría para él y para sus jefes, quienquiera que sus jefes fuesen, si con ello podría contribuir, de alguna manera, a la derrota de los nazis, que los alemanes se fuesen de París y ya nunca más volvieran, que Rubén regresase sano y salvo de dondequiera que estuviese. El americano asintió en su casa aquella noche. El gesto grave, los ojos clavados en ella, como si quisiera asegurarse de que no había dudas en cuanto a lo que le iba a decir.

—Puede llegar a ser peligroso —le advirtió, hizo una pausa, sin dejar de mirarla, los ojos azules del falso periodista ahora se le antojaban fuego helado—. Muy peligroso.

Después de haberse encontrado en París con él varias veces de una forma más o menos clandestina, Anna había pensado mucho en aquella advertencia. Europa estaba en guerra, la mitad de Francia ocupada por un ejército extranjero, y ella trabajaba para unas personas que no conocía y cuyo único nexo era Robert Bishop. Gente que, por supuesto, era enemiga de los nazis. Pero, en todo el tiempo que había pasado desde que ella le había dicho que sí al americano, aún no había sentido la cercanía del peligro, la sequedad en la boca por el miedo de estar haciendo algo prohibido y peligroso.

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