El violinista de Mauthausen (14 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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No han sido siempre los mismos soldados los que lo han vigilado durante el trayecto. Algunos han sido relevados por otros en las estaciones. Rubén no ha hablado con ninguno, y está seguro de que de ellos tampoco habrían querido conversar con sus prisioneros. Los ha escuchado hablar, aunque no los entendía del todo. Durante el tiempo que había pasado con Anna había practicado el alemán, pero parecía que no el suficiente. En la estación de Sandbostel, al norte de Alemania, Rubén se dice que espera no pasar allí el tiempo necesario para perfeccionarlo del todo.

Se pregunta cuánto tardarán en volverles a dar algo de comida. Hace más de doce horas que se le ha terminado la exigua ración de mantequilla de baja calidad y la hogaza de pan duro que le habían entregado antes de subir al tren en París. La mantequilla olía tan mal y el pan estaba tan duro que había estado a punto de despreciarlo. Pero los guardó, por fortuna, no tanto porque pensase que acabarían pareciéndole un manjar exquisito, sino porque le daba vergüenza que alguno de los españoles que venían de Chartres lo viera desperdiciar la comida. Algunos de ellos se los habían tragado en cuanto se los dieron, como si fuera la primera vez que probaban bocado en su vida. Tal vez, pensó Rubén, aquello no podía estar tan malo. Es que él no sabe todavía lo que es tener hambre de verdad. Ahora siente un agujero en el estómago, un clavo que le atraviesa desde el ombligo hasta la espalda. Piensa que tiene más hambre de la que jamás ha tenido en su vida. No es capaz de imaginar todavía que en el futuro la necesidad será tan grande como para desear comerse sus propios excrementos.

En Sandbostel no son buenas la condiciones. A los españoles republicanos se los ha alojado a todos juntos en un barracón cuyo jefe es un Kapo con muy mala leche, preso por delitos de sangre. La comida consiste en un cuenco con sopa por la mañana, otro a mediodía, y una minúscula rebanada de pan por la tarde con algo que parece ser, al menos eso es lo que le dicen algunos, una aún más minúscula rodaja de chorizo. Hace mucho frío, pero los españoles todavía pueden conservar sus ropas, sus pantalones gruesos de franela y alguna chaqueta, las gorras que les protegen del viento del mar del Norte, que cuando sopla hacia el sur, consigue que la Appelplatz del campo se convierta en un páramo por el que desfilan los presos con las manos metidas en los bolsillos, los hombros encogidos y los pasos cortos para conservar el calor, como si fueran pingüinos. Alguno de los compañeros ha dicho que es como si estuvieran de permiso, que, si en lugar de otoño fuera verano, aquello sería lo más parecido a unas vacaciones que ha tenido jamás. Otro le ha dicho, socarrón, que lo que están haciendo los SS es engordarlos para cuando llegue el día de la matanza que estén bien rollizos, como los cerdos en el campo.

Pero Rubén tiene la sensación de no haber estado nunca en un sitio tan incómodo, que jamás en su vida ha tenido tanto frío o que ni una sola vez en sus treinta años de existencia ha tenido una conciencia más clara de lo que es tener hambre después de haber comido, una sensación desagradable que no lo abandona. Pero se calla, miente incluso diciéndoles a sus compañeros que en Sandbostel no se está tal mal, y solo de vez en cuando mira para otro lado y trata de imaginar lo que tiene que haber sido la vida de dura para estos hombres que pueden pensar incluso que ese campo puede ser incluso un buen destino.

Había llegado a pensar que bastaría con venir hasta aquí para poder mantener a raya su conciencia, que solo con haber sido detenido y llevado desde París hasta un campo de prisioneros al norte de Alemania iban a desaparecer de su cabeza o de su memoria los sentimientos de culpabilidad por haber tenido siempre la suerte o las influencias para poder librarse de todo en el último momento, de no haber tenido que sufrir lo mismo que los otros. Pero sus compañeros piensan que han tenido suerte: no tienen que hacer ningún trabajo, no hay ninguna tarea asignada para ellos. Por la mañana suena la campana y salen a formar en la puerta del barracón, y luego están todo el día holgazaneando hasta que llega de nuevo el recuento, por la tarde, y así un día, y otro, y otro, durante tres semanas en las que el único contacto que tienen con el exterior son los aviones que de cuando en cuando sobrevuelan el campo, escuadrillas de cazas o de bombarderos alemanes que se dirigen hacia Holanda o hacia el mar del Norte. Rubén no es capaz de distinguir unos aviones de otros, pero la mayoría de los españoles con los que está ha pasado tres años de guerra y simplemente por el ruido del motor o por la forma de las alas es capaz de distinguir, con precisión de entomólogo, si se trata de un Junker o de un Messermicht.

No llevaba más de una semana en el campo cuando se había hecho muy popular entre el resto de los presos que compartían el barracón. Rubén pensaba que alguien como él no llegaría jamás a integrarse con ellos —estaba seguro de que en cuando se lo preguntasen y se enterasen de que llevaba exiliado en París desde el 37 enseguida le harían el vacío—, pero tal vez porque compartir el mismo infortunio de haber sido hecho prisioneros estrechaba involuntariamente los lazos de amistad, enseguida había sido aceptado como uno más, incluso habría llegado a hacerse amigo de algunos.

De todos los españoles presos en Sandbostel, Rubén es el único capaz de manejar el idioma alemán con la soltura suficiente para entender y hacerse entender. Entre sus compañeros no hay otro profesor, ninguno de los que su padre calificaría con desprecio como intelectual. La mayoría tenía oficios muy dignos antes de alistarse o que los obligaran a alistarse en la guerra de España. Trabajos que Rubén siempre había admirado cuando se desempeñaban con aplicación y esmero: carpinteros, albañiles, pintores de brocha gorda, electricistas o picapedreros, y ellos, para su sorpresa, en lugar de sentir rechazo hacia un profesor de latín con ínfulas de escritor que se había librado de los padecimientos de la guerra en España, lo tratan con respeto y con deferencia, algunos parece que están a punto de quitarse la gorra cuando le dirigen la palabra, y a Rubén le incomoda que, a pesar del cautiverio y del hambre y del frío, aún no haya sido capaz de desprenderse del todo de ese aire de señorito que siempre ha tenido la vida resuelta.

Pero no va a tardar Rubén en ser como los demás, en sentirse igual que todos sus compañeros. Pronto el cautiverio va a igualarlos a todos, y dentro de pocos meses costará distinguir a unos de otros, como si fueran copias calcadas, el mismo traje con rayas, la misma delgadez extrema, la piel pegada a los pómulos marcados, los ojos hundidos en las cuencas, sin brillo, los pies que arrastran sobre el barro, como si a la muerte se llegase cansado.

El primer indicio es un empujón, más fuerte del que los SS le han dado hasta ahora, antes de que los trasladen. Por la mañana los han reunido en la puerta del barracón y, después del recuento, les han anunciado que los van a trasladar. Rubén, como cada día, ha traducido a sus compañeros las palabras del Kapo.

Se los llevan. Es lo que ha dicho el jefe del barracón, con claridad, incluso parece alegrarse por ello. Rubén duda un momento antes de traducir las palabras. De pie, junto a él, se queda mirándolo un momento, esperando que repita las palabras para no equivocarse al transmitirlas a sus compañeros. El Kapo asiente, sin sonreír, los ojos clavados en Rubén, que tirita de frío bajo la chaqueta, la misma chaqueta con la que salió de París. Al contrario que la mayoría de sus compañeros Rubén solo trae la ropa con la que ha salido el día que la Gestapo fue a detenerlo al piso de la rue Lappe.

—Esta mañana nos van a trasladar —dice, a todos. Y en ese momento, cuando aún cualquier cosa es posible, en la formación de presos se escucha un grito de júbilo. Muchos piensan que los van a meter en un tren y los van a devolver a España, y aunque a buen seguro que allí los espera también el presidido, la mayoría prefiere una cárcel de su país a ser prisionero de los nazis en Alemania.

—Ruhe! —Grita el Kapo—. Ruhe!

Se mete dentro de la formación, empujando a los presos de las filas que no se han apartado de su camino. Mira a unos ya otros, sin ser capaz de discernir quién se ha atrevido a expresar su alegría porque los vayan a trasladar. Empuja a uno, que trastabilla antes de caer al suelo, arrastra a otro compañero de la fila, y luego a otro, como fichas de dominó, sin que los demás puedan hacer nada. Antes de que el Kapo salga de la formación hay seis o siete presos españoles que tratan de incorporarse de la pasta viscosa de fango y de nieve en la que se ha convertido el suelo del campo después de dos días de tormenta.

Empuja también a Rubén cuando llega a su lado, pero por pura suerte este no llega a resbalar en el barro. Le señala con el dedo, como si le advirtiera, y le ordena que les diga que los españoles son todos una mierda y que no se hagan ilusiones porque no los van a devolver a España, que nunca lo van a hacer, que recojan sus cosas porque los van a llevar a un campo peor que este, mucho más duro, y que en cuanto estén allí todos, incluido tú, gusano español, lamentaréis haber nacido. Se queda callado, como si disfrutase del efecto que sus palabras están ejerciendo en Rubén. Cada día que despiertes lamentarás no haber muerto mientras estabas dormido.

Rubén se queda mirándolo, las gafas torcidas sobre la nariz, las cejas escarchadas de nieve.

—¡Traduce! —le grita el Kapo.

Pero Rubén no es capaz de articular palabra. Está tiritando, aunque piensa que ahora no es por culpa del frío, sino del miedo. Antes de que el Kapo lo empuje de nuevo, Rubén levanta la voz y les dice a sus compañeros que recojan sus cosas, que enseguida van a subir a un tren que los va a sacar de allí. El resto prefiere callárselo. No les cuenta las amenazas. No les dice que no los van a llevar de vuelta a España, ni que en su nuevo destino van a estar deseando la muerte. Pero nadie es capaz de dar un grito de alegría esta vez, ni de celebrar la salida de aquel campo de prisioneros. Es como si todos sus compañeros hubieran aprendido alemán de repente, como si hubieran entendido una por una las palabras del Kapo y todos supieran que dentro de muy poco la única ilusión que les va a quedar será la de estar muertos.

En la estación los conducen a empujones hasta el tren, y comparado con este, el viaje desde París a Sandbostel va a ser como un paseo en un expreso de lujo. A Rubén lo arrastra un torrente de presos que es empujado por los Kapo, que con las porras amenazan a los españoles cuando llegan a la estación después de sacarlos de los camiones en los que los han traído. En el camión de Rubén ninguno ha abierto la boca. El trayecto desde el campo hasta la estación, apretujados todos en la parte trasera, bajo la lona, es lo más parecido a un velatorio. Rubén ha tenido la suerte de ser uno de los últimos en entrar y puede respirar mejor. Se pregunta si esa apretura, esa forma de tortura, no es más que una de las muchas maneras de las que pueden matarlos, despacio, acabar con ellos sin tener que verles siquiera la cara mientras los llevan a la estación. Ninguno se pregunta ahora si los van a devolver a España, como se rumoreaba, sino si de verdad los van a trasladar a otro sitio, o es que simplemente van a liquidarlos de una vez.

Otra vez los gritos de los Kapo antes de subir al tren. Las porras que chocan contra la chapa del camión, y luego los golpes a los primeros en bajar, en la espalda, en los brazos, en las piernas, en la cabeza. Rubén se lleva las manos a la cabeza para protegerse, pero no puede evitar los palos.
Loss
,
loss
,
schnell
,
schnell
. Es lo único que escucha, casi todos los
Kapo
gritan lo mismo.
Loss
,
loss
,
schnell
,
schnell
. Venga, venga, rápido, rápido, con insultos entreverados. Nunca va a dejar de sorprender a Rubén la manera con que los Kapo, que no son sino presos también que gozan de algunos privilegios, se comportan con sus compañeros.

Al bajar del camión, apenas ha podido dar tres pasos. Antes de dar el siguiente y después de haber recibido una lluvia de golpes, Rubén se ve rodando por el suelo, y los compañeros, que son obligados a bajar del camión con la misma urgencia que él, le pasan por encima. Se hace un ovillo, contiene la respiración, se gira hacia un lado de mala manera, y cuando el mundo se vuelve borroso, un velo turbio que le pasa por delante de los ojos, piensa que todo ha terminado, que el destino ha querido que expíe sus culpas pisoteado por sus propios compañeros. Cierra los ojos, resignado, piensa que hasta aquí ha llegado y se pregunta si no debería encomendarse a Dios a pesar de que hace muchos años que ha dejado de creer en Él. Pero morir no debe de ser tan fácil, porque alguien lo coge por los sobacos y lo levanta. Alguien que debe de tener mucha fuerza. Rubén abre los ojos, está de pie y está vivo, pero el mundo sigue siendo una nube borrosa, como si se hubiera quedado a medio camino, con un pie a cada lado de la línea que separa a los vivos de los muertos. Los mismos brazos que lo han levantado del suelo ahora lo llevan hacia el vagón, casi lo arrastran en volandas. Siguen lloviendo las porras de los Kapo, y los gritos en alemán, que aunque tal vez solo él sea capaz de traducir, quizá todos puedan entender ya. Antes de que pueda darse cuenta está dentro de un vagón, apretujado junto a docenas de presos, más apretado todavía de lo que estaba en el camión, y la puerta se cierra enseguida, chirría tanto que se le han puesto los pelos de punta, y ahora el mundo además de borroso es una nube negra, un cajón oscuro donde un montón de hombres tiene tanto miedo que ni siquiera son capaces de hablar. Todavía hay alguien que lo sujeta para que no se caiga, y hasta ahora Rubén no está seguro de haberlo reconocido. Es Santiago, un valenciano enorme que ha compartido su mismo barracón durante las últimas dos semanas en Sandbostel. Le ha salvado la vida al levantarlo, pero aún le ha hecho otro favor incluso más grande también.

—Toma —le dice—. Aquí tienes esto, que se te habrá caído al bajar del camión.

Sin apenas poder mover los brazos Rubén agarra sus gafas. Levantar las manos para colocárselas entre tantas apreturas es tan difícil que tiene que intentarlo varias veces, y cuando lo consigue se da cuenta de que las patillas están torcidas, y que uno de los dos cristales tiene una grieta desde la montura hasta el centro. Pero se alegra de que el mundo vuelva a ser nítido, aunque oscuro todavía. Algunos presos se asoman por los resquicios de los tablones del vagón, unas rendijas por las que apenas se cuelan unos rayos de luz.

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