Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
Y es otra clase de temor, pero miedo también, lo que Anna siente de noche en el tren que la lleva a Berlín. Quizá era por esto por lo que había accedido a ir, intentó convencerse, aunque enseguida se dio cuenta de que lo único que trataba era de justificar su cobardía por no bajarse del vagón en la estación: para no tener que volver a pasar miedo, hambre, frío ni humillaciones. Era una excusa tan buena o tan mala como cualquier otra, tan grandilocuente o tan rebuscada como casi todas, pero Anna sabía el verdadero motivo por el que viajaba a Berlín.
Se arrebujó en una manta para protegerse del frío alemán. Era como si, al haber cruzado la frontera, hubiera bajado la temperatura de pronto. Pensó en Franz Müller, en cuánto se había reducido su mundo desde que lo conoció, cuando era un ingeniero alemán de vacaciones en París que le mandaba flores y cestas de comida para seducirla, dispuesto a conquistarla como un enamorado cualquiera, un hombre solo que pasa unas vacaciones en territorio enemigo y se enamora de una mujer. La pasión es un sentimiento muy extraño que nubla la mente de quienes la padecen: Franz Müller, obsesionado como un colegial porque ella le hiciera caso, no pudo imaginar jamás que había sido el hombre obtuso que ahora ultimaba un vaso de bourbon en el vagón restaurante quien la había convencido de que accediera a acostarse con él. Cuando lo conoció, Robert Bishop era un agente idealista que parecía tener las energías suficientes para echar él solo, si lo hubieran dejado, a toda la Wehrmacht de Francia. Unos pocos años después, se emborrachaba después de cenar para poder dormir, sin sospechar que había una razón íntima que la había convencido para viajar a Berlín con él, tal vez el único motivo al que Anna podía agarrarse después de todo por lo que había pasado. Ninguno, pues, seguía siendo el mismo que fue: Franz Müller oculto como una rata en un Berlín devastado, el cínico agente de la OSS emborrachándose para atrapar el sueño. Y ella tampoco era quien Robert Bishop pensaba. Las personas estaban llenas de claroscuros, monstruos que de repente se revelaban bondadosos, héroes que se comportaban como villanos o ella misma, que había llegado a un punto en el que no sabía de qué lado estaba.
Nada había sido igual desde que los hombres de la Gestapo se llevaron a Rubén. Le costaba conciliar el sueño a Anna si trataba de poner en pie el rompecabezas complicado en el que se había convertido su vida. Al cabo de un rato escuchó los pasos inseguros de Bishop arrastrándose hasta el compartimento contiguo al suyo. Lo sintió detenerse antes de abrir la puerta. Sin verlo supo que estaba ahí, de pie, con la vista borrosa, dudando si entrar en su compartimento para dormir unas cuantas horas y despertarse razonablemente fresco cuando llegasen a Berlín o si golpear su puerta con los nudillos para que lo perdonase por haberle pedido que se acostara con otro hombre después de haberle prometido que haría todo lo posible por traer a Rubén de vuelta a casa.
Anna sabía que él no iba a llamar a su puerta porque sabía que ella jamás le abriría, pero se encogió aún más bajo la manta. La luna le alumbró los ojos al salir de una nube y se tapó los oídos con las manos, con fuerza, para no escuchar los nudillos que no iban a golpear en la puerta de su compartimento ni la voz temblorosa de bourbon del hombre pidiéndole perdón por haberle arruinado la vida, por haberla chantajeado para que volviese a trabajar para él. Tan fuerte se apretó los oídos que temió que la cabeza le pudiese estallar. De repente lo único que deseaba era llegar a Berlín, llegar a Berlín para, que todo acabase de una vez, cuanto antes, que ya no tuviera que pensar en nadie más que en ella misma, cumplir con el pasado, redimir sus pecados y tal vez un día, ojalá que no muy lejano, poder morir en paz.
Sin embargo, el camino que ha recorrido Franz Müller para llegar hasta el campo de concentración de Mauthausen no ha sido tan directo como el azaroso y duro viaje de Rubén Castro a bordo de un tren de ganado. Desde que disfrutaba una apacible vida como profesor de ingeniería aeronáutica y violinista diletante en Berlín hasta que ha terminado formando parte de un cuarteto de músicos desganados que tocan para el solaz de los SS en un campo de exterminio, el trayecto, aunque no ha sido tan dramático como el de los presos con traje de rayas que ha visto en el Lager, con la perspectiva del tiempo se le ha terminado antojando un laberinto siniestro, un experimento amargo cuyo último fin no fuera otro que convencerlo, reconducirlo, llevarlo de nuevo por el buen camino, que por fin decidiera abandonar esa vida bohemia que no encajaba en su educación burguesa y que además no necesitaba, el sendero que debería haber seguido si no se hubiera empeñado en nadar contracorriente como si fuera un héroe, como si la única manera de probar su valentía delante de los demás no fuera otra que hinchando el pecho y levantando la mano para saludar al Führer o vistiendo uno de esos horrendos uniformes a los que tanto se había aficionado su amigo Dieter Block.
Dieter Block. Por primera vez, Franz Müller se pregunta si será capaz de aguantar, de mantener el tipo mientras toca el violín, si no terminará agachando la cabeza y marchándose a Linz por su cuenta, si al final, qué ironía, no tendrá que pedir clemencia a su amigo para poder volver a Berlín y alejarse de tanto horror, no tener que ver ya más tanto sufrimiento.
Mientras esperan instrucciones del oficial que los acompaña para indicarles el lugar de la Appelplatz donde se deben colocar, Franz Müller no puede evitar acordarse de su amigo Dieter Block, que lleva un uniforme como ese, pero es varios grados superior al Obersturmführer que les guía. Ya lo era la última vez que lo vio, seis meses antes, cuando fue a Berlín para visitar a su madre. Apenas habían pasado seis años desde que se marchó, y la ciudad y la gente parecía haber cambiado tanto que, sobre todo al principio, para él fue como si estuviese en un lugar que jamás hubiera visitado. Franz Müller estaba seguro de que aunque luego muchos afirmasen sin recato que aquello se veía venir, nadie diez años antes hubiera sido capaz de predecir lo que traería el futuro. Él no habría imaginado jamás que su amigo Dieter Block, con quien se había criado, jugado en la calle o peleado de niño, diez años después sería todo un Sturmbannführer de las SS, y es lo que siempre se ha preguntado Franz Müller muchas veces durante todo este tiempo. Dieter Block y él habían crecido juntos, los dos habían estudiado en el mismo colegio y habían tenido los mismos amigos e incluso a veces las mismas novias, y en algún momento de sus vidas sus caminos se habían desviado. A ambos les gustaba la música desde niños, incluso habían fantaseado con la idea de ser los dos violinistas profesionales algún día, dar la vuelta al mundo interpretando piezas de Mozart por las calles.
—Pero para eso hace falta ser rico.
—O que no te importe el dinero.
—Yo creo que eso es lo mismo.
Los dos acudían juntos a la misma escuela de música.
Beethoven, Brahms, Puccini, Mozart, Strauss, y aunque estaba claro que como violinista, el nivel de Franz era superior al de Dieter, ambos disfrutaban de la música con la misma intensidad, sin envidias, como dos amigos, mucho más que eso porque tanto Franz Müller como Dieter Block consideraban al otro su hermano. Pero las cosas cambian, la vida se tuerce, y era como si sus caminos se hubieran separado para siempre y ya nunca más pudieran volver a unirse. Pero la pasión por la música no los había abandonado jamás. En lugar de explotar su talento de superdotado como ingeniero, Franz Müller había malgastado unos años valiosos de su vida tocando el violín. Podía haber conseguido lo que hubiera querido, una plaza de profesor titular en el Instituto Kaiser Wilhelm si se lo hubiera propuesto, ahora mismo podría ser incluso, si no lo hubiera dejado todo por su remilgos o sus escrúpulos ante la ascensión del partido nacionalsocialista, tan famoso o tan necesario como el profesor Werner van Braun, pero dos cosas lo habían apartado de su destino: la primera, la militarización de la ciencia en Alemania y la fuga de científicos no arios a otros países con unas condiciones más favorables. Albert Einstein había sido el caso más conocido de todos. El científico más famoso de todos los tiempos se había exiliado voluntariamente en Estados Unidos, después de que Hitler llegase al poder en enero de 1933, y luego se habían marchado otros muchos, y no solo de Alemania. Antes o después iba a estallar la guerra, y a Franz Müller no le iba a gustar participar en ella de ninguna manera.
En la misma época en que su querido amigo Dieter Block vestía por primera vez el uniforme de las SS, Franz Müller había hecho las maletas y había aparcado su prometedora y, si hubiera querido, meteórica carrera como profesor de ingeniería aeronáutica para llevar una vida bohemia como violinista diletante. Al principio, los ingenieros que quisieron pudieron mantenerse al margen de la política, pero luego muchos de los de su gremio habían aceptado la tesis desquiciada de la superioridad tecnológica aria que desembocaba en una fusión absurda entre la capacidad técnica y los principios ideológicos nazis.
Abandonó Berlín justo antes de que comenzasen los fastos de los Juegos Olímpicos del 36 y, a pesar de que por sus venas corría sangre aria, se sentía igual que uno de esos científicos exiliados que habían abandonado el país porque avizoraban oscuros nubarrones. La primera ciudad donde se instaló, como le avanzó a su amigo Dieter Block, fue en la tranquila y hermosa Salzburgo, lo más parecido que había visto en su vida a un cuento de hadas, y que además tenía la ventaja de que se podía pasar desapercibido si se lo proponía siendo uno mismo, en su caso solo un violinista que buscaba en aquella ciudad al lado de los Alpes que el espíritu de Wolfgang Amadeus Mozart se le apareciese para iluminarlo. Indudablemente, ser músico para Franz Müller resultaba mucho más placentero que dedicarse a explicar a los alumnos de ingeniería del Instituto Kaiser Wilhem de Berlín ecuaciones en una pizarra, pero nadie en su familia había entendido aquella decisión de alguien que ya había cumplido los veinticinco años y dejaba atrás una fulgurante carrera en el mundo de la ciencia por una existencia incierta de músico bohemio.
Dieter Block tampoco. La última vez que se vieron en Berlín, en el café Romanisches de la bulliciosa Kurfürstendamm, su viejo amigo ya lucía el brazalete con la esvástica, y aunque se mostraba con la misma amabilidad habitual en él, Franz Müller advirtió que sus modales eran un poco más autoritarios, y que, aunque seguían siendo amigos como antes, Dieter Block no podía evitar mostrar cierto paternalismo y quería hablar con él para convencerlo de que debía quedarse en Alemania, que un hombre como él podría prestar un gran servicio a su país si ponía su enorme talento al servicio del Reich.
—Podrías llegar incluso a ser premio Nobel algún día. Franz sonrió. Bajó la cabeza ruborizado. Se quedó un momento mirando los coches que circulaban a lo largo de la avenida que atravesaba el barrio de los artistas. Pensándolo bien, se dijo, este no sería un mal lugar para vivir. Prefería estar rodeado de pintores y de poetas que de científicos obsesionados con la idea de fabricar armas terribles.
—Llevo la música dentro —le contestó, sin embargo, a su amigo—. Y eso es algo que no se puede contener, como quien desea ser pintor o dedicar su vida a escribir novelas.
Pero Dieter Block sabía la verdad, y Franz Müller sabía que Dieter Block sabía la verdad. Entre ellos no podía haber secretos. Cada uno sabía lo que pensaba el otro sin que fuera necesario abrir la boca. Para Dieter Block, ahora el Obersturmführer de las SS Dieter Block, no había dudas de que su viejo amigo Franz Müller no estaba de acuerdo en cómo se estaban haciendo las cosas en Alemania, y que tampoco le agradaba ese uniforme y esos galones que llevaba desde que dos años antes participara animosamente en la liquidación de los miembros de las SS. Desde entonces, su ascenso dentro del partido Nacionalsocialista había sido imparable. De estar desempleado había pasado a tener un grado militar medio en el cuerpo de élite del Reich, con un gran futuro por delante. Por desgracia, pensaba Franz Müller. Y allí estaban los dos, amigos de toda la vida, a ratos observándose como si fueran unos desconocidos y, a veces, cuando Dieter Block se quedaba mirándolo como si no lo entendiera, para Franz Müller era como si fueran dos fieras que se miran con respeto, pero que en cualquier momento podían saltar una encima de la otra. Aunque ninguno de los dos quisiera.
—¿Por qué no te quedas aquí, en Berlín? Nos espera un gran futuro. A todos. —Dieter Block se inclinó sobre la mesa, por un momento incluso había dejado de mirar a las muchachitas que paseaban por la Kurfürstendamm con estos vestidos finos que a cualquier soltero recalcitrante como él le auguraban la llegada inminente de un verano prometedor, y no solo por la celebración de los Juegos Olímpicos en Berlín—. Con tu talento y mis contactos podríamos hacer grandes cosas por Alemania. Y me daría mucha pena, Franz, que desperdiciaras esta oportunidad. No siempre pasan trenes así en la vida.
Pero Franz Müller se encogió de hombros.
—Aún soy joven —le dijo, a pesar de que, más cerca de los treinta que de los veinte, ya no estaba muy seguro—. Antes de sumergirme en el campo de la ingeniería siento que debo probar suerte en el mundo del arte. Luego, si empiezo a trabajar, ya no me será posible intentarlo, y no podré cumplir jamás mi deseo de tocar el violín —se encogió de nuevo de hombros Franz Müller—. Es lo que opino. La vida es larga. Ya habrá tiempo de volver.
—¿Estás seguro de que en tu decisión no ha tenido nada que ver que se haya apartado a los profesores judíos de la enseñanza en las universidades?
Franz Müller se quedó callado. Podía contestarle a su amigo que sí, que por supuesto en su decisión había tenido mucho que ver la expulsión de gente como Albert Einstein, o que hubieran obligado a jubilarse a gente de mucha valía como el venerable Max Planck, y algo que le dolía y le chirriaba tanto al mismo tiempo pero que no se lo iba a decir porque no le apetecía enzarzarse en una discusión con su amigo, era que tampoco podía soportar cuando lo veía vestido con esa camisa parda y ese brazalete con la esvástica, pero polemizar con él no lo iba a llevar a ninguna parte, y no se iba a sentir precisamente cómodo con su amigo si la conversación terminaba desviándose por esos derroteros. Por culpa de las ideas de cada uno, se habían distanciado mucho durante los últimos años, pero Franz Müller seguía apreciando a Dieter Block igual que siempre, y estaba convencido de que su viejo amigo también a él, a pesar de ese uniforme y esa cruz gamada que lucía orgulloso, aunque en el fondo estuviese convencido de que Franz Müller odiase profundamente las ideas que él había llegado a amar tanto. La amistad tenía estas cosas tan extrañas. Uno podía estar muy lejos del otro en cuanto a sus posturas políticas, pero el recuerdo de todos los momentos que habían vivido juntos era mucho más fuerte, más intenso y más importante que lo que los separaba: haber nadado juntos en el Spree o en el lago Wansee, junto a las exclusivas mansiones que sabían que ninguno de los dos se podría jamás permitir; haber aprendido a tirar piedras a los pájaros que anidaban en los robles de Tiergarten o haber estado enamorado más de una vez de la misma chica o haberse pegado contra otra pandilla del barrio.