—Tranquilo, hombre. Soy tan ambicioso como el que más, y si esto da resultado, también yo podré colgarme la medalla. Y si no funciona, lo único que habré perdido será un par de horas pasando frío en la calle.
A las once de la noche, Perdomo y Villanueva montaban guardia en el interior de un vehículo aparcado en las inmediaciones de la plaza de Rodolfo y Ernesto Halffter, que era donde estaba la entrada a la Sala Sinfónica del Auditorio. Otro agente más se había camuflado en una de las salidas del aparcamiento, que también daba a la misma explanada. Dado que allí la luz seguía brillando por su ausencia, su figura era prácticamente indetectable.
El inspector Perdomo había imaginado que, si la celada tenía éxito, él o alguno de sus hombres verían llegar al ruso alrededor de la medianoche; pero lo último que habría sospechado es que oiría su voz antes siquiera de establecer contacto visual con él.
Pero eso fue exactamente lo que ocurrió.
A las doce y un minuto, una serie de angustiosos alaridos, que tenían más de bestiales que de humanos, sacudieron a los policías del letargo en el que les había sumido aquella incierta e interminable espera. Al levantar la cabeza vieron a un hombre, que Perdomo no tuvo dificultad en identificar como a Roskopf, correr desesperadamente en dirección al vehículo en el que estaban. Tenía la cara desencajada por el pánico y lanzaba continuas miradas hacia atrás, por lo que se dieron cuenta de inmediato de que estaba huyendo de algo. Comoquiera que el propio cuerpo del ruso les impedía ver a su perseguidor, el inspector Perdomo salió a toda prisa del coche, revólver en mano, justo a tiempo para asistir a los últimos metros de aquella agónica cacería.
Roskopf estaba huyendo de un perro.
Aquel endiablado animal que había estado a punto de saltarle al cuello la noche en que él y Milagros fueron al Auditorio corría ahora enloquecido en dirección a su nueva presa, a la que estaba a punto de dar alcance, pues le iba ganando terreno por segundos. La velocidad del animal era asombrosa —Perdomo calculó que en torno a los cincuenta kilómetros por hora—, lo que sumado a su peso, que no debía de bajar de los sesenta kilos, lo convertía en un auténtico proyectil viviente, con sobrada capacidad no sólo para derribar al hombre, sino también para lanzarlo como un pelele a una docena de metros de distancia. El policía se dio cuenta de que si el perro chocaba contra Roskopf, éste podría quedar gravemente malherido solamente del impacto contra el suelo.
Los ojos de aquella bestia parecían emitir un resplandor infernal en la penumbra. Justo en el momento en que el perro inició el salto para derribar a Roskopf, el policía le disparó una vez y el animal saltó en el aire como si hubiera pisado una mina, emitiendo un horrendo gemido. Luego cayó, seco, al suelo y quedó tendido, sobre su propio charco de sangre, mientras se convulsionaba de dolor y rabia, babeando una espuma de color rojizo; su agonía fue muy breve, porque Villanueva lo remató en el suelo, de otro certero disparo en la cabeza.
El ruso siguió corriendo a toda velocidad durante unos pocos metros más, como si no hubiera advertido que el animal había sido derribado, y luego empezó a perder fuelle hasta que se detuvo por completo. Finalmente, se llevó las manos al pecho, emitió un quejido lastimoso y cayó fulminado sobre la acera. Perdomo y el subinspector Villanueva se apresuraron a socorrerle, pero Roskopf, en cuyo rostro eran todavía visibles las huellas del pánico que acababa de experimentar, estaba ya más muerto que vivo.
—¿Dónde está el violín? —le preguntó el policía, al ver que no lo llevaba consigo.
Pero el ruso no le contestó. Antes de cerrar los ojos para siempre, Roskopf sólo acertó a murmurar:
—Ella… iba a morir de todos modos.
—¿Sabes que te puedo meter un paquete de tres pares de narices por la que montaste anoche frente al Auditorio?
El comisario Galdón, que se jactaba de controlar hasta el más pequeño movimiento de los más de cien hombres que operaban bajo su mando en las cuatro brigadas de la UDEV, había ordenado a Perdomo que se personase en su despacho a las ocho de la mañana para pedirle un informe completo de lo sucedido la noche anterior.
Había hecho sentar al inspector en la silla de las visitas y ahora paseaba bufando a sus espaldas, como si en vez de estar pidiendo explicaciones a un subordinado se hallase interrogando a un sospechoso de asesinato. El hecho de que Perdomo hubiese montado un operativo de tal envergadura sin haberle puesto en antecedentes le tenía absolutamente mortificado.
—¡Y encima ha muerto una persona, joder!
—Y un perro —recordó el inspector, sin pretender que la apostilla sonara como una burla. Pero lo cierto es que el comentario tuvo la virtud de irritar todavía más al comisario.
—¡Esto es mucho más grave de lo que tú te crees! ¿Sabes que hoy me ha llamado dos veces el ministro? ¡Dos veces! La primera a las siete de la mañana, después de enterarse de lo de anoche por la radio. Y ahora, hace diez minutos. Está como loco por salir en televisión y anunciar que se ha aclarado el crimen. ¡Pero ahora vas tú, y para terminar de joderla, dices que el asesinato de Ane Larrazábal aún no está resuelto!
—Sí y no —dijo Perdomo—. Es evidente que Roskopf es el autor material; de lo contrario no se hubiera presentado a la cita. Pero registramos anoche su apartamento y no hay ni rastro del violín.
—¿Y eso qué prueba? Puede haberlo vendido, o tenerlo oculto en otro lugar.
—Eso seguro. Y además sospecho cómo salió el violín del Auditorio. ¡Oculto en la campana de la tuba! Roskopf era el único músico capaz de sacar el Stradivarius dentro de su propio instrumento. La policía nos registró a la salida, ¡pero aquellos dos agentes eran tan poco imaginativos que no se les ocurrió mirar dentro!
—¡Eso sí que no me lo creo! ¿No examinaron el interior de la tuba?
—¿De qué te extrañas? Ya sabes cómo son las medidas de seguridad en este país. ¿Nunca te has preguntado, por ejemplo, por qué los equipajes de los pasajeros del AVE son cuidadosamente examinados en un escáner y en cambio los propietarios de esas maletas no están sujetos a ningún tipo de control? Cualquiera puede subirse a ese tren cargado de explosivos, de gas venenoso o de armas automáticas sin que nadie le diga absolutamente nada.
A pesar de que dentro de las instalaciones de la UDEV estaba rigurosamente prohibido fumar, el comisario Galdón había empezado a encadenar un cigarrillo tras otro. El humo que emanaba constantemente de su persona le daba aún más el aspecto de un artefacto a punto de estallar.
—A la una de la tarde me va a volver a telefonear el ministro. Como para entonces no sea capaz de proporcionarle una explicación que se tenga mínimamente en pie, la semana que viene me veo cacheando moros en la aduana de Algeciras. Cuéntame todo lo que has estado investigando a mi espalda, absolutamente todo.
El inspector le hizo a Galdón un pormenorizado relato de su colaboración con Milagros Ordóñez y del viaje a la Costa Azul, que había culminado con la identificación de la colonia. Cuando terminó de ponerle en antecedentes, el comisario se llevó las manos a la cabeza.
—¡Es aún peor de lo que pensaba! ¡La policía pidiendo ayuda a una médium a tiempo parcial!
—¿Es que nunca te dijo Salvador que recurría a ella?
—Jamás. Si me hubiera enterado, lo habría cortado de inmediato. Mira, Raúl, una cosa es que los familiares de las víctimas recurran a espiritistas y otra muy distinta es que lo hagamos nosotros. Los familiares sufren como perros, y nunca me he burlado de ellos ni he considerado patológico que busquen este tipo de ayudas. Es solamente otra forma que tienen de aliviar su dolor. ¡Pero nosotros somos el cuerpo de élite de la investigación criminal en España, no me jodas!
Un subinspector que se asomó en ese momento para que Galdón le autorizara unas dietas de viaje fue recibido con cajas destempladas.
—Pero es que el vuelo sale dentro de dos horas —protestó tímidamente el otro.
—¡Pues cogéis el siguiente, coño!
Perdomo aprovechó la interrupción para abrir la ventana principal. El humo de los cigarrillos del comisario le estaba poniendo enfermo. Luego dijo:
—Comisario, ¿cuántos de esos familiares que recurren a mentalistas van luego y les cuentan a nuestros investigadores lo que les ha dicho el vidente de turno?
—Algunos. ¿Por qué?
—Porque no me vas a negar que, a veces, esas pistas se investigan.
—Lo estás llevando al terreno que te interesa, pero ésa no es la discusión. ¿Qué quieres que te diga, que los videntes se equivocan siempre? Pues alguna vez aciertan, ¡claro que sí! ¿Por qué? No lo sé. Pero una cosa es que les saquen los cuartos a la familia y otra muy distinta es que nosotros decidamos ponerlos en nómina. ¿Cuánto nos ha costado la broma de Ordóñez?
—A los contribuyentes, ni un duro.
—No me lo creo. ¿Y la juerga de dos días en la Costa Azul?
—Salió de mi bolsillo.
—¿Y el perfumista? ¿También gratis?
—Colaboró desinteresadamente. ¿Crees que un tipo con un chalet en Niza se va a poner a negociar mil o mil quinientos euros por un peritaje?
—¿Y el tiempo de la médium? ¿Regalado también? ¿Es que esa señora no tiene otra cosa mejor que hacer que ponerse a olfatear butacas como un sabueso?
—No puede facturar por sus servicios. En primer lugar porque no siempre le funciona su don. Y además porque no quiere que se sepa que lo tiene.
Galdón le miró con desconfianza, aunque era evidente que, conforme iba haciendo acopio de información, su nivel de irritación iba decreciendo.
—No te estarás tirando a esa mujer, ¿verdad?
—No, pero está de buen ver. A ti te gustaría.
—¿Yo liado con una bruja? Bastante tengo con mi señora, no me fastidies. ¿De dónde ha salido el perro?
—No tengo ni idea. Pero era el mismo que me atacó a mí. El ruso les tenía fobia, yo mismo pude comprobarlo la noche del crimen.
Galdón se empezó a hurgar con dos dedos los dientes superiores y luego exclamó con fastidio:
—Mañana me ponen dos implantes y estoy acojonado. ¿A ti no te da pánico el dentista?
Perdomo se encogió de hombros como queriendo indicar que no compartía su miedo. Tuvo que escuchar el manido tópico de que los dentistas te hacen daño dos veces; una cuando les abres la boca y la otra cuando abres la cartera, y oyó lamentarse a su superior de que le iban a facturar tres mil euros por la operación.
—A ver —prosiguió el comisario Galdón cuando se hubo desahogado—. ¿Cuáles son los cabos sueltos en este caso?
—Si admitimos que Roskopf es el único implicado, entonces el móvil del crimen fue el robo del violín. Pero para robar el Stradivarius no hacía falta matar a la chica. Un tipo de la corpulencia del ruso podría haberla dejado inconsciente empleando un solo dedo; no olvides que sabía artes marciales. Roskopf tenía intención de matarla, pero ¿por qué? Creo que hay otra persona implicada, alguien que deseaba ver muerta a Ane Larrazábal. Ese alguien facilitó el trabajo a Roskopf, convocando a la víctima, mediante una nota que todavía no he conseguido descifrar, en un sitio apartado, como la Sala del Coro.
—¿De qué nota me hablas?
—De la partitura que encontramos en el camerino de Ane. No puede ser más que un mensaje en clave.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque como música no tiene sentido. La caligrafía de la partitura es, según el padre de Ane, muy parecida a la de Rescaglio, así que estoy casi seguro de que el mensaje es suyo. Pero el italiano se iba a casar con la chica al cabo de poco tiempo. ¿Por qué matarla entonces? Tampoco me lo explico. Y luego están las últimas palabras de Roskopf: «Ella iba a morir de todas formas».
—¿Qué quiso decir con eso?
—No lo sé. Tal vez se refería a la maldición del violín. Como queriendo decir que la chica iba a morir, porque todos los propietarios del Stradivarius han muerto hasta ahora.
Gregorio había cogido tal afición a inventar pasatiempos durante su primer año como encargado de la sección en la revista de su colegio que, a pesar de que las clases ya habían terminado, él seguía pergeñando adivinanzas para desafiar el ingenio de sus compañeros.
«Me valdrán para el curso que viene», se dijo, mientras trataba de dar forma definitiva a lo que él llamaba «la frase escondida». La idea para el pasatiempo le había venido al ver, sobre la mesa de trabajo de su padre, la fotocopia de una misteriosa partitura para piano.
El chico suponía que se trataba de material de trabajo de Perdomo, así que ni siquiera se atrevió a tocar aquel papel. En lugar de eso, fue a buscar su cuaderno de música y copió en él, nota por nota, el breve y enigmático fragmento. Desde el instante mismo en que sus ojos se posaron sobre la partitura, Gregorio se había dado cuenta de que, en cada compás, las notas tenían un valor correlativo.
En el primer compás, por ejemplo, había cuatro notas, cada una de ellas la mitad en tiempo de la que le precedía: blanca, negra, corchea y semicorchea. En ninguno de los compases se repetían dos notas que tuvieran el mismo valor. Por lo tanto, era posible unir las cabezas de las notas siguiendo el orden creciente o decreciente de su valor, en una variante adulta de ese pasatiempo infantil de lápiz y papel en el que hay que completar un dibujo uniendo una secuencia de puntos numerados. El principio era el mismo, sólo que lo que había que formar no era un dibujo sino una serie de palabras. Sin mayores problemas, el chico logró completar la siguiente frase: