Perdomo comprobó que su arma reglamentaria estaba cargada e introdujo en el GPS de su coche el destino al que tenía que llegar a toda costa, antes que el asesino de Ane Larrazábal. El aparato le indicó que la ruta más corta era vía Cerceda hasta la autovía de Colmenar, para desde allí enlazar con la M-40 y tomar el desvío a la T4. Sin despedirse de la reportera, una napolitana pecosa que a pesar de llevar sólo seis meses en España hablaba castellano mejor que un académico de la lengua, pisó a fondo el acelerador y salió a uña de caballo de aquel pequeño pueblo de la Sierra Norte de Madrid. Por el espejo retrovisor, vio que la periodista le hacía vehementes gestos con los brazos para que se detuviese. Como no había tiempo para dar marcha atrás, ni podía imaginarse qué demonios quería la reportera, siguió pisando a fondo el acelerador. No llevaba todavía ni cinco minutos conduciendo con la exaltación de un piloto de rallyes, cuando, en una curva a la izquierda para enfilar la carretera de Navacerrada, su coche derrapó, dio una vertiginosa vuelta sobre sí mismo de más de 360 grados y se salió de la carretera. «¡Cojonudo! —pensó al comprobar que su vehículo no había volcado de milagro—. ¡Un poco más y me rompo la crisma contra aquellas rocas!».
Se dio cuenta de que, por más urgencia que tuviera en llegar al aeropuerto, había un límite de velocidad que no podía traspasar, y que tenía poco que ver con la normativa legal de aquella carretera: un límite marcado por sus propias carencias como conductor y también por las del coche, que no era el más adecuado para un estilo de conducción deportiva.
Cuando pasó Colmenar Viejo, miró el reloj y calculó que Rescaglio debía de estar llegando ya al aeropuerto, si es que no lo había hecho ya. A él sin embargo aún le quedaban entre veinte minutos y media hora de viaje, dependiendo del tráfico que hubiera. Dio gracias al cielo por no haberse encontrado aún con ningún control de la Guardia Civil, pues no tenía claro si estaba dispuesto a detenerse en caso de que le hicieran parar junto al arcén, por exceso de velocidad. Luego rogó con todas sus fuerzas que Gregorio no sucumbiera al miedo y a la tentación de salir corriendo, pues era evidente que un chico de trece años tenía poco que hacer contra un adulto resuelto a todo.
Justo en el momento en que se había persuadido a sí mismo de que, con un poco de suerte y de cola en el
check-in
, iba a ser capaz de ganar la partida al italiano, ocurrió lo del camión.
Acababa de salir de Tres Cantos por la autovía de Colmenar cuando el inspector observó con horror cómo un camión tráiler cargado de corderos que circulaba en su dirección, unos metros más adelante, tocaba el borde de la carretera en un punto en que estaban reparando el arcén y su conductor perdía el control del vehículo. Al tratar de hacerse con él, y a pesar de circular por una recta, el conductor derrapó y, tras un estrepitoso frenazo en el que el tráiler debió de arrastrarse casi cincuenta metros sobre el asfalto, volcó sobre un costado, quedando la caja totalmente atravesada sobre la calzada. La cabina del conductor recibió un fuerte impacto y el cristal del parabrisas estalló en mil pedazos, aunque el conductor logró salir a gatas de su habitáculo y Perdomo comprobó que sólo estaba herido leve. Mejor parada aún salió su acompañante, una mujer morena y bien parecida que tenía todo el aspecto de ser su señora. Perdomo, que había estado a punto de tragarse el camión en el momento del derrapaje, y que ahora había detenido el vehículo en mitad de la carretera, después de haber accionado todos los intermitentes, miraba angustiado por el retrovisor, temiendo ser arrollado por otros conductores. Para su alivio, tanto el camión volcado como su propio vehículo eran visibles a una distancia considerable y los coches que comenzaron a llegar en la misma dirección pudieron frenar a tiempo.
Perdomo había abandonado su coche para ir a comprobar cómo se encontraban los ocupantes del camión y vio que alrededor de una docena de corderos habían muerto aplastados por el golpe, pero que la mayoría habían logrado escapar al romperse el remolque y comenzaban a trotar en todas las direcciones, como si temieran que el camión que los transportaba pudiera incendiarse de un momento a otro y ellos pudieran quedar reducidos a un montón de carne a la brasa. Algunos, los más sabios, decidieron saltar el arcén y huir al campo; otros, más insensatos, optaron por cruzar la mediana y provocaron una colisión múltiple entre los coches que circulaban en sentido opuesto. A Perdomo se le pasó por la cabeza la idea de quedarse a echar una mano, por lo menos hasta asegurarse de que los corderos, como si fueran miembros de una manifestación no autorizada, se hubieran disuelto. Pero al ver que podía escapar invadiendo la cuneta, decidió regresar al coche, que había dejado con la puerta abierta de par en par.
Nada más poner las manos sobre el volante, oyó un balido enternecedor en el interior del habitáculo y al volver la cabeza se dio cuenta de que uno de los corderos, completamente aterrorizado, se había refugiado en la parte posterior de su Volvo.
No le costó desalojar al pobre animalillo de su coche, pero al mirar el reloj y ver que quedaban solamente cuarenta minutos para la salida del avión de Rescaglio, comprendió que el italiano le había ganado la partida.
La Terminal 4 de Barajas, conocida popularmente como T4, se ha hecho internacionalmente famosa en los últimos años por dos razones tan poderosas como distintas entre sí. Por un lado, parece ser una terminal gafada, pues no solamente la banda terrorista ETA logró colocar, en 2007, doscientos kilos de explosivo que acabaron con la vida de dos súbditos ecuatorianos, sino que, más recientemente, se convirtió en el escenario de una de las tragedias aéreas más graves del siglo XXI: la que costó la vida a más de ciento cincuenta personas que trataban de desplazarse a las islas Cananas en un MD-82. A pesar de tan luctuosos sucesos, a Perdomo le había fascinado la T4 desde que fuera inaugurada en febrero de 2006 en una solemne ceremonia presidida por el presidente del gobierno. Hacía poco, el inspector había escuchado una entrevista con su creador, el arquitecto británico Richard Rogers, en la que se le había solicitado que eligiera las tres obras de las que se sentía más orgulloso. Rogers se decantó por la casa de sus padres en Wimbledon, el Centro Georges Pompidou de París y la T4 de Madrid-Barajas, por considerar su propio autor que era una especie de síntesis de los dos edificios anteriores: la T4 había conseguido la fusión perfecta entre la alta tecnología y la calidez humana del espacio.
Perdomo llegó a la terminal a las 15.20 de la tarde, tras haber tenido que forcejear durante algunos minutos con el cordero que se había hecho fuerte en su vehículo. Por el camino, había telefoneado a AENA y le habían informado de que el vuelo 3250 de Iberia con destino Amsterdam no iba a sufrir ningún retraso, por lo que Rescaglio y su hijo podrían ya estar embarcados en el avión, o incluso haberse despegado ya del
finger
y avanzar rumbo a la cabecera de pista. Para una vez que el retraso de un avión podía causar algún beneficio a alguien, el vuelo iba a salir asquerosamente puntual.
Según se estaba apeando de su vehículo, que aparcó, sin distintivo policial ninguno para no llamar la atención, en el carril de subida y bajada de viajeros, Perdomo decidió que, dado que ya era prácticamente imposible rescatar a su hijo de las garras de su secuestrador —había perdido demasiado tiempo en el camino—, su misión iba a consistir en asegurarse de que su hijo estaba sano y salvo y que embarcaba sin complicaciones en el avión que debía llevarles a Amsterdam.
Mientras tanto, en el interior de la terminal, Andrea Rescaglio había atravesado ya el control de pasaportes en compañía de Gregorio y de su violonchelo, para el que había comprado un billete de pasajero, pues aunque la caja era de gran resistencia, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que los brutales zarandeos a los que son sometidos los equipajes en las terminales aéreas le ocasionaran la más mínima fisura; y no ya al instrumento, sino al estuche mismo.
Rescaglio llevaba la aparatosa caja del chelo sujeta a la espalda mediante un arnés, no sólo porque así resultaba más cómodo de transportar, sino también debido a que necesitaba ambas manos libres: una para llevar el móvil, desde el que amenazaba con ordenar a su amigo Renzo que atentara contra Perdomo en cuanto Gregorio hiciera el más mínimo movimiento sospechoso; la otra mano era para sujetar la funda del Stradivarius
Pasini
, el fabuloso violín que, desde que fue robado en 1840 por Paolo el monaguillo, había llevado la desgracia a todos sus poseedores, incluida su propia novia, Ane Larrazábal.
Como Rescaglio y Gregorio tenían por destino un país perteneciente al espacio Schengen, les había correspondido la puerta de embarque J40, en el dique sur de la T4, para lo cual tenían que descender a la planta 1, donde se encuentran las puertas de embarque correspondientes a esa letra.
Justo en ese momento los zuecos Crocs de Rescaglio le jugaron una mala pasada. Aunque de una extrema comodidad, los Crocs estaban teniendo que afrontar denuncias, en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y centros comerciales de medio mundo, por parte de personas cuyos pies habían quedado atrapados en las escaleras mecánicas. Cuanto más pequeño era el pie, más peligro existía; por eso los niños eran los más proclives a sufrir accidentes. Rescaglio pensaba que los accidentes con los Crocs habían ocurrido más porque a los chavales siempre les gusta hacer el tonto cuando se suben a un artilugio mecánico que por la peligrosidad del zueco en sí. Pero había algo que el violonchelista se negaba a reconocer incluso ante sí mismo y que le había llevado a subestimar el riesgo de calzar Crocs a bordo de una escalera dentada.
Rescaglio tenía los pies pequeños.
Y en su Italia natal se decía —por más que no hubiera llegado a demostrarse nunca— que los hombres de pie pequeño tenían también pequeño «lo otro». El músico calzaba un 37, lo cual a veces convertía en una auténtica aventura encontrar zapatos de hombre que le gustasen, por lo que acababa recurriendo a modelos unisex.
Sea como fuere, Rescaglio tenía demasiadas preocupaciones aquella tarde para andar pensando en lo cuidadoso que hay que ser si se calzan zuecos de goma. Al llegar al rellano inferior, intentó levantar el pie izquierdo pero el Croc parecía haberse literalmente encolado al metal, con lo que los dientes de acero engulleron aquel engendro de goma verde y le arrancaron parte del pulpejo del dedo gordo del pie, que comenzó a sangrar profusamente.
Era la ocasión que necesitaba Gregorio para, de un lado, poder arrancar de la mano a su secuestrador el teléfono móvil, y de otro, liberarse de su depredador, que hasta ahora no le había perdido de vista ni un instante.
En vez de salir huyendo en línea recta y permanecer en la propia planta 1 a la que habían descendido, Gregorio tuvo la intuición, que le salvó la vida, de encaramarse a la escalera que iba en dirección contraria, de manera que, aunque Rescaglio intentó volver a agarrarle, él pudo parapetarse detrás del cuerpo de una señora que subía en ese momento y comenzó a alejarse de su perseguidor a la doble velocidad que le proporcionaban sus propias piernas y la escalera mecánica.
—
Figlio di puttana!
—gritó el italiano, una imprecación que iba dirigida tanto al escalón que le acababa de rebanar un trozo del pie como al niño sobre el que había perdido el control. Pero él mismo se dio cuenta de que en ese grito había casi más impotencia que ira, pues el violento movimiento que había llevado a cabo para intentar aferrar de nuevo al chico hizo que el chelo que llevaba a la espalda actuara como lastre y lo arrojara al suelo.
Varias personas se dieron cuenta de que el de Rescaglio no había sido un simple tropezón y se arremolinaron a su alrededor para tratar de ayudarle. El que peor parado salió fue un joven que dijo ser enfermero, y que al tratar de taponar la sangre que manaba del pie del italiano, recibió una coz en la cara que lo dejó inconsciente sobre la chapa metálica por la que se accede al motor de la escalera.
—¡Dejadme, cabrones! —bramaba Rescaglio, pataleando panza arriba, como si fuera el kafkiano Gregorio Samsa convertido en un monstruoso insecto. Le estaba costando incorporarse porque las correas de la funda del chelo estaban unidas entre sí mediante una banda trasversal que se abrochaba sobre el pecho y que servía para disminuir el bamboleo del instrumento al caminar. Tras casi medio minuto de forcejeo interminable, durante el cual sus espontáneos ayudantes se alejaron de él a toda prisa, dejándolo por imposible, el italiano se puso por fin en pie y, renqueando como un animal herido, se alejó unos metros de la escalera mecánica para ir a buscar refugio en una hilera de sillas de plástico, donde se suministró a sí mismo los primeros auxilios.
Mientras tanto, en la planta superior, el inspector echó mano al bolsillo interior de su americana para mostrar al guardia civil del control de equipajes de mano su placa de inspector de policía. Tardó algunos segundos en recordar por qué no la llevaba encima. Durante el reportaje que le habían hecho en El Boalo, el cámara le había pedido su placa para filmar un plano detalle de la misma, y con los nervios del momento, Perdomo se había olvidado de recuperarla.
Comprendió entonces por qué la reportera de televisión le había hechos gestos para que regresara en cuanto empezó a alejarse del lugar; gestos que él había visto por el retrovisor y que, al no comprender a qué obedecían, había decidido ignorar.
Perdomo decidió olvidarse de la placa y comenzó a tratar de convencer al escéptico guardia civil del control de pasaportes de que le franqueara el acceso al otro lado.
—No tengo tiempo de darle muchas explicaciones, pero persigo a un peligroso delincuente que trata de abandonar el país llevándose a mi hijo como rehén.
—No está el teniente en estos momentos, y yo, sin su autorización, no puedo dejar pasar a nadie sin tarjeta de embarque y pasaporte o DNI.
—Ya le he dicho que soy inspector de policía. El DNI lo tengo —le increpó Perdomo— y en él dice que soy policía. Lo que no puedo mostrarle es la placa, la tiene una reportera de Telemadrid.
—Si el DNI pudiera sustituir a la placa, los agentes no la necesitarían, ¿no cree? —replicó aquel zote—. Espere aquí unos segundos, hasta que venga mi superior, y si él da el visto bueno, yo le franqueo el paso con mucho gusto.