El violín del diablo (36 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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Como iban sobrados de tiempo, el perfumista, que no podía olvidar que había sido guía en su juventud, insistió en mostrarles —«no tienen ni que bajarse del coche»— algunos edificios célebres de la ciudad. Tras enseñarles el hotel Negresco y el Museo Matisse, su anfitrión les señaló la casa donde había fallecido —«al parecer endemoniado y sin haber recibido la extremaunción»— el gran violinista Niccolò Paganini.

—¡Pare! ¡Pare aquí mismo! —se oyó gritar a Mila desde el asiento posterior del Rover.

Perdomo la miró: estaba lívida. La mujer salió atropelladamente del vehículo y sólo acertó a decir:

—¡La casa! ¡Ésta es la casa donde, cuando era pequeña, estuve a punto de morir!

44

La tarde del miércoles 27 de mayo de 1840, el hijo de Niccolò Paganini, Achille Ciro, se presentó en el palacio episcopal de Niza para solicitar de monseñor Galvani que acudiera a su casa para confesar a su padre y suministrarle la extremaunción, ya que, según el médico que le atendía, la muerte podría sobrevenirle en cuestión de horas. Galvani, que sentía verdadera aversión por el músico, tanto moral como puramente física, se las arregló para no descomponer el gesto durante la breve entrevista con Achille y con una sonrisa beatífica le prometió que acudiría lo antes posible.

—¿Ha solicitado tu padre la confesión o vienes en nombre propio, hijo mío? —preguntó el obispo justo en el momento en que el hijo de Paganini se había arrodillado para besarle el anillo.

—Aunque está muy débil y ha perdido la facultad de hablar, se las arregla para comunicarse con nosotros mediante un pizarrín, ilustrísima —le explicó Achille—. Mediante este sistema me ha solicitado que vayáis a visitarle y le permitáis morir en paz.

La vida en Niza, que por entonces formaba parte del reino de Cerdeña, había sido, durante años, apacible y tranquila para monseñor Galvani y su mano derecha en el obispado, el canónigo Caffarelli, hasta la llegada, en noviembre de 1839, del internacionalmente famoso Paganini. El artista se había instalado en la ciudad en parte por la errónea creencia de que el maravilloso clima de la Costa Azul podía proporcionar algún alivio a sus numerosas dolencias y en parte porque las cosas en Francia se habían puesto extraordinariamente difíciles para él, tras el fracaso del llamado Casino Paganini, un garito parisiense, a medio camino entre una sala de conciertos y un local de apuestas, que había quebrado meses atrás.

Paganini, que ya se encontraba extraordinariamente débil a su llegada a Niza, no había ocasionado problema alguno a la autoridades —entre otras cosas porque incluso hablar le costaba un esfuerzo considerable—, pero su fama de mujeriego, jugador y pendenciero le precedía, y por eso Galvani y su ayudante habían vivido, desde su llegada a Niza, en un perpetuo estado de tensión, como si temieran que de un momento a otro aquel ser mefistofélico pudiera recobrar sus energías de antaño y sumir a la pacífica localidad en una especie de caos demoníaco.

Se rumoreaba, no sin fundamento, que Paganini, ya totalmente incapacitado para subirse a un escenario, se había convertido en una especie de traficante de instrumentos musicales, aunque nadie había podido establecer con certeza hasta qué punto lo hacía con mercancía adulterada —las falsificaciones de Stradivarius y Guarneri eran muy frecuentes y rentables e aquella época— o con instrumentos auténticos, perteneciente a su fabulosa colección.

En cuanto Achille abandonó el despacho del obispo, éste hizo sonar la campanilla con la que solía llamar a Caffarelli, para humillarle como si se tratase de un vulgar criado; el canónigo hizo acto de presencia como si fuera un genio saliendo de la lámpara.

—Prepárate —le ordenó el obispo— porque tienes una extremaunción en la ciudad esta misma tarde. Llévate a Paolo, para que te ayude con todo lo necesario.

Paolo no era otro que el sobrino de Galvani y seguía ejerciendo de monaguillo en la diócesis de Niza a una edad a la que muchos jóvenes abandonaban el seminario, convertidos ya en sacerdotes. Era un muchacho de mirada torva y algo estrábica, con un inquietante bozo en el labio superior, tan corpulento y atlético como mal estudiante, al que se permitía ejercer de monaguillo en razón de su parentesco con el obispo y también porque, debido a su formidable estatura, ejercía funciones de guardaespaldas cuando al señor obispo se le requería en barrios poco recomendables de la ciudad.

La casa de Paganini estaba en un alto, que dominaba el Paseo de los Ingleses, así llamado desde que, allá por 1763, un puñado de acaudalados ciudadanos británicos, encabezados por el escritor escocés Tobias Smollett, se alejó de las brumas y los inviernos londinenses para instalarse en la siempre soleada bahía des Anges.

La zona era particularmente peligrosa, el sol se estaba poniendo ya en la ciudad y la luna se encontraba en cuarto menguante, por lo que el siempre prudente Caffarelli consideró imprescindible la compañía del talludo monaguillo. Aun así, la sola idea de tener que atender a un hombre aquejado de sífilis y del que se rumoreaba que tenía un pacto con el demonio se le hacía tan cuesta arriba que el canónigo trató de resistirse como gato panza arriba al encargo del obispo.

—Ilustrísima,
il signor
Paganini está en posesión de la Espuela de Oro, que le fue concedida por Su Santidad en 1827. ¿No debería tener la deferencia de ir usted mismo a suministrarle los santos óleos?

Caffarelli estaba jugando con ventaja, pues había escuchado, oculto tras una puerta, la conversación entre Achille Paganini y Galvani, y sabía por tanto que el violinista había solicitado expresamente ser confesado por el obispo. Pero como no podía revelar que había estado espiando, decidió insistir con la Espuela de Oro, la segunda condecoración más importante que podía conceder el Papa, tras la Orden de Cristo, y que se otorgaba a aquellas personas que se hubiesen distinguido en la labor de difundir la fe católica o de ensalzar a la Iglesia, tanto por medio de la espada como de las artes.

Nadie se explicaba cómo un hombre que había engendrado a su hijo fuera del matrimonio —a Achille, fruto de sus amoríos con la cantante Antonia Bianchi, no lo había reconocido hasta muchos años después— podía haberse hecho digno de la Espuela de Oro, aunque era cierto que en su juventud Paganini había ofrecido centenares de conciertos en iglesias de toda Italia.

Galvani, que era un verdadero maestro en el arte de la simulación, decidió no exteriorizar la irritación que le habían producido las palabras de Caffarelli:

—Hijo mío, Paganini sólo puede expresarse ya mediante garabatos en una pizarra y de sobra sabes que mi vista se ha deteriorado mucho últimamente. No puedo correr el riesgo de presentarme ante un moribundo y no poder llegar a leer su confesión. Por eso te honro con este encargo, del que deberías sentirte orgulloso, pues como has dicho, vas a confesar a un caballero condecorado por nuestro Santo Padre.

Caffarelli comprendió que estaba vencido; no pudo evitar un gesto de estremecimiento al recordar las espeluznantes manos de Paganini, que estiradas llegaban a medir cuarenta y cinco centímetros y se asemejaban tanto a gigantescas arañas blancuzcas que la enfermedad que lo cansaba había sido bautizada como aracnodactilia. Se horrorizó al pensar que en breve tendría que entrar en contacto con aquellas manos, deformadas por las llagas causadas por la sífilis, haciéndole tres veces la señal de la cruz en la frente y en cada una de las manos del enfermo, mientras repetía la fórmula que se ha venido empleando durante siglos: «Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén».

Pero comoquiera que el canónigo comenzaba ya a sentir la mirada imperativa del obispo taladrando la suya, conminándole de forma silenciosa a cumplir cuanto antes aquel terrible encargo, Caffarelli decidió ponerse en marcha de inmediato, acompañado por el tenebroso Paolo.

Nada más dejar tras de sí la imponente puerta del palacio episcopal, que se cerró de forma estrepitosa a sus espaldas, el canónigo empezó a rogar a Dios que al llegar a casa del músico, éste hubiera pasado ya a mejor vida.

45

Las sombras habían descendido ya sobre la bahía de Niza, llamada «des Anges» no por los ángeles celestiales, sino porque sus aguas estaban infestadas de peces ángel,
anges
en el idioma de Niza, una curiosa variedad de escualo más parecida a la raya que a los tradicionales tiburones. La luna menguante apenas permitía a Caffarelli atisbar a lo lejos las velas de los barcos amarrados en el puerto de Niza, que parecían inquietantes fantasmas marinos suspendidos sobre las cálidas aguas de la Riviera.

El canónigo y su ayudante no intercambiaron palabra alguna durante el trayecto, aunque Paolo recibió una severa mirada de reprobación cuando se detuvo, durante breves segundos, para admirar los turgentes senos de una ramera que le había lanzado un par de requiebros al pasar ante ella.

La casa de Paganini no era ostentosa y la puerta no tenía siquiera llamador, lo que recordó a Caffarelli que el músico no estaba atravesando su mejor momento económico. Si de verdad el violinista se había embarcado en la compraventa de instrumentos musicales, el negocio no le estaba reportando aún los dividendos esperados.

Tras dos vigorosos golpes en la puerta, propinados por el fornido monaguillo, fueron invitados a pasar al interior de la casa por una mujer ya entrada en años, que debía de ser el ama de llaves, por más que Caffarelli no entendió una sola palabra de las que empleó para darles la bienvenida, ya que la anciana hablaba el nizardo más cerrado que el canónigo hubiera escuchado en su vida.

—Caga acelgas —susurró el ceñudo Paolo al oído de Caffarelli, cuando oyó expresarse a la buena mujer.

Al oír este insulto, con el que los no nativos suelen denigrar a los nizardos, ya que el plato más famoso de su cocina es la tortilla de acelga, Caffarelli se llevó un dedo a la boca para ordenar al monaguillo que permaneciese callado.

Cuando iniciaron la penosa ascensión de la escalera que conducía al piso superior, en el que yacía el moribundo Paganini —penosa por la lentitud exasperante con la que el ama de llaves se iba encaramando a cada escalón—, Caffarelli sintió una náusea repentina, provocada por la atmósfera hedionda que se respiraba en la casa. No era ni siquiera el olor de la muerte, que el canónigo conocía de sobra, sino algo aún más terrorífico para aquellos susceptibles de contagiarse, que es el hedor de la enfermedad. El malestar le hizo llevarse un pañuelo a la cara para tratar de filtrar aquel aire emponzoñado y aún hubiera sido mayor de haber conocido entonces algunos detalles de la vida de Paganini de los que tuvo noticia.

Tras casi un minuto de cachazuda ascensión hasta el piso superior, Caffarelli y el monaguillo llegaron por fin a un largo pasillo, al fondo del cual divisaron la habitación del desahuciado, cuya puerta se encontraba entreabierta. Antes de que pudieran acceder a ella, apareció la figura nerviosa, casi eléctrica, de Achille, que sin duda había podido escuchar cómo se acercaba la comitiva, pues aquel suelo de madera crujía como el casco de un viejo galeón.


Pax huic domui. Et omnibus habitantibus in ea
—le saludó el eclesiástico.

Pero el hijo de Paganini, al no ver al obispo, ni siquiera respondió al saludo y se puso inmediatamente de mal humor.

—Su Ilustrísima está casi ciego —se disculpó el canónigo—, y como antes de suministrar la extremaunción al enfermo hay que confesarle por escrito…

Siguió una tirante conversación, en el umbral mismo de la alcoba del moribundo, durante la cual Achille llegó a exigir que el monaguillo regresara de inmediato al palacio episcopal para decir a Galvani que su padre solamente se confesaría con él.

—Si el obispo no puede leer, ya se las arreglará mi padre para hacerse escuchar en confesión. ¡Pero un caballero de la Espuela de Oro no puede morir ungido por un simple canónigo!

«¿Un simple canónigo? —pensó Caffarelli—. ¿Acaso este exaltado ignora que soy doctor en derecho canónico y que, a todos los efectos, se me considera la mano derecha del obispo y su asesor jurídico?». Pero no dijo nada para no empeorar las cosas.

En tono desabrido, aunque algo más contenido, Achille les explicó que la afección de garganta de su padre —un cáncer de laringe— no le había impedido en otra ocasión decisiva comunicarse, a través de él, con el gran Hector Berlioz, al que había ido a ver dirigir en París la obra
Harold en Italia.

Caffarelli escuchó con atención el relato de aquel histórico encuentro entre los dos genios, y luego, empleando el tono más diplomático posible, para no enojar aún más a su interlocutor, le aclaró que una confesión no podía llevarse a cabo de esa manera, pues se trataba de un diálogo privado entre el creyente y el sacerdote.

De mala gana, el hijo de Paganini se dio por vencido y permitió al eclesiástico y a su ayudante que se adentraran a la alcoba, donde yacía el legendario violinista.

Los aposentos de Paganini eran gigantescos; Caffarelli calculó que debían de ocupar al menos media planta de la vivienda. Las paredes estaban llenas de carteles de los conciertos más importantes que había dado el virtuoso hasta su retirada forzosa por enfermedad: Viena, Londres, París, Manheim, Leipzig, Berlín, Moscú. Prácticamente no había habido rincón de la vieja Europa en el que el músico no hubiera deslumbrado a los creyentes con sus composiciones endemoniadas y su dramática puesta en escena, que incluía el seccionamiento de tres de las cuatro cuerdas de su violín, para mostrar a un auditorio, ya entregado en cuerpo y alma, lo que podía hacerse con una sola.

Caffarelli era un discreto ejecutante de órgano y sintió de súbito un respeto reverente —y también una profunda envidia— al ver plasmada en imágenes la deslumbrante carrera artística de aquel genio. Además de carteles, el canónigo advirtió que en las paredes había también cuadros y numerosas caricaturas del violinista, pues sus gestos desmesurados, sus facciones acentuadas y grotescas y su figura a la par desgarbada y elegante, constituían una auténtica golosina para los artistas gráficos.

Pero en medio de todo aquel despliegue destacaba, como una piedra preciosa entre bisutería, el magnífico retrato que le había hecho el pintor Eugène Delacroix en los años treinta:

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