—¡Gregorio! ¡Ha llegado Elena! ¡Sal a saludarla!
Como el chico no respondió, su padre fue hasta la alcoba y llamó a la puerta, pensando que seguía encerrado. Tras insistir un par de veces y no obtener respuesta, giró el pomo y no encontró resistencia.
La luz de la alcoba estaba apagada y allí no había ni rastro de su hijo.
—¡Será cabezota! —refunfuñó entre dientes, dando por supuesto que Gregorio había decidido pernoctar en casa de sus abuelos sin pedirle permiso.
Volvió al salón y Elena se percató enseguida de que pasaba algo.
—Es mi hijo, ¡que se ha ido de casa!
—¡Qué suerte! —dijo la chica intentando hacer un chiste—. Ahora el problema que tienen los padres con sus hijos es todo lo contrario, que no hay forma de echarlos.
Perdomo acogió con una sonrisa forzada el comentario de Elena y telefoneó a sus suegros, pero allí no sabían nada del chaval. A ésta siguieron media docena de llamadas más, incluidos sus propios padres y los principales amigos de Gregorio. Todos los intentos de localizar al chico resultaron infructuosos, de manera que la indignación inicial de Perdomo se transformó enseguida en honda preocupación. El policía no sabía qué hacer. Por un lado se aferraba a la idea de que Gregorio estuviera aún de camino hacia alguna de las casas a las que había telefoneado, pero por otro tenía miedo de que hubiera sufrido algún percance en la calle. Lo que era evidente es que no podía seguir ocultando por más tiempo a su invitada el motivo por el que Gregorio había decidido poner pies en polvorosa sin siquiera advertírselo a su padre.
Elena escuchó el relato con interés y al final preguntó a su anfitrión qué tenía planeado hacer para encontrar a Gregorio. ¿Quería que le acompañara a realizar una batida por algún barrio en particular o que se quedara en casa por si acaso al chico se le ocurría telefonear?
—¡El teléfono! ¿Cómo he podido olvidarlo? Gregorio tiene un móvil desde hace pocos días y yo lo había pasado por alto por completo. ¡Ni siquiera he guardado aún su número en mi propio teléfono!
El policía buscó en una agenda de papel los nueve dígitos y los marcó en su teclado. Gregorio respondió en el acto:
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—Ábreme la puerta y lo sabrás —respondió el chico muerto de risa.
Sin colgar el teléfono, Perdomo se dirigió a la puerta de entrada y al abrirla se encontró con Gregorio sosteniendo con una mano el teléfono móvil y con la otra una bolsa blanca de plástico en la que había dos envases de helado.
—¿Se puede saber de dónde cojones vienes? —le gritó en voz baja, para que Elena no le oyera maldecir.
—¿Qué lenguaje es ése, macho? —le replicó Gregorio, empleando la misma frase que había usado su padre en la discusión anterior.
El desparpajo del chico siempre tenía la virtud de desarmarle.
Gregorio le explicó que había bajado a la tienda de los chinos a comprar el postre, temiendo que su padre se hubiera decantado por la tarta de chocolate negro, que a él no le hacía demasiada gracia, y que se había demorado más de la cuenta porque había una cola formidable en la caja.
—Ven, Elena te ha comprado una cosita —le dijo su padre cambiando el tono a uno más paternal.
El chico guardó los helados en el congelador y luego recibió de manos de la trombonista el disco que le había llevado de regalo. En la portada había un señor mirando a cámara, sentado en un taburete de niño. Su mano izquierda sujetaba el trombón y la derecha reposaba sobre los muslos, encogidos de tal manera que las perneras de los pantalones dejaban al descubierto sus calcetines blancos y parte de las espinillas. El tipo se llamaba Christian Lindberg y Elena le explicó que se trataba del más famoso trombonista de mundo, que además era compositor y director de orquesta.
—
All the lonely people
—exclamó Perdomo al leer el título del disco—. ¡Eso es un verso de «Eleanor Rigby» de los Beatles!
—¡Premio! —gritó Elena—. La pieza que cierra el disco es un concierto para trombón lleno de citas musicales a esa canción. ¿Qué te parece, Gregorio?
El chico había quedado cautivado por la simpática portada del cedé, aunque confesó a Elena que nunca había escuchado una pieza para trombón y que no podía asegurarle que le fuera a gustar.
—Elena se ha traído el trombón —dijo Perdomo, tratando de buscar más conexiones entre la chica y su hijo—. ¿Quieres verlo?
La trombonista vio, por la expresión del chico, que éste estaba francamente intrigado por el instrumento, así que fue a por el estuche y lo abrió en presencia de sus dos anfitriones.
La caja estaba forrada por dentro de terciopelo rojo y a Gregorio le pareció que las dos partes del dorado instrumento refulgían como los brazos de C-3PO, el robot-mayordomo de
La guerra de las galaxias.
A su padre, en cambio, el conjunto le retrotrajo a la época de las justas medievales, cuando los instrumentos de viento anunciaban el comienzo del torneo. Elena encajó la vara en la parte del pabellón, extrajo la boquilla de un compartimiento interior que había en la funda y la colocó en el extremo de la vara.
—¡Ya está listo! ¿Alguien se anima?
Tanto el padre como el hijo rehusaron con una risita nerviosa el ofrecimiento, lo cual provocó una reflexión por parte de Elena.
—La gente piensa que extraer un sonido del trombón es muy difícil, pero en realidad sólo hace falta saber hacer una pedorreta.
La instrumentista desmontó de un tirón la boquilla metálica, que tenía la forma de un pequeño cáliz, y se la llevó a la boca. Para sorpresa de Perdomo y Gregorio, aquello empezó a emitir de repente sonidos musicales. Elena les hizo luego sonreír emitiendo algunas pedorretas con los labios y finalmente llevó a cabo esos mismos sonidos con la boquilla.
—Sin la vibración de los labios no sale nada, ni siquiera una nota. Voy a volver a colocar la boquilla en el instrumento y a soplar por ella, sin hacer la pedorreta, veréis lo que ocurre.
Elena cogió dulcemente la mano derecha de Perdomo y la acercó a la campana del instrumento. Luego sopló por la embocadura y lo único que se escuchó fue el flujo de aire caliente viajando por el tubo y saliendo por el otro extremo. A Perdomo le pareció de un enorme erotismo recibir el aire húmedo y caliente de Elena en la palma de una mano que ella seguía sosteniendo delicadamente, pero no hizo nada por prolongar aquel momento de éxtasis. La posibilidad de que Gregorio pudiera percibir cualquier intento de flirteo entre él y la chica le ponía demasiado nervioso.
—¿Y esto qué es? —dijo el chaval intentando abrir una pequeña válvula que había en la vara.
—¡No lo toques! —le reprendió la chica, lo que hizo que Gregorio retirara la mano del instrumento como si le hubiera mordido un escorpión—. Es la válvula de saliva —añadió luego la chica riendo—. Periódicamente, hay que vaciar de ¡ejem! el instrumento, pero mientras tanto, se va acumulando todo ahí. Afortunadamente para ti, estaba limpia.
—Ahora que ya sabemos cómo funciona, ¿por qué no nos tocas algo? —sugirió Perdomo.
—Con mucho gusto, aunque os advierto que me falta el acompañamiento. A ver si os suena esto.
Elena movió un par de veces atrás y adelante la vara del trombón, para comprobar que estaba bien lubricada, y tras un instante de silencio, empezó a desgranar con gran elegancia y sentimiento la melodía de «Summertime», de George Gershwin, que sus dos espectadores escucharon con atención reverente. Cuando terminó, la aplaudieron con energía y ella trató de quitarse importancia.
—El mérito es de Gershwin, que era un genio absoluto. ¿Sabéis que esta melodía, que tiene más de cuatro mil versiones en el mercado, está construida con sólo seis notas? Menos que las que tiene una escala, escuchad.
Y tocó lentamente las seis sencillas notas que conformaban la prodigiosa canción de cuna del compositor neoyorquino.
—¡Fantástico! —exclamó Perdomo—. Si os parece, podemos escuchar algo del disco que has traído a Gregorio mientras cenamos. Después le echaremos un vistazo al violín de Gregorio, aunque ya te advierto que no es una visión muy agradable.
Mientras Perdomo se levantaba a calentar las albóndigas en el microondas, Elena guardó el trombón en el estuche y fue contando algunas anécdotas a Gregorio acerca del músico al que ella tanto admiraba.
—A Christian Lindberg lo que le gustaba de joven era el jazz, pero sólo puedes aprender a tocar el trombón en un conservatorio, con repertorio clásico, así que tuvo que pasar por el aro. En dos años ya estaba en una orquesta, pero ¿sabes qué le ocurrió cuando le ascendieron a primer trombón? Empezó el concierto y durante los veinte primeros minutos no tocó una sola nota. Luego tocó un ratito y después estuvo otros veinte minutos sin hacer nada, así que se dijo: «¡No lo soporto!». Y es que no hay solos de trombón en la música clásica.
—¿Tú tocas jazz?
—Todos los viernes, en un bar del centro que se llama Blue Note. Pero no te invito a venir porque sirven bebidas alcohólicas y no dejan pasar a menores.
Elena y Gregorio consiguieron por fin extraer el cedé de la caja y enseguida empezó a sonar el concierto para trombón de Rimski Korsakov.
—¡Ya está la comida! —anunció Perdomo con la fuente de las albóndigas en una mano y el recipiente de la salsa en la otra.
—Tengo que ir un momento al baño —se excusó Elena.
—Al fondo del pasillo, a la izquierda. Espera, no, usa mejor el mío, que el otro tiene la cisterna atascada.
La chica se hizo escoltar hasta el aseo; cuando volvió al comedor, Perdomo aprovechó para conocer las primeras impresiones de su hijo.
—¿Qué te parece?
—Mola.
—¿Lo ves? Hay que dar un margen de confianza a las personas.
Ambos cambiaron rápidamente de tema al escuchar la cisterna del baño y luego los pasos de Elena, acercándose a ellos por el pasillo.
—¡Qué gracia! —dijo nada más aparecer por la puerta—. Usas Hartmann, ¡la misma colonia que yo!
El inspector Perdomo se tuvo que hacer repetir la frase porque no daba crédito a lo que acababa de confesarle Elena. Luego, con un hilo de voz, y totalmente conmocionado ante la posibilidad de que la trombonista pudiera ser la persona que andaba buscando, dijo:
—No usas Hartmann, sino Cristalle de Chanel. Por lo menos ésa es la colonia que llevabas el día en que me encontré contigo en la Sala del Coro y la que te has puesto para venir a mi casa esta noche. Lo sé porque mi mujer usaba esa misma marca.
Elena se dio cuenta enseguida, por el tono de voz de Perdomo y su brusco cambio de actitud, que algo extraño pasaba, y reaccionó en consecuencia.
—¿Qué te ocurre? Parece como si se te hubiera muerto un pariente. Sólo estamos hablando de una colonia.
Perdomo notó que habían empezado a sudarle las manos, así que trató de serenarse y se preparó para interrogar a Elena de manera que ésta no se diera cuenta de que ahora estaba en el punto de mira de un inspector de Homicidios.
—Perdona, es que todo lo que tiene que ver con los recuerdos de mi esposa siempre me altera. ¿Qué es eso de que usas Hartmann?
—Es la que he estado usando estos últimos meses. Ahora estoy probando otras, porque Hartmann es muy difícil de encontrar, pero ninguna me convence.
—La noche en que yo te conocí, ¿la llevabas puesta?
Elena respondió con coquetería:
—¿Es que no te diste cuenta?
Gregorio miraba atónito a la pareja desde la mesa del comedor. El muchacho tampoco entendía cómo su padre podía estar haciendo un mundo de un asunto tan frívolo.
—Papá, que se enfría la cena.
Perdomo decidió sentarse a comer para dar más impresión de naturalidad, aunque lo que el cuerpo le pedía en ese momento era llevarse a la mujer a Jefatura para someterla a un interrogatorio en toda regla. Elena empezaba a dar muestras de sentirse incómoda, aunque también se sentó a cenar y empezó a servir las albóndigas, mientras Perdomo descorchaba la botella de vino.
—¿Vamos a estar toda la noche hablando de mi colonia? —protestó al fin cuando Perdomo volvió a preguntar por la marca que llevaba la noche del crimen.
—No, perdona, soy un pesado —se disculpó el policía para no despertar sospechas en su interlocutora.
Se hizo un silencio incómodo que rompió Elena para decir:
—La noche en que me conociste creo recordar que sí me había puesto Hartmann. Se la pedí prestada a Georgy, que fue el que me la descubrió.
Esta nueva revelación tuvo la virtud de hacer que Perdomo se atragantara con el vino. Tras limpiar el mantel con la servilleta, el policía se aclaró la garganta con un poco de agua y preguntó:
—¿Te refieres a Georgy, el tuba ruso que conocí la noche del crimen en al Auditorio?
—Sí, claro, ¿qué otro Georgy podía ser?
—¿Y hay más personas dentro de la orquesta que usen Hartmann? —inquirió el policía tratando de dar a sus palabras un tono despreocupado. Pero Elena Calderón era una mujer de gran intuición y olfateó inmediatamente hacia dónde apuntaba el interrogatorio de su anfitrión.
—Todas estas preguntas tienen que ver con el crimen, ¿verdad? ¿Habéis identificado la colonia de la persona que lo hizo?
A Perdomo, que tenía ya la cabeza disparada a mil revoluciones por minuto, le hubiera encantado no tener que compartir —y menos durante aquella cena— ninguna clase de información con Elena, pues tenía muy presente que los trombones y las tubas son vecinos en cualquier orquesta sinfónica. Sabía, porque así se lo había confirmado Elena la noche en que la conoció, que ella y Georgy tocaban a veces juntos, incluso fuera del Auditorio, en una banda de jazz cuyo nombre no llegó a retener; y por último, aunque lo más importante, ignoraba lo indiscreta que podía llegar a ser aquella mujer —que por otro lado, tanto le atraía— en una situación donde el sigilo era esencial. Lo último que podía permitirse en ese momento era que Elena pudiera alertar al tuba con cualquier comentario y que éste se diera a la fuga sin siquiera ser interrogado. Sin embargo, tampoco quería ofender la inteligencia de la chica pretendiendo que aquellas preguntas obedecían a simple curiosidad y decidió poner las cartas boca arriba:
—No puedo revelarte información, Elena, pero todo lo que me puedas aclarar en torno a este asunto contribuirá a hacer avanzar la investigación.
La trombonista sonrió satisfecha por haber adivinado las intenciones de Perdomo, y ya más relajada por el hecho de haberse hecho cargo de la situación, comenzó a revelar información de manera más fluida.