Y fue en ese momento cuando Gregorio recordó, por haberlo visto en los telediarios, que era precisamente allí, en la Sala del Coro, donde habían estrangulado a Ane Larrazábal. El chico dobló cuidadosamente la partitura y se la echó al bolsillo, para tenerla a mano en cuanto llegara su padre.
Era cerca de mediodía cuando escuchó el timbre de la puerta y llegó a la conclusión de que no podía tratarse de ninguna persona conocida; los martes, la asistenta no llegaba hasta las cuatro, y aunque su padre a veces empleaba el timbre por pereza, para no tener que molestarse en buscar su juego de llaves, siempre llamaba con dos timbrazos cortos, nunca con el timbrazo largo, casi interminable, que lo había sobresaltado de repente.
—¿Quién es? —preguntó antes de abrir la puerta.
—¡
Master and Commander
!—respondió una voz desde el otro lado.
Gregorio reconoció al instante a Andrea Rescaglio, pero quiso estar seguro.
—Andrea, ¿eres tú?
—
É arrivato Boccherini!
—respondió el otro en tono jovial—. ¡Con chelo y todo!
A Gregorio le pareció tan fuera de lugar que Rescaglio se hubiera presentado de repente en su casa sin avisar, que quiso asegurarse de nuevo echando un vistazo por la mirilla.
Efectivamente, ahí estaba, deformado por aquella lente en forma de ojo de pez, el rostro inconfundible del violonchelista, que intuyendo que estaba siendo observado por el niño, le saludó un par de veces con la mano.
Gregorio abrió la puerta y comprendió en el acto que algo andaba mal, porque el italiano sujetaba unas tijeras con la mano derecha, las mismas con las que días atrás le había ayudado a cortar los trozos de cuerda sobrantes de su violonchelo.
—Coge tu pasaporte, nos vamos de viaje —le ordenó en un tono de voz que a Gregorio le heló la sangre en las venas.
Rescaglio empujó al niño al interior de la casa y cerró despacio la puerta de entrada, a la que echó el cerrojo y la cadena de seguridad.
Gregorio vio que además del chelo, que llevaba colgado a la espalda con dos correas, como si fuera un macuto, el italiano sujetaba, en la mano que tenía libre, un estuche de violín. Seguramente para tratar de aliviarse de la angustia que empezaba a apoderarse de él, Gregorio intentó hacer un chiste:
—¿Y ese violín? ¿Es un regalo para mí?
El italiano sonrió, dejó la funda del violín sobre una mesa y sin mediar palabra le atizó un bofetón en la cara. Aunque se le habían quedado marcados los dedos en la mejilla, Gregorio sintió más indignación que dolor, pero su instinto de conservación le aconsejó no exteriorizar la rabia que empezaba a invadirle en aquellos momentos.
—No estoy para gilipolleces —dijo en tono seco el italiano. Rescaglio seguía sin levantar el tono de voz, lo que, a oídos del niño, resultaba aún más atemorizante.
—Busca tu pasaporte en el acto o te juro que lo vas a pasar muy, muy mal.
No le hizo falta blandir las tijeras delante de su cara para que el niño entendiera de qué manera podían llegar a concretarse sus amenazas. Dadas las circunstancias, cualquier espectador objetivo hubiera considerado la respuesta que le devolvió Gregorio como un acto de valor:
—No sé dónde está.
El muchacho intuía que podía empezar a tener problemas muy serios de un momento a otro, al no poder complacer a su agresor, pero ¿qué podía hacer? Estaba diciendo la verdad. Su padre le había conseguido el pasaporte hacía dos meses, a una velocidad récord —aprovechando sus contactos en la Jefatura Superior de Policía—, para un viaje a Nueva York que al final no llegaron a realizar, y el niño ni siquiera tenía claro si el documento estaba ya en la casa o descansaba todavía en un cajón de la mesa de su padre en Jefatura.
Gregorio tenía las manos preparadas para defenderse de otro bofetón, pero en vez de propinarle otro sopapo, Rescaglio le dijo cambiando el tono a uno más amable:
—No te preocupes. Trae tu violín.
El muchacho obedeció en el acto y se lo entregó al italiano.
—¿Crees que tengo el pasaporte en el violín?
Por toda respuesta, el otro agarró el instrumento por el mástil y lo golpeó varias veces contra el canto de una silla, hasta hacerlo añicos.
El violín emitió algunas notas sueltas y discordantes y luego aterrizó en el suelo, convertido en un guiñapo de imposible reparación.
—¡Hijo de puta! —gritó Gregorio, que notó cómo se le humedecían los ojos de ira y de impotencia—. ¡Ése era el violín que me acababa de comprar mi padre!
—Gregorio, no deseo hacerte daño —le advirtió Rescaglio en el mismo gélido tono de voz que había empleado a su llegada—. Pero si no colaboras, voy a hacer con toda la casa lo que acabo de hacer con el violín. O mejor todavía, le prenderé fuego. ¿Quieres eso? ¿Que queme tu casa? ¿Quieres que todo lo que hay aquí dentro se vaya al infierno? Veamos —dijo mientras empezaba a curiosear entre los objetos que había sobre un aparador—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un trofeo de submarinismo? —Rescaglio agarró una espantosa escultura de latón que trataba de representar a un buceador bajo la superficie ondulada del mar y que estaba encastrado en una peana de mármol que pesaba como el demonio. Sin duda había objetos de peor gusto sobre el planeta, pero aquél hubiera puesto los pelos de punta incluso entre esas representaciones de la última cena que venden en los bazares chinos. Rescaglio leyó la inscripción en voz alta:
«First Prize-Scuba Contest Sharm el-Sheik Juana Sarasate».
¡Vaya, una mamá campeona de buceo, qué envidia! Es ésta, ¿no? —dijo volviendo a poner el trofeo sobre el aparador y tomando en sus manos un retrato de la madre de Gregorio, en la que se veía a la mujer sentada sobre el borde de una Zodiac, con traje de neopreno y bombonas, sonriendo a la cámara antes de zambullirse en el mar.
—¡Deja a mi madre, cabrón! —Esta vez Gregorio no pudo controlarse y se lanzó contra él para tratar de arrebatarle la fotografía.
Rescaglio se limitó a subir la mano en la que tenía la efigie de su madre, para ponerla fuera de su alcance, y con la otra empujó al chico para evitar que cargara contra él.
—¡Deja a mi madre! —gritó de nuevo el muchacho. Pero sólo obtuvo como respuesta la mirada de hielo del chelista, que con voz no menos fría le ordenó:
—¡Trae ahora mismo el pasaporte o te aseguro que cogeré todos los recuerdos de tu madre que hay en esta casa y los reduciré a cenizas! Tienes tres segundos. Uno…
Al constatar que el chico no se movía, sino que se estaba limitando a valorar hasta qué punto podía tomarse en serio las amenazas de su agresor, el italiano, sin perder la compostura ni un solo segundo, arrojó al suelo la foto de la madre de Gregorio y la pisoteó con los zuecos. Antes de que su víctima pudiera reaccionar, le agarró del pelo y empezó a tirar de él hacia atrás y hacia abajo, de manera que el muchacho no tuvo más remedio que ir arrodillándose poco a poco para no perder el equilibrio. Cuando lo tuvo completamente de rodillas, el italiano continuó con su inexorable ultimátum:
—Dos…
Gregorio notó cómo empezaba a escapársele la orina a causa de la agónica situación en la que se encontraba, pero logró sobreponerse y exclamó:
—¡Tengo el DNI! ¡Podemos viajar con el DNI!
—¡Tres! Tú lo has querido —dijo secamente Rescaglio, mientras propinaba un último tirón de pelo al niño para tumbarlo en el suelo.
—¿Por qué no vale el DNI? —preguntó Gregorio ahogando un sollozo.
—¡No vale el DNI porque tú vas a ser mi salvoconducto hasta Tokio, y para viajar a Japón, hace falta pasaporte!
Gregorio le miraba impotente, sin saber ya qué decir a su agresor.
—Encuéntralo y te soltaré en cuanto lleguemos al aeropuerto de Narita.
El muchacho no se atrevía a levantarse por miedo a que su agresor volviera a agarrarlo de la cabeza, pero Rescaglio pareció iluminarse con una súbita idea y le ordenó de repente que se pusiera en pie y que le llevara hasta el teléfono.
—¿A quién quieres que llame?
—¿Tú? A Nadie. Soy yo el que va a hacer una llamadita a tu padre para que nos diga dónde está el documento que tanto necesitamos. ¿Cuál es su número? ¡Márcalo!
El chico obedeció, y en cuanto hubo marcado, Rescaglio le arrebató el auricular.
—Si dices una sola palabra, te arrepentirás.
Los tonos de llamada se sucedieron de manera regular durante medio minuto, pero nadie descolgaba el teléfono al otro lado de la línea. Sin embargo, nada parecía impacientar a Rescaglio.
—Espero que no hayas cometido la estupidez de darme un número falso. ¡Dime los nueve dígitos del móvil de tu padre, esta vez seré yo quien marque!
El chico volvió a complacerle, pero el inspector Perdomo seguía sin descolgar el teléfono. Rescaglio colgó entonces el auricular y le dijo:
—¿Hay algún número más en el que se te ocurre que pueda estar?
—Mi padre trabaja en la Jefatura Superior, pero ahora le han destinado a otra unidad y no sé el número.
—¿De qué unidad se trata?
—No lo sé. Él siempre los llama los «pata negra».
—Fantástico, ¿y qué demonios quiere decir los «pata negra»? No nos queda otra salida que buscar el pasaporte nosotros. Primero, tu cuarto. Pero te advierto que si lo encuentro ahí, lo lamentarás durante toda tu vida.
Se encaminaron a la alcoba del muchacho y estuvieron revolviendo armarios y cajones durante un buen rato, pero el pasaporte no aparecía por ningún lado. Rescaglio miró dentro de cada libro, de cada DVD, de cada videojuego. Todo fue en vano y al final tuvo que rendirse.
—Muy bien —dijo controlando la ira que sentía por dentro—, parece que me has dicho la verdad. Vamos ahora a registrar el salón y el dormitorio de tu padre. ¡El pasaporte tiene que estar por algún lado!
El italiano y Gregorio pusieron la casa patas arriba, pero no encontraron rastro del documento.
—¡Enséñame tu DNI! —ordenó al niño con voz tajante, pero sin llegar a descomponerse.
Gregorio sacó del bolsillo del pantalón una pequeña cartera en la que había un billete de cinco euros, un bonobús, algunas monedas sueltas y el DNI. Tras asegurarse de que no contenía nada más, el italiano lanzó la cartera con furia lejos de sí y exclamó:
—¿Sabes qué? Según van pasando los minutos, voy cambiando de opinión. No me creo que tengas perfectamente localizado tu documento de identidad y no sepas dónde está el pasaporte. Vamos a ver si yo puedo ayudarte a recuperar la memoria.
En el preciso instante en que Rescaglio desenfundaba las tijeras, que se había colgado del cinturón como si fuera un machete, le sobresaltó el sonido del teléfono.
—Es mi padre —le informó el niño al ver el número de la llamada entrante en el display.
—Muy bien, yo lo cogeré. Ya te lo advertí antes, pero te lo repito ahora: no digas una sola palabra si yo no te lo ordeno. ¿Has entendido?
Gregorio asintió con la cabeza.
Rescaglio descolgó el auricular y permaneció a la espera para asegurarse de que, efectivamente, se trataba del policía.
—¿Gregorio? —se oyó al otro lado. Se escuchaba tráfico de fondo, aunque no con un volumen muy alto; seguramente el inspector estaba devolviendo la llamada a su hijo desde el interior de su coche.
—Gregorio está aquí conmigo, inspector Perdomo, tranquilícese.
—¿Quién habla? ¿Quién es usted?
—Soy su hombre, inspector, Andrea Rescaglio. Permítame felicitarle por el modo en que ha resuelto el caso Ane Larrazábal; a cambio, espero que sepa apreciar también mi talento para salir airoso de esta complicada situación.
—¿De qué estás hablando? —preguntó estupefacto Perdomo. Pero en el instante mismo en que formulaba la pregunta comprendió que Rescaglio era el autor intelectual del crimen, por más que aún no tuviera claro el móvil. Aun así, le pareció más inteligente hacerse el tonto y simular que balbuceaba en busca de una aclaración.
—En serio, no tengo ni idea de lo que tratas de decirme.
Al otro lado del teléfono, Rescaglio guardaba silencio mientras valoraba el tono y las palabras del policía, a las que finalmente decidió no dar crédito alguno.
—Vamos, inspector, no ofenda mi inteligencia. Georgy se puso en contacto conmigo en cuanto recibió la llamada del chantajista. Porque al principio ambos pensamos que era eso, un chantajista; probablemente un músico o algún empleado del Auditorio que había visto o creído ver algo la noche del crimen. Cuando esta mañana he escuchado en la radio que se había tratado de una celada de la policía, supe en el acto que yo también estaba en peligro. Ignoro qué les contó Georgy antes de morir, pero me extrañaría mucho que no mencionase mi nombre. No le culpo, yo también intentaría «emprender el último viaje ligero de equipaje», como decía aquel poema.
—Te equivocas, Andrea. Lo único que salió de su boca fue: «Ella iba a morir de todas maneras». A lo mejor tú puedes aclararnos qué quiso decir el ruso con esas palabras.
—Prefiero que lo descubra usted por sí mismo, y preferiblemente, que lo haga cuando yo esté ya fuera del país. Porque me largo, inspector: en cuanto escuche mi plan de fuga, estoy seguro de que le parecerá una genialidad. ¿O es que no sabe que los músicos somos expertos en fugas? En fugas de Bach, naturalmente.
A Perdomo le dio la impresión de que su interlocutor ahogaba una risa nerviosa, aunque tal vez se tratara de un ataque de tos.
—¿Cómo has llegado a mi casa, asesino? ¿Cómo has averiguado dónde vivía?