—Nos ha correspondido el honor de la primera sangre en esta pequeña escaramuza —dijo con animación Andruw—. Ven conmigo, teniente, y celebraremos tu ascenso con una botella de gaderiano. Si nuestro estimado general tiene razón, a partir de hoy tendremos poco tiempo para beber.
Decimosegundo día de Midorion, año del Santo 551.
Viento norte-nordeste por norte en la amura de estribor, virando y arreciando. Olas de cresta blanca y seis pies. Rumbo oeste a siete nudos, aunque nos desviamos a sotavento al menos una legua por cada doce.
Hace tres semanas que zarpamos de Abrusio, a una distancia estimada de 268 leguas al oeste de Cabo Norte en las Hebrionesas. Aevil Matusian, soldado raso, cayó al agua en la guardia de mañana, arrancado del saltillo de proa por una fuerte ola. Que los santos se apiaden de su alma. El padre Ortelius predicó en la guardia de tarde. En la primera guardia corta, ordené a los hombres que instalaran estayes auxiliares y subieran los botes a bordo. Colocamos bolsas en el escobén sobre los agujeros del cable, y lonas sobre todas las escotillas. Se avecina mal tiempo. El Gracia de Dios nos ha adelantado pese a los esfuerzos de Haukal. La perdimos de vista durante la primera guardia corta. Espero que ambos barcos sobrevivan a la tormenta que presiento.
Había muchas cosas que las someras entradas en el diario de a bordo no podrían transmitir, pensó Hawkwood, de pie en el alcázar del
Águila
con el brazo en torno a la burda de mesana.
No podía describir el estado de ánimo de la dotación de un barco, las tensiones y camaraderías indefinibles que la aglutinaban o la rompían. Cada barco tenía su propia personalidad; era una de las razones por las que amaba a su galeón obstinado y voluntarioso, que surcaba el océano manchado de blanco y se adentraba cada vez más en lo desconocido. Pero las tripulaciones de cada barco también desarrollaban su propia personalidad cuando llevaban el tiempo suficiente en el mar, y era aquel tema el que ocupaba sus pensamientos.
Había malas vibraciones a bordo. Los soldados y marineros parecían haberse dividido en el equivalente a dos campamentos armados. Todo había empezado con el maldito inceptino, Ortelius. Se había quejado a Hawkwood de que, aunque los soldados asistían a sus sermones regularmente (incluidos los oficiales), los marineros no lo hacían, sino que continuaban con sus tareas como si él no estuviera allí. Hawkwood había tratado de explicarle que los marineros tenían trabajo que hacer, que el gobierno de un barco no podía detenerse por un sermón, y que los marineros que no estaban de servicio debían aprovechar sus cuatro horas de merecido descanso; eran el tiempo máximo de sueño que podrían disfrutar a causa del sistema de guardias. Sin embargo, Ortelius fue incapaz de comprenderlo. Había terminado llamando impío a Hawkwood y acusándolo de falta de respeto hacia la ropa talar. Y todo aquello había ocurrido en la mesa de Murad, mientras el noble de la cicatriz los observaba con evidente regocijo.
Había otras cosas. Algunos marineros habían acudido a varios pasajeros de a bordo en busca de curaciones para dolencias menores: quemaduras de soga, sabañones y similares, y las comadres se habían alegrado de tratarlos con el dweomer que poseían. En consecuencia, habían surgido amistades entre marineros y pasajeros. Después de todo, una gran parte de la tripulación se encontraba, por decirlo así, en el mismo barco que los practicantes de dweomer: también eran mal vistos por la Iglesia y las autoridades. De nuevo Ortelius había protestado, en aquella ocasión con el apoyo de Murad, más por diversión que por ningún motivo real, en opinión de Hawkwood. El sacerdote había dicho que un barco que toleraba el uso de dweomer a bordo no podía llegar a buen fin. Y dada la superstición de los marineros, aquello había ensombrecido a toda la tripulación. Para muchos, sin embargo, la fe ramusiana no era más que otra forma de dweomer, y no dejaron de confraternizar con los pasajeros.
Había un brujo del clima a bordo, según dijo Billerand a Hawkwood, uno de los raros practicantes de dweomer capaces de influir en el viento. Era un hombre ratonil llamado Pernicus, que había ofrecido sus servicios al capitán, pero Hawkwood no se había atrevido a utilizar sus habilidades. Ya tenían bastantes problemas con el sacerdote y los soldados. Y además, con el viento gritando en la amura, el barco navegaba con más libertad. Recorrían más de veinticinco leguas al día, lo que no era poco para un galeón sobrecargado. Si el
Águila
, Dios no lo quisiera, se encontraba con una costa a sotavento, Hawkwood no vacilaría en recurrir a los servicios de Pernicus, pero por el momento le parecía mejor no hacer nada.
Especialmente teniendo en cuenta lo ocurrido aquel mismo día: el caso del estúpido soldado que se había puesto a cagar en el saltillo mientras las olas rompían contra el castillo de proa. El mar verde y espumoso se lo había llevado, y no pudieron ponerse al pairo para recogerlo, con el fuerte viento en la amura y rugiendo sobre la borda.
Murad se había puesto furioso, especialmente al saber cuántas bromas de mal gusto había provocado el incidente entre la tripulación.
En el noble se había producido un cambio que Hawkwood no acertaba a definir. Daba menos cenas y confiaba la instrucción de sus soldados a los alféreces. Pasaba gran parte del tiempo en su camarote. Era imposible mantener un secreto a bordo de un barco de menos de treinta yardas de eslora, y Hawkwood sabía que Murad se acostaba con dos de las pasajeras. Aparte de los demás indicios, los ruidos procedentes del otro lado del mamparo que separaba sus camarotes eran confirmación suficiente. Pero había oído el rumor que circulaba entre los soldados, según el cual Murad se había enamorado de una de las muchachas. Ciertamente, el hombre tenía todos los síntomas de alguien preso del amor, si uno daba crédito a los bardos. Estaba impertinente, distraído, y su rostro normalmente pálido se había vuelto de color hueso. Bajo sus ojos había anillos oscuros como manchas, y cuando apretaba sus finos labios era posible distinguir tras ellos la forma de los dientes.
Un chorro de espuma alcanzó la borda y empapó los hombros de Hawkwood, pero éste apenas lo notó. El viento seguía arreciando y se estaba levantando mar cruzada. Las olas corrían en dirección contraria al viento, y éste les arrancaba columnas de espuma como volutas de humo. El barco se tambaleó levemente al chocar contra una de ellas y empezó a balancearse en todas direcciones. Sin duda, la cubierta inferior estaría cubierta de pasajeros postrados y vomitando.
Billerand trepó con dificultad por la escalerilla del alcázar y se acercó a su capitán.
—¡Tendremos que recoger las gavias si esto sigue así! —gritó, por encima del viento.
Hawkwood asintió, mirando hacia arriba donde las gavias estaban tensas como tambores. Los mástiles crujían y se lamentaban, pero consideró que podrían resistir un poco más. Deseaba aprovechar al máximo aquella gloriosa velocidad; calculaba que el galeón avanzaba como mínimo a nueve nudos: nueve largas millas marinas más al oeste con cada dos giros del reloj.
—Y va a llover, además —dijo Billerand, contemplando el cielo, cada vez más bajo. Las nubes se habían espesado y oscurecido hasta convertirse en grandes masas de vapor pesado que parecían flotar justo por encima de los calceses. Tal vez había empezado ya a llover; no habrían sabido decirlo a causa de la espuma que el viento y la velocidad de su paso arrojaban al aire.
—Despierta a los hombres —dijo Hawkwood—. Que instalen una gavia de reserva sobre el combés. Si llueve, quiero aprovechar toda el agua posible.
—Sí, señor —dijo Billerand, y se abrió camino a través del oscilante alcázar.
Los gritos de Billerand arrancaron a los hombres de guardia de los rincones donde se habían guarecido, y los marineros sacaron una vela de las taquillas de abajo. La fijaron en el combés justo cuando las nubes se abrían sobre sus cabezas. En cuestión de un minuto, el barco fue envuelto por una lluvia cálida y torrencial, tan densa que resultaba difícil respirar. Golpeó la cubierta con la fuerza de un martillo y rebotó. La vela se llenó casi al instante, y los marineros empezaron a llenar pequeños barriles y toneles. Era agua sucia, contaminada por el alquitrán de la propia vela, pero podrían necesitarla pronto, y si no, la usarían para remojar la ropa áspera y endurecida por el agua salada.
El viento arreció mientras la tripulación desataba la vela, que aleteó y resonó por el combés como un ave enorme y asustada. El barco se sacudió, haciendo que Hawkwood se tambaleara en su puesto. Miró por la borda para ver cómo las olas se transformaban en grandes monstruos gris pizarra con bordes de rugiente espuma en las crestas. El
Águila
se hundía cada pocos segundos en un abismo de laderas de agua, para volver a elevarse por el costado de la siguiente ola, mientras el mar verde cubría el castillo de proa y le arrojaba encima un verdadero torrente que alcanzaba el combés. Y la luz decayó. Las nubes parecieron cernirse sobre ellos, trayendo consigo un crepúsculo anticipado. La tormenta que Hawkwood esperaba y temía había llegado.
—¡Todos los hombres! —rugió Hawkwood por encima del chillido del viento—. ¡Todos los hombres a cubierta!
La orden fue repetida en el combés por Billerand, sumergido en agua hasta los muslos. Habían plegado la vela y la arrastraban hacia abajo. Un barril olvidado rodaba adelante y atrás en los imbornales, rebotando en los cañones de la cubierta superior. Hawkwood se abrió paso hacia la escotilla del alcázar que se abría sobre la cubierta del timón.
—¡Timonel! ¿Cómo aguanta?
Los hombres estaban empapados a causa del agua que corría hacia popa, luchando por contener los tirones enloquecidos del timón.
—¡Se ha desviado un punto, señor! Necesitamos más hombres.
—Los tendréis. Guarnid los palanquines de retenida en cuanto podáis, y virad tres puntos a babor. Hemos de ponernos delante del viento.
—¡Sí, señor!
Los hombres empezaron a aparecer en las escalerillas, a la espera de sus órdenes.
—¡Todos los hombres a arriar velas! —gritó Hawkwood—. Arriad esas gavias, muchachos. Billerand, quiero a cuatro hombres más en el timón. Velasca, envía a un grupo abajo a asegurarse de que los cañones están bien trincados. No quiero que ninguno se suelte.
La tripulación se dividió, cada grupo concentrado en su tarea. Pronto el cordaje se hubo llenado de hombres que trepaban por los obenques hacia los masteleros. Hawkwood trató de ver, entre la lluvia y la espuma, cuánta tensión soportaban los masteleros. Pondría el barco delante del viento y avanzaría con los palos desnudos. Significaría desviarse al suroeste y abandonar su latitud, pero era inevitable.
El sonido de un desgarro, violento como el disparo de un cañón. El velacho se había roto de arriba abajo. Un momento después, las dos mitades fueron arrancadas de los cáncamos y empezaron a flotar en las vergas, reducidas a harapos. Hawkwood blasfemó.
Un hombre que no era más que una silueta que gritaba salió despedido del cordaje y desapareció en el torbellino del mar.
—¡Hombre al agua! —gritó alguien, inútilmente. Con aquel viento, era imposible ponerse al pairo para recoger a nadie. Para los hombres de las vergas, un pie mal apoyado significaría la muerte instantánea.
Los hombres avanzaban por las vergas de las gavias, inclinándose para agarrar puñado tras puñado de aquella lona enloquecida. Los propios mástiles empezaron a describir grandes arcos cuando el barco descendía para volver a subir, aplastando los vientres de los marineros contra la madera o amenazando con arrojarlos contra aquellas olas montañosas y mortíferas.
El viento arreció todavía más. Se convirtió en un chillido entre el cordaje, y la espuma que golpeaba el rostro de Hawkwood parecía sólida como la arena. La proa del barco empezó a virar lentamente cuando los hombres del timón lo desviaron a babor, tratando de poner el viento tras ellos. Hawkwood gritó en dirección al combés.
—¡Tú! Mateo, ve a popa y asegúrate de que las portas están bien cerradas en los camarotes grandes.
—Sí, señor. —El muchacho desapareció.
Tendrían que cerrar las ventanas de popa o el mar entraría por ellas a raudales, inundando la parte trasera del barco. Hawkwood se enfureció consigo mismo. Había dejado muchas cosas sin hacer. No esperaba que la tormenta se desencadenara tan rápidamente.
Las olas que los rodeaban parecían casi tan altas como los masteleros, montañas deslizantes de agua decididas a inundar el galeón como si fuera un bote de remos. Las sacudidas del barco afectaron incluso al experimentado Hawkwood, que tuvo que agarrarse a la barandilla del alcázar para recuperar el equilibrio. Habían arriado las gavias, y los hombres descendían poco a poco por los obenques, agarrándose al áspero cáñamo con toda la fuerza que poseían.
—¡Sogas de salvamento, Billerand! —gritó Hawkwood—. Que las instalen a proa y popa.
El corpulento segundo de a bordo recorrió el combés, gritando en los oídos de los hombres. El ruido del viento era tan fuerte que resultaba difícil hacerse entender.
El barco seguía virando. Aquélla era la parte más peligrosa. Durante unos minutos, el galeón presentaría el costado al viento, y, si una ola lo golpeaba entonces, podía irse a pique y llevárselos a todos al fondo.
Hawkwood se limpió la espuma de los ojos y vio lo que había temido: un acantilado cristalino de agua rugiendo directamente contra el costado del barco. Se asomó por la escotilla del timón.
—¡Todo a babor! —gritó.
Los hombres de abajo se arrojaron con todo su peso contra el timón, luchando contra las olas que se arremolinaban en torno al barco. Demasiado despacio. La ola les golpearía.
—Dulce Ramusio y sus benditos santos —jadeó Hawkwood un instante antes de que la gran ola chocara contra el barco.
El
Águila
seguía virando a babor cuando el enorme impacto recorrió todo el casco. Hawkwood vio que la ola rompía en el costado de estribor y seguía avanzando, cubriendo de agua todo el combés y precipitándose hacia el alcázar donde él se encontraba. Uno de los botes del barco se liberó y cayó por la borda, con un hombre enganchado a él y gritando sin ruido en aquel caos de viento y agua. Vio que Billerand era arrastrado por la cubierta y chocaba contra la barandilla de babor como una hoja atrapada en una ventisca. Otros hombres se agarraron a los cañones mientras el agua espumeaba sobre sus cabezas, y trataba de llevarse sus piernas. Pero mientras Hawkwood observaba, la ola atrapó uno de los cañones y lo desató, enviando una tonelada de metal rodando por la cubierta, sembrando la devastación a su paso. El cañón cayó por la borda de babor, destrozando la barandilla y abriendo un agujero en el casco superior del barco. Incluso por encima del rugiente torrente de agua, Hawkwood creyó oír el grito de las planchas de madera, como si el galeón chillara en su agonía.