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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (37 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Hubo un fuerte golpe arriba. Un instante después, el mastelero mayor cayó por la borda, todo el palo con sus perchas, vergas y cordaje chocando contra el costado de babor. Motones, aparejos y fragmentos de madera destrozada empezaron a caer en torno a las orejas de Hawkwood. Algo le golpeó un lado de la cabeza y lo derribó. Resbaló por la inclinada cubierta y acabó en los imbornales de sotavento, enredado en una soga. El mástil había atravesado el castillo de popa en su caída y colgaba de la borda, haciendo que el galeón se inclinara todavía más. Vagamente, se dio cuenta de que oía los chillidos de los caballos en las entrañas del barco, lamentándose como una multitud agonizante. Sacudió la cabeza, mientras la sangre le caía por los ojos y sienes, y cogió una de las hachas almacenadas en las cubiertas. Empezó a golpear la masa de maderas rotas y sogas enredadas que amenazaba con hacer volcar el barco.

—¡Hachas aquí! —chilló—. ¡Hemos de cortar esta cosa o nos arrastrará a todos!

Los hombres llegaron desde el caos espumeante del combés con hachas de abordaje en las manos. Vio a Velasca, pero ni rastro de Billerand.

Empezaron a golpear el mástil caído como posesos. El galeón se elevó en el seno de otra ola monstruosa, inclinándose aún más. Volcaría con la siguiente ola.

El mastelero se movió mientras lo golpeaban. Entonces hubo un crujido y un gemido de madera, audible por encima del viento, los rugidos de las olas y los fuertes golpes de las hachas. La masa se movió, se inclinó y se deslizó por el costado del barco hasta el mar, llevándose consigo una batayola.

El galeón, libre del peso que lo desequilibraba, empezó a enderezarse. La cubierta recuperó por un instante la posición horizontal. Luego volvió a inclinarse, pero en aquella ocasión de proa a popa. Había virado. El barco estaba delante del viento. Hawkwood miró a popa por encima del coronamiento y vio la siguiente ola, como una montaña amenazadora, levantándose por encima del barco como si quisiera borrarlos a todos de la existencia. Pero el barco subió más y más mientras el agua se deslizaba por debajo del casco, levantando el galeón en el aire. Y luego empezaron a descender de nuevo (gracias a Dios, la altura del castillo de popa impidió que entrara agua) y el barco volvió a comportarse de modo racional, cabalgando sobre las enormes olas como el juguete de un niño.

—¡Velasca! —gritó Hawkwood, limpiándose la sangre de los ojos—. Ocúpate de las burdas del trinquete. Creo que el mastelero ha roto alguna. No queremos perder también el trinquete. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Billerand?

—Lo he llevado abajo —dijo uno de los hombres—. Tenía el hombro roto.

—Muy bien, entonces. Velasca, eres el primer oficial en funciones. Phipio, eres su segundo. —Hawkwood contempló el destrozo de su barco, las barandillas rotas, y el muñón del palo mayor como una extremidad amputada—. El barco ha salido muy dañado, muchachos. Flotará, pero sólo con nuestra ayuda. Phipio, llévate un grupo abajo para comprobar las vías de agua, y que los hombres empiecen a manejar las bombas en cuanto puedan. Velasca, que los otros hombres instalen estayes extra. Con este tiempo, no podemos desmontar los masteleros, de modo que tendremos que tratar de reforzarlos. Esto no es una ventisca pasajera. La tormenta será larga.

El grupo de hombres se dividió. Hawkwood los dejó por un momento con sus tareas (Velasca era un marinero competente), descendió por los restos de la escalerilla hasta el combés y entró en la escotilla que daba a la parte trasera del barco.

El movimiento del galeón lo arrojó contra un mamparo tras otro. El agua le llegaba a las pantorrillas. Llegó a la caseta del timón, donde seis hombres pugnaban por controlarlo mientras el timón tiraba de ellos entre los monstruosos golpes del oleaje.

—¿Cuál es el rumbo, muchachos? —gritó. Incluso allí, el viento era ensordecedor, y también podían oírse los crujidos y gemidos del casco. El barco gemía como un animal doliente, y el caballo todavía relinchaba enloquecido en algún lugar de abajo, entre los lamentos humanos de la cubierta inferior. Pero aquélla no era su preocupación más inmediata en aquel momento.

—Sur-suroeste, señor, directamente delante del viento —repuso uno de los esforzados timoneles.

—Muy bien, mantenedlo así. Trataré de relevaros cuando gire el reloj, pero puede que os espere una jornada larga.

Masudi, el timonel jefe y un ex corsario, esbozó una sonrisa brillante como la tiza en su rostro oscuro.

—No os preocupéis por nosotros, señor. Mantened el barco a flote, y nosotros mantendremos el rumbo.

Hawkwood le devolvió la sonrisa, repentinamente animado, y luego se inclinó sobre la bitácora. La brújula estaba alojada en un estuche de cristal, y a su lado ardía una pequeña lámpara de aceite para que los timoneles pudieran ver la aguja en cualquier momento del día o la noche. Era uno de los inventos del propio Hawkwood, y se sentía muy orgulloso de él. Al inclinarse sobre el cristal amarillento por la luz, su sangre cayó sobre él, volviéndolo de un rubí brillante como el vino iluminado por las velas. Limpió el cristal, irritado. Ciertamente, el rumbo era sur-suroeste, y con aquella tormenta sus cálculos quedarían arruinados. Cuando amainara, se habrían desviado mucho, y, si querían recuperar la antigua latitud, tendrían que avanzar a paso de tortuga contra el viento durante semanas, una tarea lenta y agotadora.

Blasfemó entre dientes con ensañamiento, y luego se enderezó. ¿Cómo estaría el
Gracia de Dios
? ¿Habría pillado la tormenta a Haukal tan de improviso como a él? La carabela era un barco resistente y marinero, pero sabía de cierto que nunca se había encontrado con un mar como aquél.

Se despidió con un gesto de los timoneles y salió de la caseta, tambaleándose con el movimiento del barco. Bajó por una escalerilla y siguió avanzando hasta la cubierta inferior. Allí se detuvo, contemplando toda la longitud del barco.

Estaba hecho un desastre. Los marineros habían trincado bien los cañones, de manera que éstos permanecían agazapados contra las portas como grandes bestias encadenadas, y entre ellos una masa de humanidad se retorcía encogida en un pie de agua que subía y bajaba por la cubierta con cada movimiento de la proa del galeón. Hawkwood vio cuerpos flotando boca abajo en el agua, y las patéticas pertenencias de los pasajeros navegando a la deriva y abandonadas. Había un gemido colectivo de mujeres, mientras los hombres blasfemaban. Las linternas estaban apagadas, lo que era una suerte. La cubierta se parecía a la pesadilla febril y tenebrosa de un ermitaño visionario, la imagen de un infierno subterráneo.

Alguien se acercó trastabillando y le cogió del brazo.

—Y bien, capitán, ¿vamos a hundirnos ya?

No había pánico en la voz, tal vez incluso cierta ironía. En aquella oscuridad casi total, Hawkwood creyó distinguir una nariz rota, un cabello muy corto y la posición rígida de un soldado.

—¿Sois Bardolin, el guardián de Griella?

—Sí.

—Bien, no corremos peligro de hundirnos, aunque por un momento hemos estado a punto. Esta tormenta puede durar bastante, de modo que lo mejor es que los pasajeros se pongan tan cómodos como puedan.

Bardolin contempló el movimiento de la cubierta.

—¿Cuántas horas creéis que durará?

—¿Horas? Será algo más que eso. Si no me equivoco, nos espera una tormenta de varios días. Trataré de hacer que el cocinero sirva algo de comida en cuanto las cosas se hayan tranquilizado un poco. Pero estará fría. No podremos encender los fogones mientras dure la tormenta.

Pudo ver el desaliento, dominado al instante, en el rostro del otro hombre.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó Bardolin.

—No, esto es un trabajo sólo para marineros —dijo Hawkwood con una sonrisa—. Vos ocupaos de vuestra gente. Calmadlos y ayudadlos a ponerse cómodos. Como he dicho, esta tormenta durará un tiempo.

—¿Habéis visto a Griella? ¿Se encuentra bien? —quiso saber Bardolin.

—Supongo que estará con lord Murad.

En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, Hawkwood deseó no haberlo hecho. El rostro de Bardolin se había vuelto pétreo, y sus ojos se habían convertido en dos astillas de cristal.

—Gracias, capitán. Veré lo que puedo hacer por aquí.

—Una cosa más. —Hawkwood apoyó una mano en el brazo de Bardolin mientras éste se volvía—. El brujo del clima, Pernicus. Podemos necesitarlo en los días venideros. ¿Cómo está?

—Postrado por el miedo y el mareo, pero por lo demás se encuentra bien.

—Bien. Cuidad de él por mí.

—Al capellán del barco no le gustará viajar en un barco empujado por el dweomer.

—Dejad que me preocupe yo por el Cuervo —gruñó Hawkwood y, con un golpecito en el brazo de Bardolin, abandonó la cubierta inferior con verdadero alivio.

Se adentró en las entrañas del barco. El
Águila
era un navío espacioso, pese a que el alcázar era más bajo de lo habitual. Bajo la cubierta inferior estaba la bodega, y debajo de ésta la sentina. La bodega estaba dividida en grandes compartimientos. Uno para los pañoles donde se guardaban los cables de las anclas, uno para el agua y las provisiones, un pequeño cubículo que era la santabárbara, y el espacio recién creado que albergaba a los malditos caballos y al resto de los animales.

Había agua por todas partes, goteando desde el saltillo, arremolinándose en torno a sus pies y resbalando por los costados del casco. Hawkwood encontró una linterna y luchó por encenderla tras manipular a ciegas la yesca húmeda durante varios minutos irritantes. Luego bajó a la bodega.

Allí era posible oír con más claridad los sonidos del propio casco. La madera del barco crujía y se lamentaba con cada movimiento del saltillo, y el sonido del viento quedaba amortiguado. Los caballos estaban en silencio, lo que era una bendición. Hawkwood se preguntó si alguno habría sobrevivido.

Encontró a un grupo de marineros enviado por Velasca a asegurar el cargamento. Había cuatro pies de agua en la bodega, y los hombres trabajaban sumergidos hasta la cintura entre los barriles, sacos y cajas, atando todo lo que se había soltado en la salvaje batalla del galeón contra las monstruosas olas.

—¿Cuánta agua está entrando? —preguntó Hawkwood a su líder, un cabo llamado Mihal, gabrionés como él.

—Puede que un pie cada dos giros del reloj, señor. Casi toda el agua ha caído desde arriba con aquellas olas enormes, pero las maderas están muy tensas, y entra agua por las juntas.

—Muéstramelo.

Mihal lo acompañó al costado del casco, y allí Hawkwood pudo ver cómo el maderamen del barco temblaba y se retorcía. Cada vez que el galeón se movía con las olas, las maderas se abrían un poco y entraba algo más de agua.

—¿No tenemos ningún agujero?

—Por lo que he podido ver, no, señor. He enviado hombres a los pañoles de los cables y a los establos de popa, que, por cierto, están hechos un verdadero desastre. No, de momento el barco sólo se resiente de la tensión, pero espero que Velasca tenga a hombres bien fuertes en las bombas.

—Presentaos ante él cuando hayáis terminado, Mihal. Los hombres de las bombas y los timoneles necesitarán que los releven pronto.

—Sí, señor.

Hawkwood siguió vadeando por el agua fría. Se abrió paso hacia popa contra el movimiento del barco y pasó a través de la escotilla que separaba la cubierta de los establos, cerca de la popa.

Allí había linternas encendidas; pudo oír el balido aterrado de algunos ovejas y ver la paja y el estiércol que convertían el agua en una especie de sopa. Había cadáveres de animales flotando a la deriva. Hawkwood se acercó al grupo de hombres que trabajaban ataviados con gambesones. Eran soldados, no miembros de su tripulación.

—¿Quién es? —espetó una voz.

—El capitán. ¿Sois vos, Sequero?

—Hawkwood. Sí, soy yo.

Hawkwood vio los pálidos óvalos de los rostros a la luz de las linternas, y el flanco reluciente de un caballo.

—¿Cómo están?

Sequero avanzó hacia él chapoteando.

—¿Qué clase de capitán sois, Hawkwood? Nadie dio la orden de asegurar los caballos, y el maldito barco ha estado a punto de volcar. Era imposible que sobrevivieran. ¿Por qué no habéis avisado a mis hombres?

Sequero estaba frente a él, sucio y empapado. Algo le había abierto la frente, de modo que se veía un trozo de piel suelta y reluciente, pero la hemorragia había cesado. Los ojos del alférez centelleaban de furia.

—No ha habido tiempo —dijo Hawkwood con vehemencia—. Hemos estado a punto de perder el barco, y he perdido a algunos hombres tratando de evitarlo. No teníamos tiempo de preocuparnos por vuestros malditos caballos.

Por un segundo, creyó que Sequero iba a arrojarse contra él, y se preparó, pero el alférez pareció encogerse, obviamente agotado.

—No soy marinero. No puedo saber si tenéis razón o no. ¿Sobrevivirá el barco?

—Probablemente. ¿Cuántos animales habéis perdido?

—Uno de los sementales y otra yegua. Se han roto las patas cuando el barco se ha puesto de lado.

—¿Y el resto de los animales?

Sequero se encogió de hombros. No era problema suyo.

—Bueno, reunid a los animales que hayan sobrevivido y asegurad bien los establos. Atadlos, si es necesario. La tormenta puede ser larga. —Hawkwood empezaba a sentirse como un loro, repitiendo su letanía a cuantos encontraba.

Sequero asintió, aturdido.

—¿Y los soldados? ¿Cómo se encuentran?

—Borrachos, casi todos. Algunos de los más veteranos habían ahorrado sus raciones de vino. Creían que iban a morir, de modo que han decidido ahogarse borrachos.

—He oído ideas peores —rió Hawkwood—. ¿Y lord Murad?

—¿Qué le ocurre? Está encerrado con su puta campesina, como de costumbre.

Una violenta sacudida del barco los arrojó a la pestilente agua. Se levantaron escupiendo y blasfemando.

—¿Estáis seguro de que este trasto no se hundirá, capitán? —se burló Sequero.

Pero Hawkwood ya se dirigía a proa. Era hora de regresar a cubierta y ocupar su lugar. Allí abajo estaba ciego.

Había un poco más de luz, y las nubes parecían haberse levantado por encima del nivel de los calceses. Sin embargo, las olas eran igual de montañosas, grandes colinas de agua con surcos separados por un cuarto de milla y crestas de la altura de los masteleros. Avanzaban por delante del viento, y las olas se elevaban en torno a la popa del barco, levantándolo en el aire y pasando por debajo de él, dejándolo casi en calma a sotavento. Parecía haber poco peligro de que entrara agua en la popa, gracias al diseño del barco, y tendrían que capear la tormenta, dejando que los llevara adonde quisiera.

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