Velasca había hecho subir calabrotes a los calceses, y había hombres trabajando en los tamboretes, luchando por asegurarlos. Otros trincaban los cañones de la cubierta superior y los dos botes que habían sobrevivido, aunque el paso del cañón suelto había arrancado fragmentos de sus costados. Y a babor y estribor gruesos chorros de agua blanca surgían de las bombas mientras los hombres se inclinaban arriba y abajo sobre ellas, tratando de aligerar el barco.
—¡Ah del timón! —gritó Hawkwood por la escotilla—. ¿Cómo responde?
—Algo mejor, señor —repuso Masudi—. Pero los hombres se están cansando.
—Mihal y los suyos vendrán pronto a relevaros. Mantenedlo así, Masudi.
—Sí, señor.
Hora tras hora, el galeón remontó las grandes olas y avanzó ante el viento hacia el suroeste, desviado de su rumbo y por mares desconocidos incluso para Tyrenius Cobrian. Pese al hecho de que las vergas estaban desnudas, su velocidad era muy grande, gracias al empuje de los relucientes lomos del oleaje incesante.
Cambiaron la guardia. Los exhaustos marineros fueron relevados por otros poco menos exhaustos, pero los hombres permanecieron en cubierta hora tras hora, bombeando, empalmando, reparando, o simplemente alertas, preparados para la siguiente crisis.
Empezó a hacer más frío. Cuando Hawkwood calculaba que su carrera los había desviado unas cuarenta leguas de su rumbo, el calor del aire desapareció y el agua adquirió un aspecto gris y helado en el amanecer sin sol del día siguiente. Durante todo aquel día continuaron corriendo delante del viento, comiendo pan y cerdo salado crudo cuando podían, sintiendo que la sal de la ropa les arañaba la castigada piel y siguiendo con las incesantes reparaciones.
Tras una segunda noche y un segundo día empezaron a sentir que nunca habían estado libres del frío y la humedad, y que nunca habían conocido el reposo del verdadero sueño. Perdieron a otro hombre que cayó de las vergas tras aflojar el apretón de puro agotamiento, y arrojaron por la borda los cadáveres de tres pasajeros que habían muerto a consecuencia de las heridas recibidas durante el primer envite de la tormenta. Y continuaron hacia el suroeste a través del Océano Occidental, titánico y eterno, como una rama a la deriva en la corriente con un grupo de hormigas frenéticas agarradas a ella. No se podía hacer otra cosa.
Llegaron con el amanecer, como había predicho Martellus. De no haber sido por la vigilancia de los retenes, tal vez habrían alcanzado las mismas murallas, tan repentino fue el ataque; pues los merduk habían decidido prescindir de los bombardeos preliminares, tratando de sorprender al enemigo. Pero los centinelas encendieron los cohetes y bengalas de señales, y de repente la barbacana oriental y el río se llenaron de luces rojas y humeantes que describían brillantes parábolas a través del cielo, iluminando las falanges de tropas.
La guarnición de la barbacana corrió a sus puestos. A lo largo de las murallas los artilleros encendieron las mechas lentas y las dejaron a un lado; los hombres se echaron al hombro los arcabuces y la pólvora, y los portadores corrieron a los parapetos con su carga vital.
La hueste merduk, descubierta, se acercó con un poderoso rugido, un tumulto de gritos y pisadas que erizó el cabello de Corfe. Una vez más, veía una masa de merduk asaltando las murallas, como una marea cubierta de algas lamiendo la ladera de un acantilado.
El sol empezaba a ascender. Volaron más cohetes, en aquella ocasión para ayudar a los artilleros a apuntar sus culebrinas. La multitud de merduk estaba a unas doscientas yardas de las murallas cuando Andruw introdujo la mecha lenta en el oído del primer cañón.
Éste retrocedió con un rugido y un estallido de niebla. Al oír la señal, las otras piezas grandes de la fortaleza empezaron también a ladrar, hasta que toda la barbacana se hubo convertido en una enorme nube de homo pestilente atravesada por llamaradas rojas y amarillas.
Corfe pudo entrever el resultado de las primeras salvas antes de que el humo ocultara el avance de las hordas. Los torunianos estaban usando proyectiles de mecha retardada, que estallaban en mitad del aire y esparcían trozos de metal en un radio de muerte por debajo de ellos. Vio grupos de enemigos derribados, o arrojados al aire y despedazados, como cultivos aplastados por un viento invisible. Luego los merduk avanzaron de nuevo, rehaciendo sus líneas rotas y lanzando sus ásperos gritos de guerra. Llevaban al hombro centenares de escalas.
—¿Cuántos son, Corfe? —gritó Andruw—. ¿Cuál es tu estimación?
¿Cómo poner una cifra a aquella masa de humanidad hirviente? Pero Corfe era un soldado, un profesional. Su mente jugó con las cantidades.
—Nueve o diez mil en la primera oleada —gritó, sintiendo ya el dolor provocado por el humo en la garganta—. Pero eso sólo en la primera oleada.
Andruw dibujó una sonrisa en su rostro ennegrecido.
—Entonces, habrá suficientes para todos.
Estaban al pie de las murallas, una multitud de hombres cargados con escalas y gritando como animales. El sol naciente iluminó las colinas lejanas, perforó el humo y lo convirtió en algo etéreo y hermoso. Los defensores parecían siluetas planas entre la niebla. Los artilleros de las piezas más ligeras bajaron los ángulos al máximo y empezaron a disparar contra las masas de abajo, mientras los arcabuceros aguardaban la orden de Andruw.
Las escalas chocaron contra los muros. Ganchos, cuerdas y una lluvia de proyectiles de ballesta que derribaron a una docena de hombres sólo en el campo visual de Corfe. Las escalas empezaron a temblar mientras el enemigo ascendía.
—¡Esperad, arcabuceros! —gritó Andruw. Unos cuantos hombres nerviosos habían empezado a disparar.
Rostros en las escalas, negros como demonios del infierno.
—¡Fuego!
Hubo una oleada de explosiones cuando dos mil arcabuces dispararon casi al unísono. Muchas escalas cayeron contra la multitud de atacantes, desequilibradas por las convulsiones agónicas de los hombres de arriba. Otras permanecieron en su lugar, y más enemigos continuaron ascendiendo.
—¡Adelante las horquillas! —gritó una voz, y soldados torunianos se adelantaron empuñando unos objetos parecidos a largas horcas de labrador. Dos o tres defensores empujaban las escalas y las derribaban, haciéndolas caer en un arco lento y elegante que terminaba destrozando en una ruina roja a los hombres agarrados a ellas, entre la abigarrada multitud al pie de las murallas.
El asalto se detuvo por un momento. El estruendo de gritos y chillidos, ladridos de cañones y disparos de arcabuz era ensordecedor.
—¿Es que no tienen ninguna estrategia? —preguntó Andruw a Corfe—. Son como un carnero embistiendo una puerta. ¿Acaso no les preocupan las pérdidas?
—No les hace falta —le dijo Corfe—. ¿Recuerdas lo que dijo Martellus?
Desgaste. Ellos pierden hombres por millares, nosotros por decenas. Pero ellos pueden permitírselo. Son innumerables, como los granos de arena de la playa.
Estaban cerca de la puerta que era la entrada principal de aquella parte de la fortaleza. El sol ascendía rápidamente, y una luz rosada doraba toda la escena. Cuando se despejó el humo, vieron que ya se estaban preparando más hombres en las colinas. Los cañones merduk habían intervenido, pero disparaban demasiado alto. La mayor parte de sus proyectiles parecían caer en el Searil, levantando surtidores de agua blanca y agitada.
—De modo que también usan proyectiles explosivos —dijo Andruw, sorprendido.
Era algo que los ramusianos habían inventado apenas veinte años atrás.
—Sí, y también incendiarios. Espero que tengamos suficientes bomberos.
—El fuego es la última de nuestras preocupaciones. Aquí vienen otra vez.
Una nueva oleada. Los proyectiles de ballesta se estrellaban contra las murallas en una lluvia oscura. Los hombres caían chillando de los caminos de guardia.
Otro asalto, y las escalas volvieron a ascender y a ser derribadas. El suelo al pie de las fortificaciones se estaba cubriendo de cadáveres y escombros.
—Esto no me gusta —dijo Corfe—. Es demasiado fácil.
—¡Demasiado fácil!
—Sí. No hay ninguna estrategia detrás de estos ataques. Creo que son una tapadera para otra cosa. Ni siquiera Shahr Baraz desperdicia las vidas de sus hombres sin obtener nada a cambio.
Hubo una explosión que hizo temblar la tierra y que pareció surgir de debajo de sus pies. Casi toda la casa de guardia quedo envuelta en una densa humareda atravesada por llamaradas.
—¡Han volado la puerta! —gritó Andruw.
—Yo me ocuparé. Quédate aquí. Lanzarán otro asalto para cubrir al grupo de ataque.
Corfe descendió a toda prisa por las anchas escaleras hasta los patios y plazas de abajo. Los soldados torunianos y refugiados civiles corrían llevando pólvora, municiones, heridos, mechas y agua. Llamó a un grupo de hombres armados de arcabuces y los guió hasta la casa de guardia.
En la entrada ardía un intenso fuego, y las enormes puertas colgaban de sus goznes, con la madera destrozada marcada por cicatrices blancas. Los ingenieros merduk habían empezado ya a llenar las brechas, y había otros cien hombres agrupados detrás de ellos. Era como contemplar gusanos oscuros retorciéndose en una herida.
—¡Presentad piezas! —gritó Corfe a su improvisado destacamento, y los arcabuces descendieron.
—¡Fuego!
La ráfaga derribó a una veintena de merduk que avanzaban entre las destrozadas puertas.
—Desenvainad las espadas. ¡Seguidme! —gritó Corfe, y echó a correr con los torunianos.
Pasaron por encima de hombres heridos y mutilados, y empezaron a cortar y golpear como posesos en la oscuridad del arco. En pocos momentos no quedaban merduk vivos en la casa de guardia, y los defensores cortaron brazos y cabezas a los que trataron de abrirse paso a través de los destrozados portales.
El fuego se había propagado. Corfe fue vagamente consciente de que había hombres corriendo con cubos de agua. Cortó los dedos de una mano que tiraba de la puerta rota. Luego alguien empezó a tirar de él.
—¡Van a usar las troneras! ¡Fuera de la entrada!
Permitió que se lo llevaran, medio cegado por el sudor y el humo. Los torunianos retrocedieron.
Inmediatamente, los merduk volvieron a cruzar las puertas. En cuestión de segundos había una veintena en el interior, y cada vez llegaban más para unirse a ellos.
—¡Ahora! —gritó una voz en algún lugar.
Un torrente dorado cayó sobre los indefensos merduk desde los agujeros del techo de la casa de guardia. No era líquido, pero cuando entró en contacto con los hombres de abajo, éstos empezaron a emitir horribles chillidos, arrancándose la armadura y soltando las espadas. Se retorcieron en su agonía durante minutos mientras sus camaradas permanecían en el exterior, observándolos con rabia impotente.
—¿Qué es eso? —preguntó Corfe—. Parece…
—Arena —le respondió un soldado sonriente—. Arena calentada. Se mete en la armadura y los hace carbonilla. Más barata que el plomo, ¿no crees?
—¡Abrid paso! —Un oficial de artillería y una horda de figuras ennegrecidas estaban arrastrando dos falconetes frente a la puerta. Cuando cesó el torrente de arena, los merduk del exterior empezaron a entrar de nuevo, en lo que a Corfe le pareció un alarde de estupidez total o de valor demente.
Los falconetes abrieron fuego. Cargados de trozos de metal, causaron pocos daños en los restos de las puertas, pero los merduk de la entrada volaron en pedazos. Sangre y fragmentos de carne, huesos y vísceras cubrieron el interior del pasaje.
—¡Están retrocediendo! —gritó alguien.
Era cierto. Por el momento, se había abandonado el ataque a la puerta. Los merduk se retiraban.
—Mantened ahí esas piezas, y que los ingenieros empiecen a reparar las puertas —ordenó Corfe al oficial de artillería, sin importarle cuál pudiera ser su rango—. Enviaré hombres de la muralla a relevaros en cuanto pueda.
Sin esperar respuesta, corrió a las escaleras para unirse a los soldados de la muralla.
Otro asalto (pensado para distraer la atención del ataque en la puerta) había sido rechazado. Los hombres recargaban frenéticamente los cañones y arcabuces y se ocupaban de sus heridas leves. Los muertos fueron arrojados como sacos desde el parapeto; ya habría tiempo para solemnidades más tarde.
El sable de Andruw estaba cubierto de sangre, y sus ojos eran sorprendentemente blancos en un rostro ennegrecido.
—¿Qué ha pasado en la puerta?
—Aguantará, por el momento. Esos bastardos son persistentes, hay que reconocerlo. Enviamos a medio centenar a reunirse con su profeta antes de que se retiraran.
Andruw se echó a reír de buena gana.
—Por la sangre del bendito Ramusio, no nos pasarán por encima sin llevarse algunos disgustos. ¿Fue igual en Aekir, Corfe?
Corfe apartó el rostro, con una expresión vacía y desagradable. —Fue distinto —dijo.
Martellus contempló el fracaso del asalto desde las alturas de la ciudadela. Sus oficiales estaban agrupados en torno a él, serios pero con cierta sensación de euforia. La hueste merduk retrocedía como un perro gruñón que ha sido golpeado en el hocico. Por encima de la barbacana oriental, al otro lado del río, se elevó una gran conflagración de humo ascendente atravesada por llamaradas. Incluso desde allí, a una milla de distancia, era posible oír el áspero rugido de una multitud jugándose la vida, un sonido informe y parecido al del mar que servía de fondo al atronar de los cañones.
—Ha perdido a miles de hombres —estaba diciendo uno de los oficiales superiores—. ¿En qué estará pensando, para arrojar soldados desarmados contra una fortaleza preparada?
Llegó un mensajero de la orilla este, jadeante y con el rostro lleno de hollín. Martellus leyó el despacho con los labios apretados y lo despidió.
—La puerta ha sido dañada. La habríamos perdido, de no ser por los esfuerzos de mi nuevo asistente. Andruw calcula que ha sufrido menos de trescientas bajas.
Algunos oficiales sonrieron y golpearon el suelo con los pies. Otros parecían pensativos. Contemplaron la retirada de los regimientos atacantes, ordenada pese a la carnicería provocada por los cañones torunianos, y luego desviaron la mirada a las colinas, donde estaban acampados los miles de hombres de la hueste principal, y las baterías merduk esperaban en ominoso silencio.
—Está jugando con nosotros —dijo alguien—. Podía haber continuado el ataque durante todo el día, sin pestañear siquiera ante el número de bajas.