Hawkwood se frotó los fatigados ojos mientras la luz de la linterna de mesa jugaba con las páginas de su diario. Sobre el escritorio y junto a la linterna, el duende de Bardolin estaba sentado con las piernas cruzadas, observando con fascinación los trazos de la pluma. La pequeña criatura estaba cubierta de tinta; parecía que le encantaba mancharse.
En una silla junto a la puerta del camarote dormitaba su amo. El mago sostenía una estaca de hierro en una mano, y la cabeza le había caído sobre el pecho. Roncaba suavemente.
Habían seguido el consejo de Bardolin al pie de la letra. Ninguno de ellos se quedaba solo, especialmente de noche.
Si Hawkwood se detenía a escuchar, podía oír los crujidos y lamentos del maderamen, el siseo del mar cuando la proa del galeón subía y bajaba, y, sobre su cabeza, las voces de los hombres de cubierta. Y, al otro lado del delgado mamparo, los gemidos y golpes procedentes del camarote de Murad. Tampoco estaba solo. Tenía con él a la chica, Griella.
Era tarde. Hawkwood tenía la sensación de haber descuidado el diario; sentía que debía vestir un poco más las escuetas entradas, tal vez dejar algo para la posteridad. La idea lo hizo sonreír con sarcasmo. Tal vez algún pescador lo encontraría algún día, apretado por los huesos de su mano.
Volvió a leer la última frase que había escrito, y su expresión se transformó.
Echo de menos a Billerand.
Sí. No se había dado cuenta de hasta qué punto dependía de aquel ex soldado calvo y bigotudo. Él y Julius Albak habían sido dos pilares indomables a bordo. Buenos compañeros, y grandes amigos.
Los dos habían muerto, Julius a manos de los inceptinos (lo habían matado ellos, aunque su corazón se hubiera detenido a causa del arcabuz de un soldado), y Billerand en las fauces de un hombre lobo. Hawkwood se sentía extrañamente solo. Sobre él descansaba toda la responsabilidad de aquella expedición, especialmente si el Gracia de Dios se había hundido, cosa que empezaba a creer. Sólo él podía apuntar el saltillo del
Águila
en la dirección correcta.
El conocimiento le pesaba. Había dicho a Velasca que avistarían tierra en tres semanas, pero había sido sólo para calmar el terror del hombre. Hawkwood no tenía idea de cuánta distancia tenían que recorrer antes de que el legendario Continente Occidental apareciera en el horizonte.
Oyó sonar las dos campanadas de la guardia media, una hora después de medianoche. Saldría a cubierta a respirar una última bocanada de aire fresco, comprobaría la orientación de las velas y se retiraría al camarote.
Echó una capa de marinero sobre el durmiente Bardolin, y se dirigió a la puerta. El duende trinó brevemente y Hawkwood se volvió.
—¿Qué ocurre, pequeño?
De un salto, el duende abandonó el escritorio y se sentó en su hombro. Le mordisqueó la oreja, y Hawkwood se echó a reír.
—Muy bien. ¿También quieres algo de aire fresco?
Salió, pensando que a Bardolin no le ocurriría nada durante un momento o dos, y subió al alcázar. Mihal estaba de guardia, un marinero competente y responsable que además era paisano de Hawkwood. Dos soldados, en teoría también de guardia, estaban apoyados al extremo de la cubierta, fumando en pipa y escupiendo por la borda. Hawkwood hizo una mueca. La disciplina se había ido al garete aquellos días, Mihal miró un momento al duende y recitó:
—Constante del noroeste. Rumbo oeste con toda la vela posible.
—Bien. Tal vez haya que recoger las mayores dentro de un reloj o dos. No queremos chocar con el Continente Occidental en mitad de la noche.
—Sí, señor.
—¿Dónde están los demás hombres de guardia?
—En el castillo de proa, casi todos. Tengo a dos hombres al timón. Navega con facilidad.
—Muy bien, Mihal.
Hawkwood se reclinó en la barandilla de barlovento contemplando el mar, oscuro como la tinta de su escritorio. El cielo estaba casi claro, y había grandes bandas de estrellas cruzando el cielo de horizonte a horizonte. Las conocía casi todas, y había navegado gracias a ellas durante veinte años. Eran viejas amigas, lo único familiar en aquel océano interminable.
El duende emitió un sonido, y Hawkwood miró hacia el combés para ver una silueta cubierta con una túnica negra desapareciendo en el castillo de popa. Ortelius, probablemente. ¿Qué podía querer a aquellas horas de la noche?
—Despertadme si el viento cambia —dijo a Mihal, y descendió por la escalerilla.
El duende gemía y se agitaba en su hombro, claramente inquieto.
Hawkwood lo apaciguó, y, al poner el pie en la oscuridad más profunda del castillo de popa, supo que algo iba mal.
De la puerta de su camarote surgía una franja de luz dorada; pero él la había cerrado al salir.
Sacó la daga y empujó la puerta rápidamente. Bardolin seguía durmiendo en su silla, pero la capa de marinero había caído al suelo. El duende saltó del hombro de Hawkwood al de su amo, parloteando con nerviosismo.
Alguien cerró la puerta detrás de Hawkwood. Éste se volvió y abrió la boca de sobresalto.
—¡Mateo!
—Bien hallado, capitán —dijo la figura con una sonrisa siniestra.
El grumete iba sucio y cubierto de sangre, con el cabello hirviendo de piojos y las uñas largas y negras. En sus ojos había una luz que erizó el vello de la nuca a Hawkwood.
—¡Mateo, pensábamos que habías muerto!
—Sí, y yo también lo creí, capitán. —Su voz, que había estado a punto de cambiar antes de su desaparición, sonaba ronca y profunda como la de un hombre—. ¿Y no desearíais que estuviera muerto, capitán? ¿El grumete que tanto os avergonzáis de haber usado? ¿No lo deseáis, capitán? Pero no estaba muerto y he regresado, diferente pero igual.
—¿De qué demonios estás hablando, Mateo? —preguntó Hawkwood. El muchacho daba vueltas a su alrededor como un depredador. Se encontraba entre Hawkwood y el mago dormido. El duende estaba helado, totalmente petrificado. Observaba a Mateo como si fuera un diablo encarnado. Entonces a Hawkwood se le ocurrió una idea horrible.
—Fuiste tú —jadeó—. Tú eres el hombre lobo. Mataste a Pernicus y Billerand. —Le tembló la voz al decirlo. Se preguntó cuánta gente lo oiría gritar, cuánto tiempo le quedaría.
Mateo sonrió, y Hawkwood pudo ver los largos caninos y la negra erupción de vello brotando como un sarpullido a ambos lados de su cara.
—Os equivocáis, capitán. No fui yo. Fue mi nuevo amo, un hombre que me valora como vos nunca lo hicisteis.
—¿Tu…? ¿Quién es?
—Un hombre de buena posición, y también muy bueno en otras cosas. Me ha prometido mucho, y ya me ha dado mucho. Pero estoy harto de ratas y de lo que me dio de Billerand. Quiero un muerto reciente. Vos, a quien amé y que me abandonasteis como a un caballo agotado. Vos, Richard.
—¡Bardolin! —chilló Hawkwood en el momento en que Mateo se abalanzaba sobre él.
Murad se incorporó para encontrar a Griella despierta junto a él, con los ojos brillantes en la oscuridad y algo extraño en su perfil. ¿Otro sueño?
—Me ha parecido que…
Ella sacudió la cabeza y señaló la puerta del camarote. Agazapada en el umbral había una forma negra y enorme, con orejas largas como cuernos y ojos como luces amarillas. En un charco de sombra en torno a sus pies había una túnica negra.
—Mi señor Murad —dijo la bestia, con los dientes centelleantes—. Es hora de morir.
En aquel mismo instante, Murad oyó a Hawkwood gritar el nombre de Bardolin al otro lado de la partición. Hubo un golpe y algo se rompió. La bestia inclinó su enorme cabeza.
—Tiene mucho que aprender —dijo, con aire divertido. Y saltó.
La cosa estaba encima de él, y su aliento fétido le rodeaba la cara. Era identificable como Mateo, pero su rostro estaba cambiando mientras Hawkwood lo apretaba. La nariz se ensanchó y creció hasta convertirse en un hocico. Los ojos relucieron con luz color azafrán, y el calor que emitía era sofocante.
La bestia bajó el hocico y mordió.
Hawkwood chilló de agonía cuando las fauces se encontraron en su carne. La daga rebotó en el grueso pelaje que cubría ya el cuerpo del muchacho, y cayó de su mano inerte. Los dos rodaron por el suelo del camarote, mientras la sangre brotaba del castigado hombro de Hawkwood. Chocaron con la mesa, que se vino abajo. La tinta los salpicó, y las páginas sueltas del diario revolotearon a su alrededor como aves pálidas, mientras la linterna se estrellaba contra el suelo con un chapoteo de aceite hirviendo.
El calor, el horrible calor. Su forma era ya totalmente de bestia, y lo estaba cubriendo como una alfombra asfixiante. Permaneció inmóvil, mientras la fuerza lo iba abandonando con las gruesas cuerdas de sangre que brotaban de sus venas desgarradas.
—Te quiero, Richard —dijo el hombre lobo, con sus ojos dementes contemplándolo por encima de un hocico empapado de sangre. La mandíbula volvió a descender.
Entonces se apartó de un salto, aullando de agonía y furia. El camarote era un caos ruidoso e incomprensible de sombras y llamas. La madera del suelo y del mamparo estaban ardiendo, y el hombre lobo se estaba arrancando del cuello una estaca negra sin dejar de aullar.
Bardolin estaba en pie, con el rostro iluminado por las llamas que llenaban de luz los ojos del duende posado en su hombro. Vagamente, Hawkwood oyó otras voces gritando en su barco, y un estallido de gruñidos y violencia al otro lado del mamparo, mientras la voz de Murad se elevaba en un grito de terror.
—Lárgate —dijo Bardolin en voz baja, casi tranquilamente, y señaló con una gran mano a la bestia, que no dejaba de retorcerse.
De sus dedos salió un fuego azul que crepitó como un relámpago y se hundió en el pelaje negro para desaparecer.
El hombre lobo chilló. Su cabeza se movió arriba y abajo. Retrocedió hacia donde las llamas trepaban por la pared del camarote, y de su boca surgió un fuego azul. Empezó a oler a carne quemada.
Entonces toda la pared del camarote se desintegró a su lado.
Dos figuras enormes atravesaron el mamparo y cayeron al suelo enredadas. Hawkwood se alejó a rastras de las llamas y de las bestias que luchaban, derrumbándose junto a la otra pared. Contempló la escena con total estupefacción.
Murad estaba en la abertura de la división destrozada con un gran cuchillo en la mano, mientras en el suelo tres hombres lobo luchaban y aullaban entre las llamas crecientes. Hawkwood vio que uno se separaba de la pelea, y de sus ojos y hocico surgía un resplandor azul. Se lanzó contra las ventanas de popa y éstas cedieron, cristal, marcos, maderas y todo. La bestia voló hacia la noche y cayó en la estela espumosa del galeón. Hubo un destello aguamarina, tan brillante que ensombreció el fuego de a bordo, y luego una conmoción que sacudió toda la popa y provocó una sucesión de explosiones y geiseres en el mar, brillantemente iluminadas desde abajo.
Todo el extremo posterior del camarote era un enorme agujero envuelto en llamas, con dos siluetas iluminadas por el fuego enzarzadas en una pelea, con el pelaje encendido y los ojos del color del fuego. La violencia del combate hacía temblar todo el barco, y las ennegrecidas tablas chillaban y gemían bajo las patas de las bestias, mientras sus aullidos ensordecían a Hawkwood.
La puerta del camarote se abrió de golpe y apareció el alférez Sequero, seguido por un grupo de soldados con arcabuces humeantes. Contempló sin expresión aquella escena infernal durante un segundo, y luego gritó una orden. Los soldados bajaron las armas al otro lado del umbral.
—¡No! —gritó Bardolin.
Una ráfaga de disparos, nubes de humo y polvo surgiendo de las armas. Hawkwood vio cómo el pelaje era arrancado de las bestias, mientras la sangre llovía sobre paredes y techo.
Uno de los hombres lobo se liberó y atacó rugiendo a los soldados, con el pelaje en llamas y las heridas chorreando sangre. Apartó de un golpe a Sequero, arrancó un arcabuz de las manos de un soldado aterrado, y golpeó a otro tan brutalmente que la culata del arma se rompió. Por un momento, pareció que conseguiría escapar.
Pero entonces el segundo hombre lobo le saltó encima. Hawkwood vio cómo las mandíbulas de la bestia se hundían en el pelaje, para separarse tras arrancar con los dientes un pedazo de carne sanguinolenta.
Alguien se lo llevó a rastras. Era Murad. Sacó a Hawkwood del camarote y lo dejó junto a la escalerilla.
—Griella, es Griella —estaba diciendo—. Es uno de ellos. También es una cambiaformas.
—El fuego —graznó Hawkwood—. Apagad el fuego, o el barco está perdido. —Pero Murad se había ido.
Había más soldados reunidos en el castillo de popa, y algunos marineros.
—¡Velasca! —consiguió gritar Hawkwood.
—¡Capitán! ¿Qué diablos…?
—El barco está en llamas. Dejad que los soldados hagan su trabajo y organizad grupos de extinción.
—Capitán… vuestro hombro…
—¡Hazlo, bastardo insubordinado, o te abandonaré en una isla desierta!
—Sí, señor. —Velasca desapareció, con el rostro completamente blanco.
Hawkwood oyó a Bardolin gritar de furia, ordenando a los soldados que dejaran de disparar. Luchó por ponerse en pie, agarrándose con la mano útil la terrible herida del hombro. Podía sentir los extremos de su clavícula bajo las manos, y astillas de hueso pinchándole en la palma como agujas.
—Dulce Ramusio —gimió.
Se tambaleó hacia la ruina del camarote de popa, apartando a los arcabuceros. El aire estaba lleno de humo y apestaba a sangre y pólvora. El resplandor parpadeante del fuego cubría el suelo y los mamparos.
Hawkwood se sentó en el dintel, algo mareado pero todavía sin demasiado dolor. No podía seguir de pie.
Hombres gritando, un diluvio de agua cayendo junto al agujero de la popa, las llamas devorando la preciosa madera. Su pobre
Águila
.
Bardolin y Murad en pie como estatuas, el noble con un cuchillo de hierro en la mano. El duende había enterrado su carita en el cuello de su amo.
Y, entre las llamas, dos formas grandes y rotas con sangre hirviendo en las heridas, y franjas de carne desnuda y chamuscada visibles donde había ardido el pelaje.
Uno de los hombres lobo se apretaba el pecho con una pata, en el mismo gesto con el que Hawkwood se protegía el hombro. Sus labios negros se separaron de los dientes en la parodia de una sonrisa.
—Vuestro hierro ha acabado conmigo, después de todo —dijo en tono burlón—. ¿Quién lo hubiera creído? La muchacha también era una víctima. Señora, vos y yo podíamos habernos entendido.