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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (28 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Yo me presentaré, si Dios me da fuerzas —dijo Himerius al fin, algo molesto porque nadie le hubiera rogado públicamente que lo hiciera.

—Así sea —dijo Betanza con un suspiro—. Esto es totalmente informal, por supuesto, pero debo preguntaros, hermanos, si existe alguna objeción a la candidatura del hermano Himerius.

Nadie habló. Heyn se volvió para contemplar el fuego.

—¿Nadie más quiere presentarse? —Betanza aguardó un instante y se encogió de hombros—. Bien, tenemos a un candidato que presentar al Sínodo. Falta por ver qué decide el colegio de obispos.

Pero todos sabían que los obispos votaban con sus respectivos prelados. El sumo pontificado de Occidente había sido decidido por cinco hombres en una habitación iluminada por el fuego durante la sobremesa.

14

Otoño en las montañas de Malvennor. La nieve había empezado ya a bloquear los pasos más altos, y en los enormes picos el viento levantaba estandartes y gallardetes blancos.

Abeleyn se ajustó el cuello de piel de su abrigo y miró hacia las tierras altas del este y el norte. Las Malvennor se elevaban quince mil pies por encima del nivel del mar, e incluso allí, en las colinas manchadas de nieve, el aire era frío y poco denso, y los guías habían advertido al grupo de los peligros del mal de montaña y de la ceguera causada por la nieve.

Hacía cinco semanas que había partido de Abrusio, de camino al Cónclave de Reyes, en Vol Ephrir, Perigraine. Su barco había hecho una rápida travesía por el golfo de Fimbria, atracando en la ciudad portuaria fimbria de Narbukir. Luego habían embarcado en un bote fluvial para remontar laboriosamente el río Arcolm, y recurrido a los caballos cuando el río dejó de ser navegable. Podía ver el río en aquel momento, una estrecha cinta que corría y espumeaba por entre las rocas de las orillas, llenas de carámbanos. Se decía que más arriba el río se estrechaba tanto que un hombre podía situarse con una pierna a cada lado de la corriente. Era difícil creer que en el golfo su desembocadura formara un estuario de más de tres leguas de anchura.

El resto del grupo continuaba abajo, ascendiendo hacia él por las empinadas laderas. Llevaba una escolta de tamaño razonable; doscientos arcabuceros y soldados, y ochenta jinetes de caballería pesada armados con lanzas y pistolas de mecha. También estaban los carreteros de la caravana, los cocineros, mozos de cuadra y herreros, además de la veintena de criados que formaban su séquito durante los viajes. En total, unos cuatrocientos hombres cruzarían las Malvennor junto al rey de Hebrion; una exhibición modesta. Sólo a un rey se le permitiría atravesar un país extranjero acompañado por una fuerza como aquélla. El privilegio era parte de la dignidad de los monarcas.

—Acamparemos aquí, e intentaremos cruzar mañana —dijo el rey a su asistente principal.

El hombre se inclinó sobre la silla y dio la vuelta a su caballo para empezar a organizar el campamento.

El rey se relajó en la silla y contempló los grupos irregulares de hombres y animales que se iban reuniendo gradualmente en la pendiente debajo de él. La marcha estaba resultando dura para los caballos. Si la nieve aumentaba (y aumentaría), tendrían que seguir a pie, tirando de sus monturas tras ellos. Las nieves habían llegado pronto aquel año, y un viento helado recorría las cumbres. El calor abrasador de Abrusio parecía un sueño.

—¿Es aquí donde esperáis reuniros con el rey Mark, señor? —preguntó una voz de mujer.

—Por aquí cerca. —El rey se volvió para mirar a la dama encapuchada sentada en su palafrén junto a él. El elegante caballo sufría a causa del frío; no era la montura más indicada para un viaje como aquél—. Espero que hayáis traído unas buenas botas, señora. Ese caballo vuestro habrá caído en redondo antes de que hayamos recorrido diez leguas más.

Lady Jemilla se despojó de la capucha. Llevaba el cabello oscuro recogido en trenzas circulares en torno a la cabeza, sostenido por agujas terminadas en perlas. Dos perlas aún mayores relucían como pequeñas lunas en los lóbulos de sus orejas. Sus ojos centelleaban a la luz reflejada por la nieve.

—Andar me sentará bien. Estoy ganando peso.

Abeleyn sonrió. Si era cierto, no lo había notado. Miró hacia abajo. Sus hombres estaban montando las enormes tiendas de cuero, y pudo ver el débil resplandor de una hoguera. Tenía los dedos de los pies entumecidos en el interior de sus botas forradas de piel, y el viento le arrancaba la respiración de los labios, pero no descendió de inmediato hacia el calor de las hogueras. En lugar de ello, dirigió la vista hacia el sur, resiguiendo la línea de las montañas, donde Astarac se cernía azul en la distancia, en la orilla sur del río Arcolm. En realidad, se encontraban ya en Astarac, pues el Arcolm había formado desde siempre la frontera tradicional entre Astarac y Fimbria. Pero en las montañas aquellos tecnicismos eran irrelevantes. Los pastores viajaban con sus rebaños de un reino al otro sin ninguna formalidad, como habían hecho siempre. Desde allí, las sutilezas de las fronteras y la diplomacia parecían una farsa lejana interpretada en los palacios del mundo.

—¿Cuándo crees que llegará? —preguntó Jemilla.

Su familiaridad se estaba volviendo excesiva últimamente. Tendría que tener cuidado.

—Espero que pronto, señora, pronto. Pero no llegará antes por mucho que observemos. Vamos, entraremos en calor y daremos un descanso a nuestros pobres animales. —Espoleó a su caballo para emprender la marcha pendiente abajo.

Jemilla no lo siguió de inmediato. Permaneció sobre su temblorosa montura y observó la espalda del rey. Una mano enguantada se dirigió tentativamente a su estómago, y, por un momento, su expresión se volvió dura como el cristal. Luego siguió a su rey y amante hacia el ajetreo del campamento y el resplandor naranja y amarillo de las hogueras sobre la nieve.

El viento se había convertido en ventisca. Abeleyn extendió las manos hacia el brasero (el carbón se les acabaría pronto) mientras escuchaba la tormenta que se había cernido sobre ellos al caer la noche. Tal vez hubiera debido tomar la ruta marítima, cruzando el estrecho de Malacar al sureste, pero hubiera necesitado una pequeña flota como escolta. Para los corsarios, el rey de Hebrion hubiera resultado una presa demasiado tentadora para dejarla en paz, pese al antiguo acuerdo que habían firmado con la corona de Hebrion, o tal vez a causa de él.

Y además, necesitaba aquella oportunidad de hablar abiertamente con el rey Mark antes de que las intrigas del Cónclave los devoraran a todos.

Algo golpeó el costado de la tienda, al parecer empujado por el viento. El objeto raspó la tela por un momento, y el mayordomo entró desde el compartimento adjunto, donde pudo escuchar ruido de platos; estaban recogiendo los restos de la cena.

—¿Ocurre algo, señor? Me ha parecido oír…

—No ha sido nada, Cabrán. Despide a los criados, ¿quieres? Pueden terminar por la mañana.

El mayordomo se inclinó y regresó al espacioso compartimento, dando palmadas para llamar a las doncellas. Abeleyn se incorporó y cerró la pesada cortina de piel que amortiguaría el ruido.

—Señor. —Era el guardia de la entrada—. Aquí hay algo. Ha chocado con la tienda, y nos ordenasteis que estuviéramos atentos a…

—Sí —espetó Abeleyn—. Tráelo aquí, y no dejes que entre nadie.

Alguien apartó la tela de la entrada, y apareció un hombre vestido con armadura y una pesada capa, dejando entrar una ráfaga de nieve y aire gélido. Llevaba algo en las manos, que depositó sobre el camastro a una señal de Abeleyn.

—Gracias, Merco. ¿Tenéis un fuego decente ahí fuera?

—Bastante bueno, señor. Nos relevamos a cada hora. —La voz del hombre sonaba ahogada tras los pliegues del manto con que se había envuelto la cara.

—Muy bien. Eso es todo, pues.

El hombre se inclinó y salió. La nieve que había dejado entrar empezó a fundirse sobre el grueso cuero del suelo de la tienda.

—¿Y bien, Golophin? —dijo Abeleyn, inclinándose sobre el halcón gerifalte cubierto de hielo que se encontraba encogido sobre la piel del camastro, y secándole suavemente las plumas. Aquellos ojos amarillos e inhumanos lo observaban. El pico se abrió, y la voz del anciano mago dijo:

—Bien hallado, señor.

—¿Está borracho el pájaro, para chocar así contra mi tienda?

—El pájaro está exhausto, muchacho. Esta maldita tormenta ha estado a punto de acabar con él. Tendréis problemas para cruzar el paso si esto sigue así.

—Lo sé. ¿Qué puedes decirme del rey Mark?

—Está a pocas horas de distancia. Viaja con un grupo más pequeño que el tuyo. Tal vez sus ideas respecto a la dignidad de los reyes difieren de las tuyas.

Abeleyn sonrió, acariciando las plumas del ave.

—Tal vez. Bueno, viejo, ¿qué noticias me traes esta vez?

—Noticias muy graves, muchacho. El pájaro ha estado vigilando Charibon, como me ordenaste. Acaba de volver de allí. Pensé que el vuelo sobre las montañas lo mataría, pero tenía el viento del este en la cola, de modo que no tardó demasiado. Supongo que debo decírtelo. El Sínodo se reunió hace ocho días. Nuestro buen Himerius ha sido elegido sumo pontífice de los Cinco Reinos.

La mano de Abeleyn se quedó muy quieta sobre el empapado plumaje del ave.

—De modo que lo han hecho. Han elegido a ese bastardo carnicero con alma de lobo.

—Controlad vuestras palabras, señor. Habláis de la cabeza espiritual del mundo ramusiano.

—¡Por la sangre de los santos! ¿Es que nadie se opuso, Golophin?

—Merion se opuso, pero es un antilino de origen humilde, y por tanto un forastero. Yo pensaba que Heyn de Torunna también se opondría, pero debieron comprarlo de algún modo. Sin duda Himerius está ahora repartiendo recompensas entre los fieles que le votaron.

—Y las purgas. Supongo que se extenderán por todo el continente.

—Sí, muchacho. Se espera una bula pontificia para dentro de pocas semanas. Será un día negro para los practicantes de dweomer, y para todo Occidente.

El rostro de Abeleyn estaba pálido como un hueso a la sombra escarlata de la tienda.

—No lo permitiré. Los reyes no lo permitirán. Argumentaré ante el Cónclave que no podemos tolerar estas interferencias en el gobierno diario de los estados. Esas personas son nuestros súbditos, tanto si la Iglesia los considera herejes como si no.

—Cuidado, muchacho. Se habla de excomunión en Charibon, e Himerius tiene poder para emitir una bula contra ti. Un rey herético no tiene derecho a gobernar ante los ojos del mundo.

—Malditos sean —dijo Abeleyn con los dientes apretados—. ¿No hay nada que un rey ungido pueda hacer en su reino sin que esos malditos Cuervos se entrometan en ello?

—Es el juego inceptino, señor. Llevan siglos jugándolo.

—Hablaré con Mark. Es moderado, igual que yo. Puede que no convenzamos a Lofantyr de Torunna, porque necesita demasiado a los Caballeros Militantes en este momento, ni a Haukir de Almark, que es demasiado viejo y obstinado. Pero Cadamost de Perigraine… Puede que escuche la voz de la razón; siempre me ha parecido un tipo sensato. ¿Qué noticias hay del dique, Golophin? ¿Resiste todavía?

—El ejército de Shahr Baraz ha encontrado problemas en la carretera del oeste. El cuerpo principal ha empezado a moverse al fin, y hay escaramuzas en el mismo dique, pero hasta el momento no se ha producido ningún ataque de importancia. Pero estas noticias son antiguas, señor, proporcionadas por un colega mío. El pájaro ha estado demasiado ocupado en Charibon para poder estudiar el este más de cerca.

—Por supuesto.

—Pero nos ha llegado un rumor del dique de Ormann. —¿Cuál? ¿Qué dice?

—Se rumorea que Macrobius no murió en la caída de Aekir, sino que está vivo. Como he dicho, es un rumor, nada más.

—¿Macrobius vivo? ¡No, es imposible, Golophin! Eso es lo que les gustaría a los torunianos.

—¿Queréis que lo investigue, señor?

—No —dijo Abeleyn tras una pausa—. Necesito a tu alter ego emplumado en Charibon. Debo estar al día de los acontecimientos cuando el Cónclave se reúna. No es el momento de perseguir fuegos fatuos en el este.

—Muy bien, señor.

Hubo un silencio. El halcón gerifalte se puso en pie con dificultad y sacudió las alas, salpicando de agua a Abeleyn.

—¿Se quedará aquí el pájaro esta noche, Golophin?

—Si os place, señor. Necesita descansar, y el rey Mark avanza por la ruta adecuada para encontraros por la mañana. Os felicito por vuestro sentido de la orientación.

—Me paso la vida navegando, Golophin, tratando de impedir que la nave del estado embarranque.

—Tened cuidado entonces con los escollos, mi rey. Se aproximan unos cuantos. ¿Habéis oído algo de Fimbria?

Abeleyn se frotó los ojos, repentinamente cansado.

—Sí. Narbukir enviará un embajador al Cónclave. Viaja con nosotros, aunque quiere pasar lo más desapercibido posible. La propia Fimbria no ha enviado todavía ninguna respuesta a mi emisario. En realidad, no espero ninguna, Golophin.

—No perdáis la esperanza, señor. Los fimbrios pueden ser la solución a algunos de nuestros problemas. Nunca han apreciado a la Iglesia; la culpan de su caída. Serían un aliado poderoso si ocurriera lo peor y Hebrion tuviera que seguir su propio camino.

—Quieres decir si su rey fuera excomulgado y Hebrion se convirtiera en un reino fuera de ley, expulsado del seno de las monarquías ramusianas.

—Ésa es una imagen que no me gusta contemplar demasiado de cerca, señor.

—Ni a mí. Estoy cansado, Golophin, y tu magnífico pájaro parece agotado. Tal vez ahora dormiremos los dos. Tengo un lugar preparado, si no le importa dormir al pie de la cama de un rey.

—Será un honor para él, señor. Y para mí.

—Mi señor. —Era la voz del mayordomo, procedente del otro lado de la partición de cuero.

—Sí, Cabrán. ¿Qué ocurre?

—Lady Jemilla quiere saber si la recibiréis, señor.

Abeleyn frunció el ceño.

—No, Cabrán. Dile que no deseo ser molestado hasta mañana.

—Sí, señor.

—Y, Cabrán… Que me despierten en cuanto aparezca el séquito del rey Mark.

—Como deseéis, señor. Buenas noches.

Algunos reyes y príncipes tenían criados que los desvestían y los preparaban para acostarse, pero Abeleyn prefería ocuparse por sí mismo de aquellas tareas. Metió la mano bajo el camastro en busca de la bacinilla, y orinó agradecido en su interior.

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