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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (29 page)

BOOK: El valle de los leones
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Empezaba a sentirse ansiosa.

—No tiene importancia —la tranquilizó Jane, con una sonrisa.

Entre todas las mujeres del pueblo Fara sería probablemente la última en enterarse de lo que sucedía. ¿Quién era la que tenia más posibilidades de estar enterada? Zahara, por supuesto.

Jane tomó una toalla y se encaminó al río.

Zahara ya no estaba de luto por su marido, aunque se mostraba mucho menos alegre que antes. Jane se preguntó cuánto tardaría en volver a casarse. Zahara y Ahmed eran la única pareja afgana que Jane conocía que daban la sensación de estar enamorados. Zahara era una mujer poderosamente sensual, a quien le costaría vivir mucho tiempo sin un hombre. Yussuf, el cantante, el hermano menor de Ahmed, vivía en la misma casa que Zahara y a los dieciocho años todavía era soltero: las mujeres del pueblo especulaban con la posibilidad de que Yussuf se casara con Zahara.

Allí, los hermanos vivían juntos; las hermanas siempre eran separadas. Por lo general la novia iba a vivir con su marido en la casa de los padres del novio. Era simplemente una manera más de las que tenían los hombres de ese país para oprimir a sus mujeres.

Jane caminó con rapidez por el sendero que atravesaba los campos sembrados. Algunos hombres trabajaban en la penumbra del anochecer. La cosecha ya iba llegando a su fin. De todos modos, pronto sería demasiado tarde para emprender la ruta de la mantequilla, pensó Jane. Mohammed aseguró que sólo se trataba de una ruta de verano.

Llegó a la playa de las mujeres. Ocho o diez de ellas se bañaban en el río o en los estanques que se formaban cerca de la orilla. Zahara estaba en medio del río, chapoteando mucho, como siempre, pero no reía ni hacía bromas.

Jane dejó caer la toalla y se metió en el agua. Decidió ser un poco menos directa con Zahara de lo que había sido con Fara, No podría engañar a Zahara, por supuesto, pero trataría de dar la impresión de que estaba intercambiando chismes, más que sometiéndola a un interrogatorio. No se acercó inmediatamente a ella. Cuando las demás mujeres salieron del agua, Jane las siguió después de un minuto o dos y se secó con la toalla en silencio. Sólo habló cuando las demás empezaron a regresar al pueblo.

—¿Cuándo volverá Yussuf? —le preguntó a Zahara en dari.

—Hoy o mañana. Fue al valle de Logar.

—Ya lo sé. ¿Fue solo?

—Sí, pero dijo que a lo mejor regresaba con alguien.

—¿Con quién?

Zahara se encogió de hombros.

—Una esposa, quizá.

Jane se distrajo momentáneamente. Zahara se mostraba demasiado fría e indiferente. Eso significaba que estaba preocupada: no quería que Yussuf volviera a su casa con una esposa. Por lo visto, los rumores que corrían por el pueblo eran ciertos. Jane esperaba que así fuese. Zahara necesitaba un hombre.

—No creo que haya ido a buscar una esposa —aseguró. —¿Por qué?

—Está sucediendo algo importante. Masud ha enviado muchos emisarios. No pueden haber viajado todos en busca de esposas.

Zahara continuó intentando parecer indiferente, pero Jane notó que estaba aliviada. Se preguntó si tendría algún significado que Yussuf pudiera haber ido al valle de Logar en busca de alguien.

Cuando llegaron al pueblo, anochecía. De la mezquita llegaba un cántico, el sonido aterrorizante de los rezos de los hombres más sedientos de sangre del mundo. Esas canciones siempre le recordaban a Josef, un joven soldado ruso que sobrevivió a la caída de su helicóptero justo sobre la montaña vecina a Banda. Algunas mujeres lo transportaron hasta la casa del tendero —fue en invierno, antes de que trasladaran el consultorio a la cueva— y Jane y Jean-Pierre le curaron las heridas, mientras partía un mensajero a preguntarle a Masud qué debían hacer. Jane se enteró de la respuesta de Masud una noche cuando Alishan Karim entró en la casa del tendero donde Josef permanecía cubierto de vendajes, apoyó el cañón del rifle en su oreja y le voló la cabeza. Había sido más o menos a esa misma hora y el sonido de los hombres que rezaban resonaban en el aire mientras Jane lavaba la sangre que cubría las paredes y recogía los restos del cerebro del muchacho.

Las mujeres subieron el último tramo de escalones que subía del río y se detuvieron frente a la mezquita, para terminar sus conversaciones antes de separarse y dirigirse a sus respectivos hogares. Jane observó de soslayo el interior de la mezquita. Los hombres oraban de rodillas, dirigidos por Abdullah, el mullah. Sus armas, esa mezcla habitual de rifles antiguos y modernas ametralladoras, estaban amontonadas en un rincón. Las oraciones finalizaban. Los hombres se pusieron en pie y Jane notó que había muchos desconocidos entre ellos.

—¿Quiénes son? —preguntó a Zahara.

—Por los turbantes, deben de ser del valle de Pich y de Jalalabad —contestó Zahara—. Son pushtuns, normalmente enemigos nuestros. ¿Por qué estarán aquí? —Mientras ella hablaba, un hombre muy alto, con un parche sobre un ojo se separó de la multitud—. ¡Ese debe de ser Jahan Kal, el gran enemigo de Masud!

—Pero aquí está Masud, conversando con él —dijo Jane, y agregó en inglés—: just fancy that!
{2}

Zahara la imitó.

—Jass fencey hat!

Era la primera broma que gastaba Zahara desde la muerte de su marido. Buena señal: se estaba recuperando.

Los hombres empezaron a salir de la mezquita y las mujeres corrieron a refugiarse en sus casas, todas salvo Jane. Ella pensó que empezaba a comprender lo que sucedía y deseaba confirmarlo. Al ver salir a Mohammed, se le acercó y le habló en francés.

—Me olvidé de preguntarte si tu viaje a Faizabad fue un éxito.

—Lo fue —respondió él sin detenerse.

No quería que sus camaradas ni los pushtuns lo vieran contestando a las preguntas de una mujer.

Jane corrió a su lado, mientras él se encaminaba a su casa. —¿Así que el jefe a Faizabad se encuentra aquí? —Sí.

Jane había adivinado la verdad. Masud invitó a todos los jefes rebeldes a una reunión.

—¿Y qué te parece esta idea? —preguntó.

Seguía buscando más detalles.

Mohammed puso cara pensativa y abandonó su expresión de altivez, cosa que siempre le sucedía cuando se interesaba en la conversación.

—Todo depende de lo que Ellis haga mañana —contestó—. Si los impresiona como hombre de honor y se gana el respeto de los jefes, creo que aceptaremos su plan.

—¿Y tú crees que su plan es bueno?

Obviamente sería bueno que la Resistencia se uniese y que Estados Unidos le proporcione armas.

¡Así que era eso! Armas norteamericanas para los rebeldes, con la condición de que lucharan juntos contra los rusos en lugar de pelear la mayor parte del tiempo unos contra otros.

Llegaron a la casa de Mohammed y Jane continuó su camino, después de saludarlo con la mano. Sentía los pechos rebosantes: era hora de amamantar a Chantal. El pecho derecho le pesaba un poquito más porque la última vez que alimentó a su hija había empezado por el izquierdo y Chantal siempre vaciaba el primero más a fondo.

Jane llegó a la casa y entró en el dormitorio. Chantal permanecía acostada, desnuda sobre una toalla doblada dentro de su cuna, que en realidad era una caja de cartón cortada por la mitad. No había ninguna necesidad de ponerle ropa en el aire cálido del verano de Afganistán. Por la noche, la cubría con una sábana y eso era todo. Los rebeldes, la guerra, Ellis, Mohammed y Masud, todos desaparecieron de sus pensamientos cuando Jane miró a su hija. Siempre había pensado que los bebés eran feos, pero Chantal le parecía sumamente bonita. Y mientras ella la observaba, Chantal se movió inquieta, abrió la boca y lloró. En respuesta, del pecho derecho de Jane inmediatamente empezó a manar leche y sobre su blusa se extendió una mancha húmeda y cálida. Desabrochó los botones y alzó a su hijita.

Jean-Pierre siempre le recomendaba que se lavara los pechos con desinfectante antes de alimentarla, pero ella jamás lo hacía porque estaba convencida de que Chantal reaccionaría ante el mal sabor de la droga. Se sentó sobre la alfombra, con la espalda apoyada en la pared, y colocó a Chantal sobre su brazo derecho. La pequeña movía los bracitos regordetes y la cabeza de un lado a otro, buscando frenéticamente su pecho con la boquita abierta. Jane la guió hasta el pezón. Las encías sin dientes se cerraron con fuerza y la niña empezó a chupar. Jane hizo un gesto de dolor ante el primer tirón y después ante el segundo. El tercero fue mucho más suave. Una manita gordezuela se alzó y tocó el pecho hinchado de Jane, apretándolo en una caricia ciega y torpe. Jane se relajó.

Alimentar a su hija la hacía sentir terriblemente tierna y protectora. Y, para su sorpresa, también le resultaba erótico. Al principio se había sentido culpable cuando percibió que la excitaba dar de mamar a Chantal, pero pronto decidió que si se trataba de algo natural, no podía ser malo y decidió disfrutarlo.

Estaba deseando exhibir a Chantal, si alguna vez volvía a Europa. La madre de Jean-Pierre sin duda le diría que estaba haciéndolo todo mal y su madre le pediría que bautizara a la pequeña, pero su padre, a través de su bruma alcohólica, adoraría a Chantal y su hermana se mostraría orgullosa y entusiasta. ¿Quién más? El padre de Jean-Pierre estaba muerto.

—¿Hay alguien en la casa? —preguntó una voz desde el patio.

Era Ellis.

—¡Entra! —gritó Jane.

No sintió la necesidad de cubrirse. Ellis no era afgano, y de todos modos en una época había sido su amante.

Entró y al ver que estaba alimentando a la pequeña se paró en seco.

—¿Quieres que me vaya?

Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Ya me has visto los pechos antes.

—Me parece que no —contestó él—. Los debes de haber cambiado.

Ella lanzó una carcajada.

—El embarazo nos proporciona pechos enormes. —Sabía que Ellis había estado casado y era padre, aunque tenía la impresión de que ya no veía más a la madre ni a su hijo. Era uno de los temas sobre los cuales él se mostraba renuente a hablar—. ¿No lo recuerdas en tu esposa cuando estaba embarazada?

—Me lo perdí —contestó él, con ese tono cortante que usaba cuando quería que uno se callara—. Estaba lejos.

Ella se sentía demasiado relajada para contestarle en el mismo tono. En realidad sentía lástima por él. Ellis había convertido su vida en un caos, pero la culpa no era toda suya; y decididamente había sido castigado por sus pecados, por ella misma, sin ir más lejos.

—Jean-Pierre no ha vuelto —comentó Ellis.

—No.

La chiquilla dejó de chupar al percibir que el pecho de Jane se encontraba vacío. Con suavidad ella le quitó el pezón de la boca y la alzó hasta apoyarla sobre el hombro, palmeándole la espalda para hacerla eructar.

—Masud quiere que le preste sus mapas —comunicó Ellis.

—Por supuesto. Ya sabes dónde están. —Chantal eructó con fuerza—. ¡Así me gusta! —exclamó Jane y colocó a la chiquilla contra su pecho izquierdo. Hambrienta de nuevo después del eructo, Chantal volvió a chupar. Cediendo a un impulso, Jane preguntó—: ¿Porqué no ves a tu hijo?

El sacó los mapas del arcón, cerró la tapa y se enderezó. —La veo —contestó—. Pero no muy a menudo. Jane se sintió escandalizada. Viví con él durante casi seis meses —pensó— y en realidad nunca lo conocí. —¿Es niño o niña?

—Niña.

—Debe de tener...

—Trece años.

—¡Dios mío! —¡Prácticamente era una adolescente! De repente Jane sintió una intensa curiosidad. ¿Por qué nunca le habría hecho preguntas acerca de todo eso? Tal vez el tema no le interesaba antes de tener una hija propia—. ¿Y dónde vive?

Él vaciló.

—No me lo digas —pidió ella. Leía con claridad la expresión de su rostro—. Ibas a mentirme.

—Tienes razón —contestó él—. Pero supongo que comprenderás por qué tengo que mentir acerca de eso.

Ella lo pensó durante algunos instantes.

—¿Tienes miedo de que tus enemigos la ataquen a ella?

—Sí.

—Es una buena razón.

—Gracias. Y gracias por esto.

La saludó con los mapas en la mano y salió.

Chantal se había quedado dormida con el pezón de Jane en la boca. Jane se lo quitó con suavidad y la alzó hasta la altura de su hombro. La pequeña eructó sin despertar. ¡Esa criatura era capaz de dormir bajo cualquier circunstancia!

Jane deseó que Jean-Pierre hubiese vuelto. Estaba convencida de que ya no podría causar ningún daño, pero de todos modos se hubiese sentido más segura de haberlo tenido a la vista. No se podía poner en contacto con los rusos porque ella le había destrozado la radio. No existía otro medio de comunicación entre Banda y el territorio ruso. Masud podía enviar mensajes por medio de emisarios, por supuesto, pero Jean-Pierre no tenía ninguno y de todos modos, de haber enviado a alguien, todo el pueblo se hubiese enterado. Lo único que podía haber hecho era caminar hasta Rokha, y para eso no tuvo tiempo.

Además de sentirse ansiosa, odiaba dormir sola. En Europa no le había importado, pero aquí la aterrorizaban los hombres de la tribu, imprevisibles y brutales, que pensaban que era tan natural que un hombre le pegara a su mujer como que una mujer le propinara un cachete a su hijo. Y a sus ojos, Jane no era una mujer cualquiera: con sus puntos de vista liberados, su mirada directa y su actitud altanera constituía el símbolo de las delicias sexuales prohibidas. Ella no se sometía a las convenciones del comportamiento sexual, y las únicas mujeres parecidas que ellos conocían eran las prostitutas.

Cuando Jean-Pierre se encontraba allí, ella siempre alargaba la mano para tocarlo justo antes de quedarse dormida. El siempre dormía en actitud fetal, dándole la espalda, y aunque se movía mucho en sueños jamás alargaba la mano para tocarla. El único hombre con quien Jane había compartido una cama durante mucho tiempo además de su marido era Ellis, y él era exactamente lo opuesto: se pasaba la noche entera tocándola, abrazándola, besándola, a veces entre sueños y a veces completamente dormido. En dos o tres ocasiones trató de hacerle el amor con rudeza, estando dormido: ella reía y trataba de acoplarse a él pero después de algunos instantes él se daba media vuelta y empezaba a roncar, y por la mañana no recordaba lo que había hecho. ¡Qué distinto era a Jean-Pierre! Ellis la acariciaba con un afecto torpe, como un chico jugando con un animalito querido, en cambio Jean-Pierre la tocaba como podía haber tocado su Stradivarius un violinista. La amaron de diferente manera, pero la traicionaron igual.

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