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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (24 page)

BOOK: El valle de los leones
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En ese momento estallaron los explosivos. Fue hermoso.

Cuatro explosiones simultáneas partieron el puente en ambos extremos dejando el sector del medio —donde estaban estacionados los tanques— sin ningún apoyo. Al principio fue desplomándose con lentitud, entre los crujidos de los extremos, después se liberó del todo y cayó espectacularmente en el río caudaloso, zambulléndose de plano con un impresionante chapoteo. Las aguas se abrieron majestuosamente y durante un instante fue visible el lecho del río, después volvieron a unirse con un ruido atronador.

Cuando éste se apagó, Ellis oyó los vítores que lanzaban los guerrilleros. Algunos salieron de sus escondrijos y corrieron hacia los tanques semisumergidos. Alí levantó a Ellis y lo ayudó a ponerse de pie. En ese momento recuperó la sensibilidad de la pierna y se dio cuenta de que le dolía.

—No estoy seguro de poder caminar —le dijo a Alí en dari. Dio un paso y hubiera caído de no sostenerle Alí—. ¡Mierda! —exclamó en inglés—. Me han metido una bala en el culo.

Oyó disparos. Al levantar la vista comprobó que los rusos sobrevivientes trataban de escapar de los tanques y que los guerrilleros los iban abatiendo a tiros a medida que salían. Esos afganos eran unos cretinos de sangre muy fría. Bajó la vista y notó que la pernera derecha de sus pantalones estaba empapada de sangre. Supuso que manaba de la herida superficial; sentía que la bala todavía le presionaba la otra.

Masud se le acercó con una amplia sonrisa.

—¡Eso del puente fue un trabajo excelente! —aprobó en su francés con marcado acento dari—. ¡Magnífico!

—Gracias —contestó Ellis—. Pero no vine a volar puentes. —Se sentía débil y un poco mareado, pero ése era el momento para dejar en dato cuál era su misión—. Vine a hacer un trato con usted.

Masud lo miró con curiosidad.

—¿De dónde es usted? —preguntó.

—De Washington. La Casa Blanca. Represento al presidente de Estados Unidos.

Masud asintió, sin denotar sorpresa.

—Muy bien. Me alegro.

Y en ese momento, Ellis se desmayó.

Esa noche expuso su misión a Masud.

Los guerrilleros improvisaron una camilla en la cual lo transportaron hasta el pueblo de Astana, en el valle, donde se detuvieron al anochecer. Masud ya había enviado un mensajero a Banda a buscar a Jean-Pierre. El médico llegaría en algún momento del día siguiente para extraer la bala de la nalga de Ellis. Mientras tanto, todos se instalaron en el patio de una granja. El dolor de Ellis se había calmado bastante, pero el viaje lo debilitó. Los guerrilleros le colocaron vendajes muy primitivos sobre las heridas.

Una hora después de llegar le dieron un té verde dulce y caliente, que lo reanimó bastante, y un poco más tarde, todos comieron moras y yogur. Durante su viaje con la caravana, Ellis notó que con los guerrilleros siempre sucedía lo mismo: después de una hora o dos de llegar a algún pueblo, aparecía la comida. Ignoraba si la compraban, la encargaban o la recibían como un regalo, pero suponía que se la daban gratuitamente, a veces de buen grado y otras a regañadientes.

Cuando terminaron de comer, Masud se sentó cerca de Ellis y durante los instantes siguientes los demás guerrilleros se fueron alejando con aire casual, dejando solo a Ellis con Masud y dos de sus lugartenientes. Ellis sabía que tenía que hablar con Masud en ese momento, porque probablemente no se volviera a presentar otra oportunidad durante una semana. Y, sin embargo, se sentía demasiado débil y extenuado para una tarea tan delicada y difícil.

—Hace muchos años, un país extranjero le pidió al rey de Afganistán que le cediera quinientos guerreros para ayudarlo en una guerra —contó Masud—. El rey le envió a cinco hombres de nuestro valle junto con un mensaje que decía que mejor era contar con cinco leones que con quinientos zorros. Fue así como nuestro valle empezó a ser llamado el Valle de los Cinco Leones. —Sonrió—. Hoy te has comportado como un león.

—Yo oí también una leyenda que afirmaba que había cinco grandes guerreros conocidos como los Cinco Leones, cada uno de los cuales custodiaba uno de los cinco caminos de entrada al valle. Y me dijeron que por eso te llaman el sexto león —contestó Ellis.

—Basta ya de leyendas —decidió Masud, con una sonrisa—. ¿Qué tienes que decirme?

Ellis había ensayado esa conversación, pero su guión no comenzaba tan bruscamente. Era evidente que la forma de hablar indirecta, propia de los orientales, no era el estilo de Masud.

—Primero tengo que pedirte que me des tu opinión sobre la guerra —pidió Ellis.

Masud asintió y pensó unos instantes antes de hablar.

—Los rusos tienen doce mil soldados acantonados en la ciudad de Rokha, la puerta de entrada al valle. Las disposiciones que han tomado son las de siempre: primero campos minados, después tropas afganas, y en seguida tropas rusas para impedir que los afganos huyan. Esperan un refuerzo de otros mil doscientos hombres. Dentro de dos semanas piensan lanzar una fuerte ofensiva contra el valle. La meta que se proponen es la destrucción de nuestras fuerzas.

Ellis se preguntó cómo obtendría Masud esos datos tan precisos, pero no fue tan indiscreto como para preguntárselo.

—¿Y esa ofensiva tendrá éxito? —inquirió.

—No —contestó Masud con tranquila confianza—. Cuando ellos ataquen nosotros desapareceremos en las montañas, así que no les quedará nadie con quien poder luchar. Cuando se detengan los acosaré desde las alturas y les cortaremos las vías de comunicación. Poco a poco los iremos demoliendo. Por fin descubrirán que están desperdiciando enormes recursos para mantener territorios que no les proporcionan ninguna ventaja militar. Entonces se batirán en retirada. Siempre sucede lo mismo.

Es un informe del manual sobre la guerra de guerrillas —pensó Ellis—. No cabe duda de que Masud puede enseñarles mucho a los otros líderes tribales.

—¿Y cuánto tiempo crees que los rusos podrán seguir realizando ataques tan inútiles?

Masud se encogió de hombros.

—Eso está en manos de Dios —contestó.

—¿Crees que alguna vez podrás obligarlos a abandonar tu país?

—Los vietnamitas consiguieron echar a los norteamericanos —contestó Masud con una sonrisa.

—Ya lo sé, yo estuve allí —aclaró Ellis—. ¿Y sabes cómo lo hicieron?

—En mi opinión, un factor importante fue que los vietnamitas recibían de los rusos abastecimientos de las armas más modernas, especialmente misiles portátiles tierra-aire. Esa es la única manera en que las fuerzas guerrilleras pueden luchar contra aviones y helicópteros.

—Estoy completamente de acuerdo —contestó Ellis—. Y lo que es más importante, el gobierno de Estados Unidos también está de acuerdo. Nos gustaría ayudarte a tener mejores armas. Pero necesitaríamos comprobar que con ellas haces verdaderos progresos en la lucha contra el enemigo. Al pueblo norteamericano le gusta ver lo que consigue con su dinero. ¿Cuánto tiempo crees que tardaría la resistencia afgana en lanzar una ofensiva nacional y unificada contra los rusos, lo mismo que hicieron los vietnamitas hacia el final de la guerra?

Masud movió la cabeza con aire dubitativo.

—La unificación de la Resistencia todavía está en pañales.

—¿Cuáles son los principales obstáculos? —preguntó Ellis, conteniendo el aliento y rogando que Masud le diera la respuesta esperada.

—El principal obstáculo es la falta de confianza que existe entre los principales grupos de guerrilleros.

Ellis lanzó un disimulado suspiro de alivio.

—Somos tribus distintas, naciones distintas y tenemos comandantes distintos —continuó Masud—. Hay otros grupos guerrilleros que tienden emboscadas a mis caravanas y roban mis abastecimientos.

—Desconfianza —repitió Ellis—. ¿Qué más?

—Comunicaciones. Necesitamos una red regular de mensajeros. De vez en cuando necesitaríamos estar en contacto por radio, pero eso todavía se encuentra en un futuro lejano.

—Desconfianza y comunicaciones inadecuadas. —Eso era lo que Ellis esperaba oír—. Hablemos de otra cosa. —Se sentía terriblemente cansado; había perdido bastante sangre. Luchó contra el poderoso deseo de cerrar los ojos—. Aquí en el valle, tú has desarrollado el arte de la guerra de guerrillas con mayor éxito que en ninguna otra parte de Afganistán. Otros líderes todavía malgastan sus recursos defendiendo territorios bajos y atacando posiciones fuertes del enemigo. Nos gustaría que tú entrenaras a hombres de otras partes del país en las tácticas de la guerrilla moderna. ¿Considerarías esa posibilidad?

—Sí, y creo que sé hasta dónde quieres ir a parar —contestó Masud—. cada grupo enviaría un hombre. Después de trabajar alrededor de un año en la Resistencia habría un puñado de hombres entrenados en el Valle de los Cinco Leones. Ellos podrían establecer una red de comunicaciones. Se comprenderían unos a otros, confiarían en mí...

Su voz se fue perdiendo, pero por la expresión de su rostro Ellis comprendió que mentalmente seguía sopesando las aplicaciones de lo que le acababa de proponer.

—Muy bien —dijo Ellis. Ya no le quedaban más energías, pero casi había terminado—. Aquí está el trato que te proponemos. Si tú consigues que los otros líderes den su aprobación y organicen el programa de entrenamiento, Estados Unidos te proporcionará lanzacohetes R P G—7, misiles tierra-aire y equipos de radio. Pero hay otros dos jefes en particular que deben formar parte de este acuerdo: Jahan Kami, del valle Pich, y Amal Azizi, el jefe de Faizabad.

Masud sonrió con expresión apesadumbrada.

—Has escogido los más difíciles.

—Ya lo sé —contestó Ellis—. ¿Podrás hacerlo?

—Déjame pensarlo —pidió Masud.

—Muy bien.

Extenuado, Ellis se tendió en el suelo frío y cerró los ojos. A los pocos instantes ya estaba dormido.

Capítulo 10

Jean-Pierre caminaba sin rumbo a lo largo de las praderas iluminadas por la luna en medio de la más negra de las depresiones. Una semana antes se había sentido realizado y feliz, dueño de la situación, haciendo un trabajo útil mientras esperaba la llegada de su gran oportunidad. Ahora todo había terminado; se sentía un inútil, un fracasado.

No tenía salida. Repasó una y otra vez las posibilidades, pero siempre terminaba llegando a la misma conclusión: tenía que abandonar Afganistán.

Su utilidad como espía había llegado a su fin. No tenía medios para ponerse en contacto con Anatoly; y aún en el caso de que Jane no hubiese destrozado la radio, no podría alejarse del pueblo para encontrarse con él porque Jane se daría cuenta inmediatamente de lo que iba a hacer y se lo diría a Ellis. Tal vez podría haber silenciado a Jane de alguna manera (No lo pienses, ni siquiera lo pienses), pero si algo le llegara a suceder a ella, Ellis querría saber por qué. Todo desembocaba en Ellis. Me gustaría matarlo —pensó—, si tuviera valor. Pero ¿cómo? No tengo revólver. ¿Qué puedo hacer? ¿Cortarle el cuello con un bisturí? Es mucho más fuerte que yo, nunca lograría vencerlo.

Pensó por qué razón se habría estropeado todo. Tanto él como Anatoly tuvieron un descuido. Tendrían que haberse encontrado en algún lugar desde el que se vislumbrasen todos los caminos de acceso, para poder saber de antemano si alguien se acercaba. ¿Por qué iba a pensar que Jane lo seguiría? Había sido víctima de la más espantosa racha de mala suerte: que el muchacho herido fuese alérgico a la penicilina; que Jane hubiera oído hablar a Anatoly; que fuese capaz de reconocer su acento ruso y que se hubiera presentado Ellis, para darle coraje. Era el colmo de la mala suerte. Pero los libros de historia no recuerdan a los hombres que casi habían adquirido la grandeza. Yo hice todo lo que pude, papá, pensó; y le pareció oír la respuesta de su padre: No me interesa que hayas hecho todo lo que pudiste, quiero saber si triunfaste o fracasaste.

Se estaba acercando al pueblo. Decidió que se acostaría. Dormía mal, pero aparte de acostarse, no había otra cosa que hacer. Se encaminó hacia su casa.

De alguna manera seguir teniendo a Jane no le consolaba demasiado. El hecho de que ella hubiera descubierto su secreto, en lugar de proporcionarle mayor intimidad, se la quitaba. Entre ambos se abría una nueva distancia, aunque planearan regresar juntos a Europa y hasta hablaran sobre la nueva vida que llevarían allí.

Por lo menos, durante la noche, todavía dormían abrazados en la cama. Aún había algo entre ellos.

Entró en la casa del tendero. Esperaba encontrar a Jane, ya acostada, pero para su sorpresa seguía levantada. Se dirigió a él en cuanto lo vio entrar.

—Vino a buscarte un mensajero de parte de Masud. Tienes que ir a Astana. Ellis está herido.

Ellis herido. El corazón de Jean-Pierre empezó a latir aceleradamente.

—¿Cómo fue?

—No se trata de nada grave. Tiene una bala en la nalga.

—Iré a primera hora de la mañana.

Jane asintió.

—El mensajero irá contigo. Podrás estar de vuelta al crepúsculo.

—Comprendo. — Jane se estaba asegurando de que no tuviera oportunidad de encontrarse con Anatoly. Su preocupación era innecesaria: Jean-Pierre no tenía ningún medio de arreglar un encuentro. Por otra parte, su mujer se ponía en guardia contra un peligro menor y pasaba por alto el más importante: Ellis estaba herido. Eso lo convertía en una persona vulnerable. Cosa que lo modificaba todo.

Ahora, Jean-Pierre se encontraba en condiciones de matarlo.

Jean-Pierre permaneció despierto durante toda la noche, pensando en el asunto. Imaginó a Ellis tendido en un colchón bajo una higuera, apretando los dientes por el dolor que le causaba un hueso destrozado, o tal vez pálido y débil por la pérdida de sangre. Se vio a sí mismo preparando una inyección. Este es un antibiótico para impedir que se te infecte la herida, explicaría, y después le inyectaría una sobredosis de digital, para provocarle un paro cardíaco.

Un paro cardíaco natural no era cosa probable, pero de ninguna manera imposible, en un hombre de treinta y cuatro años, sobre todo si éste se había estado ejercitando de manera extenuante después de un largo período de trabajo relativamente sedentario. De todos modos, allí no habría ninguna investigación, ni autopsia, ni sospechas: en occidente no pondrían en duda que Ellis había sido herido en acción y que después había muerto a causa de esas heridas. Y allí, en el valle, todos aceptarían el diagnóstico de Jean-Pierre. Confiaban en él tanto como confiaban en cualquiera de los lugartenientes más cercanos de Masud: y era natural que así fuese, porque él se había sacrificado por la causa tanto como cualquiera de ellos. No, la única que dudaría sería Jane. Y ella, ¿qué podía hacer?

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