El valle de los leones (26 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Ellis se quedó en Astana. Se pondría mucho mejor si descansaba allí unos días; la herida cicatrizaría con más rapidez si permanecía inmóvil. Y, paradójicamente, ahora Jean-Pierre estaba ansioso de que Ellis recuperara la salud, porque sabía que si llegaba a morir la conferencia se cancelaría.

Mientras conducía la vieja yegua en su ascensión hacia el valle, se estrujaba el cerebro para encontrar la manera de ponerse en contacto con Anatoly. Por supuesto que podía simplemente cambiar de rumbo, cabalgar hacia Rokha y entregarse a los rusos. En cuestión de instantes estaría en presencia de Anatoly siempre que no le pegaran un tiro en cuanto lo vieran. Pero entonces Jane se daría cuenta de lo que había hecho y se lo diría a Ellis, y Ellis modificaría el lugar y la fecha de la conferencia.

De alguna manera tendría que enviarle una carta a Anatoly. Pero, ¿quién se la entregaría?

Un constante flujo de personas atravesaba el valle camino a Charikar, la ciudad ocupada por los rusos que se encontraba a noventa o cien kilómetros de distancia, en el llano, o a Kabul, la ciudad capital, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Eran los granjeros de Nuristán que transportaban su mantequilla y sus quesos; comerciantes viajeros que vendían ollas y cacerolas; pastores que conducían pequeños rebaños de ovejas al mercado y familias nómadas en el trayecto de sus misteriosos viajes. Cualquiera de ellos podía ser sobornado para que llevara una carta a una oficina de correos, o simplemente para que la pusiera en manos de algún soldado ruso. Kabul se encontraba a tres días de viaje. Charikar, a dos. Koukha, donde había tropas rusas, aunque carecía de oficina de correos, quedaba solamente a un día de distancia. Jean-Pierre estaba bastante seguro de poder encontrar a alguien que aceptara el encargo. Por supuesto que siempre existía el riesgo de que la carta fuese abierta y leída, y en ese caso él sería descubierto, torturado y muerto. Tenía que correr el riesgo. Pero existía otro problema. Después de haber aceptado el dinero: ¿entregaría el mensajero la carta? No había nada que pudiera impedirle perderla en el camino. Jean-Pierre podía no enterarse nunca de lo sucedido. Ese plan era demasiado inseguro.

Todavía no había resuelto el problema al anochecer cuando llegó a Banda. Jane estaba en la azotea, gozando de la brisa de la tarde, con Chantal sobre sus rodillas. Jean-Pierre las saludó con la mano, entró en la casa y depositó el maletín sobre el mostrador de azulejos. Mientras lo vaciaba vio de repente las píldoras de diamorfina y comprendió que había una persona a quien podría confiar la carta que escribiría a Anatoly.

Buscó un lápiz en el maletín. Tomó el papel en que venía envuelto el algodón y cortó un gran rectángulo: en el valle no había papel para escribir. Escribió en francés.

Para el coronel Anatoly de la K.G.B..

Sonaba extrañamente melodramático, pero no sabía de qué otra manera encabezar la carta. No conocía el nombre completo de Anatoly, y tampoco su dirección.

Continuó escribiendo:

Masud ha convocado una reunión de líderes rebeldes. El encuentro se efectuará dentro de ocho días, el jueves 27 de altar, en Darg, el pueblo al sur de Banda. Probablemente esa noche todos dormirán en la mezquita y permanecerán juntos el viernes, sagrado para ellos, La conferencia ha sido organizada por un agente de la CÍA a quien yo conozco por el nombre de Ellis Thaler que llegó al valle hace una semana.

¡Esta es nuestra oportunidad!

Agregó la fecha y firmó Simplex.

No tenía sobre, y tampoco había visto uno desde que abandonó Europa. Se preguntó cuál sería la mejor manera de cerrar la carta. Al mirar a su alrededor vio la caja de envases plásticos para entregar tabletas a los pacientes. Estos traían etiquetas autoadhesivas que Jean-Pierre nunca utilizaba porque no sabía escribir en caracteres persas. Enrolló el papel escrito para convertirlo en un cilindro y lo metió en uno de los envases.

Se preguntó cómo dirigirlo. En algún lugar del camino el paquete caería en manos de algún ruso. Jean-Pierre imaginó a un empleado ansioso y con gafas en una fría oficina, o tal vez a algún estúpido centinela junto a la alambrada. Sin duda el arte del contrabando estaría bien desarrollado en el ejército ruso como lo estaba en el francés en la época en que Jean-Pierre realizó su servicio militar. Consideró cómo podría lograr que el envase pareciera lo suficientemente importante como para merecer ser entregado a un oficial superior. No tenía sentido escribir Importante o K.G.B., o algo en francés, inglés y ni siquiera en dari, porque el soldado no sabría leer la escritura europea o persa. Y Jean-Pierre por su parte no sabía escribir en caracteres rusos. Resultaba irónico que la mujer que estaba en la azotea, y cuya voz oía en ese momento entonando una canción de cuna, hablara el ruso con fluidez, y de haberlo querido podría haberle indicado cómo escribir cualquier cosa. Por fin escribió Anatoly-K.G.B. en letras europeas, pegó la etiqueta en el envase y después lo colocó en una caja vacía que tenía escrita la palabra ¡Veneno! en quince idiomas y tres símbolos internacionales. Ató la caja con un bramante.

Moviéndose con rapidez, volvió a colocarlo todo en su maletín y reemplazó el instrumental que había usado en Astana. Tomó un Puñado de tabletas de diamorfina y se las metió en el bolsillo de la camisa. Por fin envolvió la caja que decía ¡Veneno! en una toalla.

Salió de la casa.

—Voy hasta el río a lavarme —informó a Jane.

—Muy bien.

Atravesó rápidamente el pueblo, saludando apenas a una o dos personas a su paso, y se encaminó hacia los campos. Se sentía desbordante de optimismo. Su plan estaba sujeto a toda clase de riesgos, pero una vez más podía abrigar la esperanza de obtener un gran triunfo. Sorteó un campo de trébol que pertenecía al mullah y bajó por una serie de terrazas.

Aproximadamente a un kilómetro del pueblo, sobre un saliente rocoso de la montaña, se erguían los restos de una choza solitaria que había sido bombardeada. Ya oscurecía cuando Jean-Pierre se acercó. Caminó lentamente hacia allí, cuidando sus pasos en el terreno desigual y lamentando no haber llevado consigo una linterna.

Se detuvo ante el montón de escombros que en una época había sido la fachada de la casa. Pensó en la posibilidad de entrar, pero el mal olor y la oscuridad lo disuadieron.

—¡Eh! —llamó.

Una figura informe surgió del suelo a sus pies, y lo sobresaltó. Jean-Pierre dio un salto hacia atrás, lanzando una maldición.

El malang se puso en pie.

Jean-Pierre observó la cara esquelética y la barba enmarañada del loco. Una vez que recobró su compostura, le habló en dari.

—Que Dios sea contigo, hombre santo.

—Y contigo, doctor.

Jean-Pierre lo había sorprendido en un estado de ánimo coherente. Por suerte.

—¿Cómo está tu estómago?

El hombre hizo toda clase de gestos para expresar un dolor de estómago: como siempre, quería drogas. Jean-Pierre le entregó unas pastillas de diamorfina permitiéndole ver que tenía más, y después volvió a metérselas en el bolsillo.

El malang devoró su heroína.

—¡Quiero más! —dijo.

—Puedo darte más prometió Jean-Pierre—. Muchas más.

El loco extendió la mano.

—Pero a cambio tú tendrás que hacer algo por mí —exclamó Jean-Pierre.

El malang asintió ansiosamente.

—Tienes que ir hasta Charikar y entregar esto a algún soldado ruso.

Jean-Pierre se había decidido por Charikar, a pesar de la jornada extra de viaje que ésta significaba, porque temía que Rokha, que era una ciudad rebelde temporalmente ocupada por los rusos, posiblemente estuviera sumida en un estado de confusión, con lo cual el paquete podía perderse. En cambio Charikar se encontraba en territorio ruso permanente. Y se decidió por un soldado, en lugar de una oficina de correos, porque el malang tal vez no fuera capaz de comprar un sello y despachar el paquete.

Observó cuidadosamente la cara sucia del loco. Se había estado preguntando si el tipo llegaría a comprender sus instrucciones, a pesar de ser tan simples, pero al ver la expresión de temor que se pintaba en su rostro ante la mención de un soldado ruso, Jean-Pierre comprendió que había entendido perfectamente.

Ahora bien, ¿existía alguna manera en que Jean-Pierre pudiera asegurarse de que el malang había seguido sus instrucciones? El también podía tirar el paquete y regresar jurando que había llevado a cabo su tarea, porque si era lo bastante inteligente como para entender lo que tenía que hacer, también sería capaz de mentir al respecto.

A Jean-Pierre se le ocurrió una idea.

—Y compra un paquete de cigarrillos rusos —indicó.

El malang le tendió sus manos vacías.

—No tener dinero.

Jean-Pierre sabía que no tenía dinero. Le entregó cien afganis. Eso debería tranquilizarlo con respecto a que realmente iría a Charikar. ¿Existía alguna manera de obligarlo a entregar el paquete?

—Si haces lo que te pido, te daré todas las pastillas que quieras. Pero no me engañes, porque en ese caso me enteraré y nunca más te daré una sola pastilla y tu dolor de estómago será cada vez más fuerte y te hincharás y después explotarás como una granada y morirás en medio de horribles dolores. ¿Has comprendido?

—Sí.

Jean-Pierre lo miró fijamente a la débil luz del crepúsculo. El blanco de sus ojos de loco resplandecía. Parecía aterrorizado. Jean-Pierre le entregó el resto de las tabletas de diamorfina.

—Toma una cada mañana hasta que regreses a Banda. El asintió vigorosamente.

—Ahora vete y no trates de engañarme.

El hombre se volvió y empezó a correr por el sendero, con su andar extraño, parecido al de un animal. Al verlo desaparecer en la oscuridad, Jean-Pierre pensó: El futuro de este país está en tus inmundas manos, pobre loco. Que Dios te acompañe.

Una semana después, el malang aún no había regresado.

El miércoles, el día antes de la conferencia, Jean-Pierre estaba completamente angustiado. Se repetía a cada hora que el loco podría volver dentro de la hora siguiente. Y al finalizar cada día, se decía que regresaría al día siguiente.

Como para aumentar las preocupaciones de Jean—Pierre, la actividad de los aviones en el valle se había incrementado. Durante toda la semana los reactores pasaron rugiendo al ir a bombardear distintos pueblos. Banda tuvo suerte: allí sólo cayó una bomba que cayó en el campo de trébol del mullah, donde abrió un enorme cráter, pero el ruido constante y el peligro irritaban a todo el mundo. En el consultorio de Jean-Pierre la tensión produjo un previsible aumento de pacientes: síntomas de estrés; abortos; accidentes domésticos; vómitos inexplicables y dolores de cabeza. Los que sufrían de dolores de cabeza eran los niños. En Europa, Jean-Pierre les habría recomendado un tratamiento psiquiátrico. En cambio allí se los enviaba al mullah. Ni la psiquiatría ni el Islam podían hacerles demasiado bien, porque lo que dañaba a los chicos era la guerra.

Atendió mecánicamente a los pacientes de la mañana, haciendo sus preguntas de rutina en dari, anunciando su diagnóstico en francés a Jane, vendando heridas, poniendo inyecciones y entregando frasquitos de plástico que contenían tabletas o botellas de medicamentos coloreados. El malang debió de tardar dos días en llegar a Charikar. Se le podía conceder un día más para que se decidiera acercarse a un soldado ruso y después una noche para reponerse. De haber salido a la mañana siguiente, emplearía otros dos días en el viaje de regreso. Eso significaba que hacía dos días que ya debía estar allí. ¿Qué le habría sucedido? ¿Habría perdido el paquete y entonces no regresaba por temor? ¿Habría tomado todas las pastillas juntas, enfermándose? ¿Se habría caído en el maldito río, ahogándose? ¿Lo habrían utilizado los rusos como blanco para sus prácticas de tiro?

Jean-Pierre consultó su reloj de pulsera. Eran las diez y media.

Ahora el malang podía llegar en cualquier momento con el paquete de cigarrillos rusos como prueba de que había estado en Charikar.

Jean-Pierre se preguntó fugazmente cómo le explicaría a Jane el asunto de los cigarrillos, porque él no fumaba. Decidió que no hacía falta ninguna explicación para los actos de un loco.

Estaba vendando a un chiquillo del valle vecino que se había quemado una mano cuando oyó fuera pasos apresurados y el sonido de saludos, señal de que alguien había llegado. Jean-Pierre contuvo su ansiedad y siguió vendando la mano del chico. Al oír hablar a Jane miró a su alrededor, y para su inmensa desilusión comprobó que no se trataba del malang sino de dos desconocidos.

—Que Dios sea contigo doctor —dijo el primero de ellos.

—Y contigo —contestó Jean-Pierre. Y para impedir una larga retahíla de saludos, agregó—: ¿Qué sucede?

—Ha habido un bombardeo terrible en Skabun. ¡Hay muchos muertos y muchísimos heridos!

Jean-Pierre miró a Jane. Continuaba sin poder abandonar Banda sin su consentimiento, porque ella temía que de alguna manera se pusiera en contacto con los rusos. Pero era evidente que él no tenía nada que ver con esa llamada.

—¿Te parece que vaya? —preguntó en francés—. ¿O quieres ir tú?

En realidad él no tenía ganas de ir, porque probablemente tendría que pasar allí la noche y estaba desesperado por ver al malang.

Jane vaciló. Jean-Pierre sabía que estaba pensando que, de ir, tendría que llevar a Chantal.

Además, ella sabía que no era capaz de curar heridas graves.

—Tú decides —agregó Jean-Pierre.

—Ve tú —dijo ella.

—Muy bien —Skabun quedaba a un par de horas de camino. Si trabajaba con rapidez y no había demasiados heridos, conseguiría estar de vuelta al anochecer—. Trataré de volver esta noche —dijo en voz alta.

Ella se acercó y lo besó en la mejilla.

—Gracias —dijo.

Jean-Pierre revisó rápidamente su maletín: morfina, contra el dolor, penicilina para impedir que las heridas se infectaran, aguja e hilo para suturar, vendas en abundancia. Se puso una gorra y se echó una manta sobre los hombros.

—No llevaré a Maggie —informó—. Skabun queda cerca y el sendero es pésimo. —Besó de nuevo a su mujer y después se volvió hacia Los dos emisarios—. Vamos —dijo.

Descendieron hacia el río, lo cruzaron y después subieron la abrupta pendiente del lado opuesto. Jean-Pierre pensaba en los besos que le acababa de dar a Jane. Si su plan tenía éxito y los rusos mataban a Masud, ¿cómo reaccionaría ella? Sabría que él estaba detrás del asunto. Pero estaba convencido de que no lo traicionaría. ¿Seguiría amándolo? El la deseaba. Desde que estaban juntos él sufría cada vez menos las negras depresiones que antes lo asaltaban regularmente. Por el simple hecho de amarlo ella lo hacía sentirse bien. Y él deseaba eso. Pero también quería tener éxito en su misión. Supongo que debo desear más el éxito que la felicidad, y es por eso que estoy dispuesto a perder a Jane con tal de que maten Masud pensó.

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