Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Chantal gorjeó. Estaba despierta. Jane la sentó en su regazo sosteniéndole la cabeza para que se pudieran mirar frente a frente y empezó a conversar con ella, en parte utilizando sílabas sin sentido, en parte usando palabras reales. A Chantal eso le encantaba. Después de un rato, a Jane se le acabó la inspiración y empezó a cantar. En plena canción de cuna, fue interrumpida por una voz.
—¡Adelante! —gritó. Después se dirigió a Chantal—. Tenemos visitas todo el tiempo, ¿verdad? Es como vivir en la National Gallery, ¿no te parece?
Se abrochó la blusa para cubrir su desnudez. Entró Mohammed y preguntó en dari: —¿Dónde está Jean-Pierre?
—Fue a Skabun. ¿Puedo ayudar en algo? —¿Cuándo volverá?
—Supongo que mañana. ¿Me dirás cuál es el problema o piensas seguir hablando como un policía de Kabul?
El le sonrió. Cuando Jane era irrespetuosa con él la encontraba sensual, cosa que no era precisamente el efecto que ella buscaba.
—Alishan ha llegado con Masud. Quiere más píldoras.
—Ah, sí. —Alishan Karim era hermano del mullah y padecía una angina de pecho. Por cierto que no estaba dispuesto a abandonar sus actividades guerrilleras, así que Jean-Pierre lo abastecía de píldoras de trinitrín para que tomara una inmediatamente ante, de una batalla o de algún otro esfuerzo.
—Yo te daré algunas.
Se levantó y dejó a Chantal en brazos de Mohammed.
Mohammed aceptó automáticamente a la pequeña y después pareció avergonzado. Jane le sonrió y se dirigió a la habitación delantera. Encontró las píldoras en un estante, debajo del mostrador del tendero. Colocó alrededor de cien pastillas en un frasquito y después volvió a la salita. Chantal miraba fascinada a Mohammed. Jane se hizo cargo del bebé y le entregó las píldoras.
—Dile a Alishan que descanse más —aconsejó. Mohammed movió la cabeza.
—A mí no me tiene miedo —contestó—. Díselo tú.
Jane rió. Viniendo de un afgano, la broma resultaba casi feminista.
—¿Por qué fue Jean-Pierre a Skabun? —preguntó Mohammed. —Por que esta mañana bombardearon al pueblo.
—Eso no es verdad.
—Por supuesto que...
Jane se detuvo bruscamente.
Mohammed se encogió de hombros.
—Yo estuve allí todo el día con Masud. Debes de estar equivocada.
Ella trató de mantener una expresión imperturbable. —Sí. Debo de haber oído mal.
—Gracias por las pastillas —dijo Mohammed, saliendo.
Jane se sentó pesadamente sobre un banco. No había habido ningún bombardeo en Skabun. Jean-Pierre había ido a encontrarse con Anatoly. No comprendía demasiado bien cómo consiguió arreglar la entrevista, pero no le cabía la menor duda de que eso era lo que había sucedido.
¿Qué debía hacer?
Si Jean-Pierre estaba enterado de la reunión del día siguiente, y pudo informar a los rusos, ellos atacarían.
En un solo día podrían hacer desaparecer a todos los líderes de la Resistencia afgana.
Tenía que ver a Ellis.
Envolvió a Chantal en un chal porque el aire ya era algo más fresco, y se encaminó hacia la mezquita. Ellis estaba en el patio con el resto de los hombres, estudiando los mapas de Jean-Pierre con Masud, Mohammed y el individuo del parche en el ojo. Algunos guerrilleros se iban pasando una hookah, la pipa turca, otros comían. La miraron sorprendidos al verla entrar con la pequeña sobre la cadera.
—Ellis —dijo ella. El alzó la mirada—. Necesito hablar contigo. ¿Podrías salir un momento?
Ellis se levantó y ambos pasaron por debajo de la arcada y permanecieron frente a la mezquita.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¿ Jean-Pierre está enterado de esta reunión que tú has organizado con todos los líderes de la Resistencia?
—Sí; cuando Masud y yo hablamos del asunto por primera vez, él estaba presente, sacándome la bala de la nalga. ¿Por qué?
Jane sintió una enorme pesadez en el corazón. Su última esperanza era que Jean-Pierre pudiera no estar enterado. Ahora no le quedaba alternativa posible. Miró a su alrededor. No había nadie que los pudiera oír; y de todos modos estaban hablando en inglés.
—Tengo que decirte algo —informó—, pero quiero que me prometas que él no recibirá ningún daño.
El la miró fijo durante un instante.
—¡Oh, mierda! —exclamó, furioso—. ¡Trabaja para ellos, por supuesto! ¿Por qué no lo adiviné? ¡En París debe de haber llevado a esos hijos de puta a mi apartamento! ¡Y les ha estado dando informaciones sobre las caravanas, por eso perdieron tantas! ¡Ese bastardo! —De repente se detuvo y habló con más suavidad—. Debe de haber sido espantoso para ti.
—Sí —contestó ella.
No pudo resistirlo: los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a sollozar. Se sintió débil y tonta y avergonzada por su llanto, pero también sintió que se había sacado un enorme peso de encima.
Ellis rodeó con sus brazos a ella y a Chantal. —¡Pobrecita! —exclamó.
—Sí —sollozó Jane—. Fue espantoso. —¿Cuánto hace que lo sabes?
—Algunas semanas.
—¿Lo ignorabas cuando te casaste con él? —Sí.
—Los dos —concretó él—. Los dos te engañamos. —Sí.
—Te mezclaste con un grupo que no te merecía. —Sí.
Jane hundió el rostro en la camisa de Ellis y lloró sin disimular. Lloró por todas las mentiras y las traiciones, por el tiempo perdido y por el amor desperdiciado. Chantal también lloró. Ellis abrazó a Jane con fuerza y le acarició el pelo, hasta que ella dejó de temblar, empezó a calmarse y se limpió la nariz con la manga.
—Verás, yo le destrocé la radio —explicó—, y entonces creí que no tendría modo de ponerse en contacto con ellos; pero hoy vinieron a buscarlo para que fuese a Skabun a atender a los heridos del bombardeo, sólo que hoy no hubo ningún bombardeo en Skabun.
Mohammed salió de la mezquita. Ellis soltó a Jane con expresión incómoda.
—¿Qué sucede? —le preguntó a Mohammed en francés.
—Están discutiendo —contestó el—. Algunos dicen que el plan es bueno y que nos ayudará a vencer a los rusos. Otros preguntan por qué se considera que Masud es el único líder capaz y quién es Ellis Thaler para juzgar a los jefes afganos. Debes volver y hablar un poco más con ellos.
—Espera —contestó Ellis—. Me acabo de enterar de algo nuevo. Jane pensó: ¡Oh, Dios! Cuando se entere de esto, Mohammed matará a alguien.
—Ha habido una filtración.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mohammed amenazador.
Ellis vaciló, como si temiera decir lo que sabía, y después decidió que no le quedaba otra alternativa.
—Es posible que los rusos estén enterados de la conferencia. —¿Quién? —exigió saber Mohammed—, ¿Quién es el traidor? —Posiblemente el doctor, pero...
Mohammed se volvió hacia Jane.
—¿Desde cuándo estás enterada de esto?
—¡Me harás el favor de hablarme amablemente o te callarás la boca! —contestó ella, con agresividad.
—¡Un momento! —exclamó Ellis. Jane no estaba dispuesta a permitir que Mohammed le hablara en ese tono de voz acusatorio.
—Yo te advertí, ¿no es cierto? Te dije que cambiaras la ruta de la caravana. SALVE tu maldita vida, así que no me apuntes con tu dedo acusador.
La furia de Mohammed se evaporó y adquirió un aire contrito. —¿Así que por eso modificaron la ruta? —preguntó Ellis. Miró a Jane con algo parecido a la admiración.
—¿Y él dónde está ahora? —preguntó Mohammed.
—No estamos seguros —contestó Ellis.
—Cuando vuelva, debemos matarlo —dictaminó Mohammed.
—¡No! —exclamó Jane.
Ellis puso una mano sobre su hombro para calmarla y se dirigió a Mohammed:
—¿Matarías a un hombre que ha salvado la vida a tantos de tus camaradas?
Debe enfrentarse a la justicia —insistió Mohammed.
Mohammed había hablado de la posibilidad de que él volviera, y Jane se dio cuenta de que ella daba por sentado que su marido regresaría. No sería capaz de abandonarlas a ella y a su hijita.
Ellis seguía hablando.
—Si es un traidor y ha tenido éxito y se ha puesto en contacto con los rusos, no cabe duda que les ha informado acerca de la reunión de mañana. Sin duda atacarán y tratarán de apoderarse de Masud.
—Esto es muy grave —dictaminó Mohammed—. Masud debe irse inmediatamente. Será necesario cancelar la conferencia.
—No necesariamente —contestó Ellis—. Piensa. Podríamos convertir esto en algo que nos beneficie.
—¿Cómo?
—En realidad, cuanto más lo pienso, más me gusta. Es posible que termine siendo lo mejor que podría habernos sucedido.
Al amanecer evacuaron el pueblo de Darg. Los hombres de Masud fueron de casa en casa, despertando en forma tranquila a sus habitantes e informándoles que ese día el pueblo sería atacado por los rusos y que debían dirigirse valle arriba hacia Banda, llevando consigo únicamente sus posesiones más preciadas. A la salida del sol, una andrajosa hilera de mujeres, niños, ancianos y animales abandonaba el pueblo por el serpenteante camino de tierra que corría junto al río.
Darg era distinto a Banda. En Banda las casas se arracimaban en el extremo este de la planicie, donde el valle era más angosto y el terreno rocoso. En Darg todas las casas estaban amontonadas sobre una angosta saliente entre el pie de la montaña y la orilla del río. Frente a la mezquita había un puente y los campos se hallaban en la orilla opuesta del río.
Era un lugar excelente para una emboscada.
Masud pergeñó el plan durante la noche y ahora Mohammed y Alishan tomaban las disposiciones necesarias. Se movían por los alrededores con tranquila eficacia. Mohammed, alto, apuesto y con movimientos elegantes; Alishan de baja estatura y con aspecto temible, pero ambos dando instrucciones con voz tranquila, imitando el tono grave de su líder.
Mientras colocaban las cargas, Ellis se preguntaba si los rusos acudirían o no. Jean-Pierre no había vuelto, así que por lo visto había conseguido ponerse en contacto con sus jefes; y era casi inconcebible que pudiera resistir la tentación de intentar capturar o matar a Masud. Pero todo eso era algo circunstancial. Y si los rusos no atacaban, Ellis haría el papel de tonto, por haber instado a Masud a tender una trampa elaborada a una víctima que no se presentaba.
Los guerrilleros no sellarían un pacto con un imbécil. Pero si los rusos llegan a venir —pensó Ellis— y la emboscada da resultado, el aumento de su prestigio y el de Masud pueden ser suficientes para que el convenio se firme inmediatamente.
Trataba de no pensar en Jane. Cuando las rodeó a ella y a su hija con los brazos, y ella le humedeció la camisa con sus lágrimas, la pasión que anteriormente había despertado Jane en él volvió a renacer con todo su vigor. Fue como arrojar gasolina sobre una fogata. Deseó poder quedarse allí de pie eternamente, con los hombros angostos de la muchacha sacudiéndose bajo su brazo, y sintiendo su cabeza contra su pecho. ¡Pobre Jane! ¡Era tan sincera, y los hombres que estaban junto a ella tan traicioneros!
Arrastró la mecha detonante por el río y colocó el extremo en el lugar que él ocuparía luego, una pequeña casucha sobre la orilla, a ciento cincuenta metros de la mezquita, río arriba. Usó unas tenazas especiales para sujetar el detonador a la mecha, y después con un simple anillo de los que se utilizaban en el ejército para disparar cargas dio fin a su trabajo.
Aprobaba el plan de Masud. Ellis había enseñado la técnica de emboscadas y contraemboscadas en Fort Bragg durante un año, entre sus dos viajes a Asia, y ahora calificaría el plan de Masud con nueve puntos sobre una clasificación de diez. El punto que le faltaba para llegar a un máximo de diez lo constituía la imposibilidad de proporcionar una ruta de salida a sus tropas en el caso de que la lucha les fuera adversa. Por supuesto que Masud no consideraba que eso fuese un error.
A las nueve todo estaba listo y los guerrilleros prepararon el desayuno. Hasta eso formaba parte de la emboscada: todos podían ocupar su posición en cuestión de minutos, por no decir segundos, y entonces, visto desde el aire, el pueblo tendría un aspecto más natural, como si los pobladores hubiesen corrido a ocultarse de los helicópteros, dejando atrás sus cacerolas, alfombras y fuegos, así que el comandante de las fuerzas rusas no tendría motivos para sospechar la existencia de una trampa.
Ellis comió un poco de pan y bebió varias tazas de té verde; después se instaló a esperar, mientras el sol se alzaba sobre lo alto del valle.
Siempre había que esperar muchas horas. Recordaba las esperas en Asia. En aquellos días, él fumaba muchas veces marihuana o consumía cocaína, y entonces la espera casi no importaba, porque la disfrutaba. Era gracioso que después de la guerra hubiera perdido todo interés por las drogas, pensó.
Suponía que atacarían esa misma tarde o a la mañana siguiente al amanecer. Si él fuera el comandante ruso, calcularía que los líderes rebeldes se habrían reunido el día anterior y se separarían al día siguiente, y atacaría en el último momento, para apresar a los que llegaran rezagados, pero no demasiado tarde para que ninguno de ellos se retirara.
A media mañana llegaron las armas pesadas: un par de Dashokas de 12,7 mm, ametralladoras antiaéreas, cada una de ellas arrastrada por el sendero sobre su correspondiente carrito de dos ruedas tirado por un guerrillero. Los seguía un burro cargado de cajas de balas perforadoras chinas 5—0.
Masud anunció que una de las ametralladoras estaría a cargo de Yussuf, el cantor, quien, de acuerdo con los rumores que corrían por el pueblo quizá se casara con Zahara, la amiga de Jane. La otra estaría a cargo de un guerrillero del valle de Pich, un tal Abdur, a quien Ellis no conocía. Se comentaba que Yussuf ya había derribado a tres helicópteros con su Kalashnikov. Ellis se mostraba escéptico al respecto: había pilotado helicópteros en Asia y le constaba que era casi imposible derribarlos con un rifle. Sin embargo, Yussuf explicó, con una sonrisa, que la treta consistía en colocarse por encima del blanco y disparar hacia abajo desde la ladera de una montaña, táctica que era imposible poner en práctica en Vietnam, donde el terreno era completamente distinto.
Y aunque ese día Yussuf tenía un arma mucho más poderosa, estaba decidido a utilizar la misma técnica. Las ametralladoras fueron desmontadas y luego entre dos hombres para cada una las trasladaron por los escalones cortados en el risco a lo alto de la colina que se erguía sobre el pueblo. Después subieron las municiones.