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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (32 page)

BOOK: El valle de los leones
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Los Hinds descendieron en picado. Uno se arrojó hacia Yussuf, giró y se alejó, pero recibió un disparo directo y estalló en llamas; entonces arremetió el segundo, con su lanzacohetes y su ametralladora disparando al mismo tiempo y Ellis pensó: ¡Yussuf no tiene ninguna posibilidad!, y entonces el segundo Hind pareció vacilar en el aire. Habría sido alcanzado por un disparo? De repente cayó y descendió unos diez metros. "Cuando el motor se detiene —les había enseñado el instructor de la escuela de vuelo— el helicóptero se deslizará como si fuese un piano de cola. En este caso, el aparato se estrelló contra el saliente, a pocos metros de donde se encontraba Yussuf; pero en ese momento el motor volvió a ponerse en marcha y, para sorpresa de Ellis, empezó a elevarse de nuevo. Es más duro que los malditos Huey —pensó el norteamericano—: no cabe duda de que los helicópteros han avanzado en los últimos diez años. El artillero no había dejado de disparar en todo el tiempo, pero en ese momento se detuvo. Ellis percibió el motivo y se le encogió el corazón. Una Dashoka cayó dando tumbos por el borde del risco en medio de un mar de elementos de camuflaje: arbustos, ramas. Fue seguida inmediatamente de un bulto fláccido de color barroso que era el cuerpo de Yussuf. En su caída, de cara al risco, rebotó contra una saliente a mitad del camino y se le cayó de la cabeza el redondo gorro chitralí. Instantes después desapareció del campo de visión de Ellis. Había estado a punto de ganar la batalla él solo; no recibiría medallas, pero su historia sería contada durante cientos de años junto a los fuegos encendidos en las heladas montañas de Afganistán.

Los rusos habían perdido cuatro de sus seis Fhnds, un Hip y alrededor de veinticinco hombres; pero los guerrilleros habían perdido sus dos armas pesadas y ahora no les quedaba defensa alguna cuando los Hinds restantes empezaran a atacar el pueblo. Ellis se ocultó dentro de su choza, deseando que no estuviera hecha de barro. El bombardeo había sido una táctica de ablandamiento: transcurridos un par de minutos, como obedeciendo una señal, los soldados rusos del campo de cebada se pusieron en pie y corrieron hacia el puente.

Este es el momento —pensó Ellis—. De una manera o de otra, éste será el fin.

Los guerrilleros del pueblo disparaban sobre las tropas rusas, pero los inhibía la cobertura aérea de los helicópteros y cayeron pocos rusos. En ese momento casi todos los soldados rusos estaban de pie, ochenta o noventa hombres que disparaban ciegamente mientras corrían hacia el puente. Gritaban entusiasmados, alentados por la debilidad de la defensa enemiga. A medida que los rusos iban llegando al puente, los tiros de los guerrilleros fueron siendo más certeros, y cayeron varios enemigos más, pero no los suficientes como para detener la carga. Segundos más tarde los primeros habían logrado cruzar el río y buscaban refugio entre las casas del pueblo.

Había alrededor de sesenta hombres sobre el puente o cerca de él, en el mismo momento en que Ellis oprimió el detonador. El antiguo puente de piedra voló por los aires, como si se tratara de un volcán.

Ellis había colocado cargas para matar, no para efectuar una mera demolición, y la explosión lanzó trozos mortíferos de piedra, como si fuese el disparo de un gigantesco cañón, que cayó sobre todos los hombres que estaban sobre el puente y sobre muchos de los que todavía se encontraban en el campo de cebada. Mientras los escombros llovían sobre el pueblo, Ellis se refugió en las profundidades de su choza. Cuando la lluvia de escombros se detuvo, se asomó.

Donde antes se encontraba el puente no quedaba más que un montón de piedras y de cuerpos en un revoltijo siniestro. También se habían desplomado parte de la mezquita y dos de las casas del pueblo. Y los rusos estaban en franca retirada.

Mientras él observaba, los veinte o treinta soldados que todavía seguían vivos, montaban apresuradamente por las puertas abiertas de los Hips. Ellis no los culpaba. Si permanecían en el campo de cebada, sin tener donde refugiarse, los guerrilleros que ocupaban posiciones ventajosas en el pueblo los irían derribando uno por uno. Y si trataban de cruzar el río, los atravesarían en el agua como peces en un barril.

Segundos más tarde los tres Hips sobrevivientes levantaron vuelo para unirse a los Hinds que sobrevolaban el pueblo y entonces, sin disparar un solo tiro a modo de despedida, los helicópteros se elevaron por lo alto del risco y desaparecieron.

Cuando el sonido de los motores se fue esfumando, Ellis percibió otro ruido. Después de un momento comprendió que eran las aclamaciones de los guerrilleros. Vencimos —pensó—. ¡Diablos, vencimos! Y él también empezó a vitorear.

Capítulo 13

—¿Y adónde han ido los guerrilleros?. —preguntó Jane.

—Se dispersaron —contestó Ellis—. Esa es la táctica de Masud.

Desaparece en las montañas sin darles tiempo a los rusos a respirar. Es probable que vuelvan con refuerzos —en este mismo momento pueden estar en Darg—, pero no encontrarán con quién luchar. Todos los guerrilleros, salvo estos pocos, se han ido.

En la clínica de Jane había siete hombres heridos. Ninguno de ellos moriría. También atendió a otros doce con heridas de menor importancia, que siguieron su camino. Sólo dos guerrilleros habían muerto en el campo de batalla y por un descorazonante golpe de mala suerte, uno de ellos fue Yussuf. Zahara volvía a estar de luto, y de nuevo por culpa de Jean-Pierre.

A pesar de la euforia de Ellis, Jane estaba deprimida. No debo seguir cavilando —pensó—. Jean-Pierre se ha ido y no volver, y no tiene sentido que me amargue. Tengo que empezar a pensar de una manera positiva. Tengo que interesarme en la vida de los demás. —¿Y qué pasó con tu conferencia? —le preguntó a Ellis—. Si todos los guerrilleros se han ido.

—Estuvieron todos de acuerdo —contestó Ellis—. Después del éxito que tuvo la emboscada estaban todos tan eufóricos que habrían estado dispuestos a decir que sí a cualquier cosa. De alguna manera la emboscada demostró lo que algunos de ellos dudaban: que Masud es un líder brillante y que uniéndose bajo su mando puede lograr grandes victorias. También estableció mis credenciales de macho
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, cosa que me ayudó.

—Así que has triunfado.

—Sí, hasta tengo un tratado firmado por todos los líderes rebeldes y atestiguado por el mullah.

—Debes de sentirte orgulloso.

Alargó la mano para apretarle el brazo y en seguida la retiró con rapidez. Se alegraba tanto de que él estuviese allí para ayudarla a no sentirse sola que se sentía culpable por haber estado enojada con él durante tanto tiempo. Pero temía darle la accidental y errónea impresión de que todavía le importaba como antes, cosa que le resultaría incómoda.

Se volvió y recorrió con la mirada el interior de la cueva. Las vendas y las jeringas estaban en sus cajas y los medicamentos en el maletín. Los guerrilleros heridos estaban cómodos, tendidos sobre alfombras o mantas. Se quedarían a pasar la noche en la cueva, ya que era demasiado difícil llevarlos a todos al pueblo, montaña abajo. Tenían agua y un poco de pan y dos o tres de ellos estaban lo suficientemente bien como para levantarse y preparar el té. Mousa, el hijo de Mohammed, el que había perdido una mano, permanecía sentado en cuclillas a la entrada de la cueva, enfrascado en un misterioso juego en la tierra polvorienta con el cuchillo regalado por su padre: él se quedaría a acompañar a los heridos y en el caso poco probable de que alguno de ellos necesitara atención médica durante la noche, el muchacho correría al pueblo a buscar a Jane.

Todo estaba en orden. Jane les dio las buenas noches, acarició la cabeza de Mousa y salió. Ellis la siguió. Jane sintió un poco de frío en la brisa de la tarde. Era la primera señal del fin del verano, Ella alzó la mirada hacia las cimas distantes del Hindu Kush, desde donde llegaría el invierno. A la luz del crepúsculo los picos nevados adquirían un tono rosado. Ese era un hermoso país, cosa demasiado fácil de olvidar, especialmente en días de tanto trabajo. A pesar de las ganas que tengo de volver a casa, me alegro de haber conocido este lugar, pensó Jane.

Bajó el monte, con Ellis a su lado. De vez en cuando lo miraba de reojo. A la luz del crepúsculo su rostro parecía bronceado y áspero. Se dio cuenta de que probablemente él no hubiera dormido demasiado la noche anterior.

—Pareces cansado —comentó.

—Hacía mucho tiempo que no participaba en una verdadera batalla —contestó él—. La paz nos ablanda.

Lo dijo con mucha naturalidad. Por lo menos no se regodeaba en la matanza, como los afganos. Le contó el hecho concreto de que había hecho volar el puente de Darg, pero uno de los guerrilleros heridos le suministró todos los detalles, explicando que la exactitud del momento de la explosión había cambiado el curso de la batalla, y describiéndole gráficamente la carnicería que se había producido.

En el pueblo de Banda reinaba un clima de festejos. Hombres y mujeres permanecían conversando animadamente en grupos, en lugar de retirarse como siempre a los patios de sus casas. Los chicos inventaban ruidosos juegos de guerra, en los que tendían trampas a los rusos, imitando a sus hermanos mayores. En alguna parte, un hombre cantaba al compás de un tambor. Sólo pensar en pasar la noche sola le resultó de repente insoportable a Jane, y presa de un impulso le propuso a Ellis:

—¿Por qué no vienes a tomar el té conmigo? Siempre que no te importe que amamante a Chantal.

—Me encantaría —contestó él.

Cuando llegaron a la casa la pequeña estaba llorando y, como siempre, el cuerpo de Jane respondió al estímulo y de uno de sus pechos surgieron unas repentinas gotas de leche.

—Siéntate y Fara te traerá té —dijo ella apresuradamente.

Después corrió a la otra habitación antes de que Ellis viera la embarazosa mancha de su blusa.

Se desabrochó los botones con rapidez y tomó en brazos a la pequeña. Sintió los habituales instantes de pánico ciego mientras Chantal buscaba el pezón y en seguida su hija empezó a chupar, primero con fuerza dolorosa y después con mayor suavidad. A Jane la ponía incómoda la posibilidad de volver al otro cuarto. No seas tonta —se dijo—; se lo preguntaste y él dijo que estaba bien, y de cualquier manera, en otra época prácticamente pasabas todas las noches en su cama. Pero de todos modos sintió que se ruborizaba un poco al entrar en la otra habitación.

Ellis estaba examinando los mapas de Jean-Pierre.

—Esta fue su jugarreta más inteligente —comentó—. Conocía todas las rutas de las caravanas porque Mohammed siempre utilizaba sus mapas. —La miró, y al ver su expresión agregó apresuradamente—: Pero no hablemos de eso. ¿Qué piensas hacer ahora?

Jane se sentó sobre el almohadón, con la espalda apoyada contra la pared, su postura favorita para amamantar a Chantal. Ellis no parecía incómodo por su pecho desnudo, y ella empezó a sentirse más a sus anchas.

—Tendré que esperar —contestó—. En cuanto se abra la ruta a Pakistán y empiecen a viajar las caravanas, volveré a casa. ¿Y tú?

—Lo mismo. Mi trabajo aquí ha terminado. Por supuesto que será necesario supervisar el trabajo, pero la Agencia tiene gente en Pakistán que puede encargarse de eso.

Llegó Fara con el té. Jane se preguntó cuál sería la próxima tarea de Ellis: ¿planear un golpe en Nicaragua, chantajear a un diplomático soviético en Washington o tal vez asesinar a algún comunista africano. Mientras fueron amantes ella lo había interrogado acerca de su estancia en Vietnam, y él le había dicho que todo el mundo suponía que quería evitar el reclutamiento, pero que como él era un hijo de puta que siempre hacía lo contrario de lo que se esperaba, fue a Vietnam.

Jane no estaba segura de creer en esa explicación, pero aún en el caso de que fuese cierta, no se explicaba por qué había seguido en esa línea de trabajo tan violenta después de salir del ejército.

—¿Te dedicarás a planear maravillosas y sutiles maneras de matar a Castro?

—Se supone que la Agencia no debe cometer asesinatos —contestó él.

—Pero los comete.

—Existe un elemento lunático que nos da muy mala fama. Desgraciadamente, los presidentes no resisten la tentación de jugar a los agentes secretos, y eso alienta a la facción de locos.

—¿Y por qué no les das la espalda de una vez y te unes a la raza humana?

—Mira, Norteamérica está llena de gente que cree que, aparte del nuestro, hay otros países que tienen el derecho de ser urbes, pero pertenecen al tipo de gente que les da la espalda. En consecuencia, la Agencia emplea a demasiados psicópatas y a muy pocos ciudadanos decentes y compasivos. Después, cuando por un capricho del presidente, la Agencia provoca el derrocamiento de un gobierno extranjero, todos se preguntan cómo es posible que eso suceda. Y la respuesta es que sucede porque ellos lo permiten. Mi país es una democracia, así que cuando las cosas no están bien, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo, y si hay que poner las cosas en su lugar lo tengo que hacer yo porque es mi responsabilidad.

Jane no estaba convencida.

—¿Dirías que la manera de reformar a la K.G.B. es unirte a ellos?

—No, porque en última instancia la K.G.B. no está controlada por el pueblo. En cambio la Agencia, sí.

—No es tan simple controlarla —contestó Jane—. La CÍA le miente al pueblo. Es imposible controlarlos si uno no tiene manera de saber lo que están haciendo.

—Pero en definitiva se trata de nuestra Agencia de Inteligencia y de nuestra responsabilidad.

—Podrías trabajar para abolirla, en lugar de unirte a ella.

—Pero lo cierto es que necesitamos una agencia central de inteligencia. Vivimos en un mundo hostil y necesitamos información acerca de nuestros enemigos.

Jane suspiró.

—Pero mira adonde nos lleva —contestó—. Estás planeando enviar más y mejores armamentos a Masud para que él pueda matar mayor cantidad de gente y con más rapidez. Y eso es lo que siempre termináis haciendo.

—No es para que pueda matar más gente y con mayor rapidez protestó Ellis—. Los afganos luchan por su libertad, están luchando contra un puñado de asesinos.

—Están luchando todos por su libertad —interrumpió Jane—. La O.L.P., los exiliados cubanos, el Ira, los blancos sudafricanos y el Ejército Libre de Gales.

—Algunos tienen razón y otros no. —¿Y la CÍA conoce la diferencia? —Debería conocerla.

—Pero la desconoce. ¿Por la libertad de quién lucha Masud? —Por la libertad de todos los afganos. —¡Eso no es más que basura! —exclamó Jane con furia—. Masud es un musulmán fundamentalista, y si alguna vez llega al poder, lo primero que hará será caer sobre las mujeres. jamás les permitirá votar, les quiere quitar los pocos derechos que ya tienen. ¿Y cómo crees que tratará a sus oponentes, dado que su héroe político es el ayatolah Jomeini? ¿Los científicos y los profesores gozarán de libertad académica? ¿Los homosexuales, los hombres y mujeres, gozarán de libertad sexual? ¿Qué sucederá con los hindúes, con los budistas, con la confraternidad de Plymouth?

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