Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—¿Y qué pretendes que haga? —preguntó Ellis.
—Quiero utilizar tu cerebro. ¿Existe alguna manera en que un agente secreto pueda promover una alianza entre las diferentes tribus afganas?
—Supongo que sí —contestó Ellis, justo en el momento en que llegó la comida, interrumpiendo la conversación y proporcionándole algunos instantes para pensar. Cuando el mozo se alejó, continuó hablando—. Sería posible, siempre que hubiera algo que ellos necesitaran y que nosotros les proporcionásemos, Y supongo que lo que necesitan son armas.
—Así es. —Winderman empezó a comer, vacilante, como un hombre que padece de una úlcera. Volvió a hablar entre bocado y bocado—. Por el momento compran sus armas al otro lado de la frontera, en Pakistán. Allí lo único que consiguen son copias de rifles victorianos ingleses, y de no ser copias, reciben los genuinos y malditos rifles que tienen cien años y aún siguen disparando. También les roban los Kalashnikovs a los soldados rusos muertos. Pero están desesperados por obtener artillería ligera: armas antiaéreas y misiles manuales tierra-aire, para poder derribar aviones y helicópteros.
—¿Y estamos dispuestos a proporcionarles esas armas?
—Sí. Aunque no directamente. Mantendríamos oculta nuestra participación enviándolas a través de intermediarios. Pero eso no es problema. Podemos valernos de los sauditas.
—Muy bien. —Ellis tragó un bocado de langosta. Estaba deliciosa—. Permíteme que te diga lo que considero que debe ser el primer paso. En cada grupo guerrillero necesitamos un núcleo de hombres que conozcan, comprendan y confíen en Masud. Ese núcleo se convertirá entonces en el grupo de unión para toda comunicación con Masud. Poco a poco irán definiendo sus papeles: primero intercambio de informaciones, después cooperación mutua y por fin planes de batalla coordinados.
—Parece sensato. ¿Y cómo se llevaría a cabo?
—Yo haría que Masud organizara un plan de entrenamiento en el Valle de los Cinco Leones. Cada uno de los grupos rebeldes enviaría unos cuantos jóvenes para luchar junto a Masud durante un tiempo y aprender los métodos que lo hacen triunfar. También aprenderían a respetarlo y a confiar en él, siempre y cuando sea un líder tan bueno como dices.
Winderman asintió con aire pensativo.
—Ese tipo de propuesta puede resultar aceptable para los jefes tribales que rechazarían cualquier tipo de plan que los obligase a aceptar órdenes de Masud.
—¿Existe algún líder rival en particular cuya cooperación resulte esencial para cualquier alianza?
—Sí. En realidad son dos: Jahan Kamil y Amal Azizi, ambos pushtuns.
—Entonces yo enviaría un agente secreto con el propósito de conseguir que los dos se sienten a una mesa de negociaciones con Masud. Cuando ese agente regresara con un tratado con las tres firmas, les enviaríamos el primer cargamento de misiles. El resto de los envíos dependería del desarrollo del programa de entrenamiento.
Winderman depositó el tenedor en su plato y encendió un cigarrillo. Decididamente tiene una úlcera, pensó Ellis.
—Eso es exactamente lo que yo pensaba proponer —aprobó Winderman. Ellis veía que ya estaba pensando cómo se las arreglaría para hacer pasar el plan como propio. Mañana podrá decir: Planeamos el asunto durante el almuerzo y en su informe por escrito se leerá: Agentes secretos especializados aseguran que mi plan es viable.
—¿Cuáles son los riesgos? —preguntó.
Ellis meditó.
—Si los rusos se llegaran a apoderar del agente de la CÍA, obtendrían una propaganda de considerable valor de todo este plan. Por el momento tienen lo que la Casa Blanca llamaría un problema de imagen en Afganistán. A sus aliados del Tercer Mundo no les cae bien que hayan invadido un país pequeño y primitivo. Sus amigos musulmanes, en particular, tienden a simpatizar con los rebeldes. Ahora, los rusos sostienen que los así llamados rebeldes no son más que bandidos, financiados y armados por la CÍA. Les fascinaría poder probarlo apoderándose de un verdadero agente suyo con vida, justamente allí en el país, y sometiéndolo a juicio. En términos de política global, me imagino que eso nos podría perjudicar muchísimo.
—¿Y qué posibilidades hay de que los rusos puedan apoderarse de nuestro hombre?
—Muy pocas. Si no consiguen apoderarse de Masud, ¿por qué van a apoderarse de un agente secreto, enviado para entrevistarse con Masud?
—Muy bien —dijo Winderman, apagando su cigarrillo—. Quiero que tú seas ese agente.
Esto tomó a Ellis por sorpresa. Comprendió que debía haberlo intuido, pero se encontraba demasiado enfrascado estudiando el asunto.
—Ya no me ocupo de esos asuntos —explicó, pero lo dijo con voz pastosa y sin poder dejar de pensar: Vería a Jane. ¡Vería a Jane!
—Hablé por teléfono con tu jefe —explicó Winderman—. En su opinión este trabajo en Afganistán podría tentarte a volver al trabajo activo.
Así que se trataba de una trampa. La Casa Blanca quería obtener un triunfo resonante en Afganistán y por ello le pidió a la CÍA que les prestara un agente. La CÍA quería que Ellis reanudara el trabajo activo, así que le dijeron a la Casa Blanca que le ofrecieran esa misión, sabiendo o sospechando que la perspectiva de volver a encontrarse con Jane le resultaría irresistible.
Ellis odiaba sentirse manejado.
Pero quería ir al Valle de los Cinco Leones.
Se produjo un largo silencio. Por fin Winderman se decidió a romperlo.
—Y bien, ¿lo harás? —preguntó con impaciencia.
—Lo pensaré —contestó Ellis.
El padre de Ellis eructó suavemente, pidió disculpas y agregó:
—¡Estaba riquísimo!
Ellis apartó su plato de pastel de cerezas y crema batida. Por primera vez en su vida tenía que controlar su peso.
—Estaba riquísimo, mamá, pero no puedo comer más —dijo con aire contrito.
—Nadie come como antes —se quejó ella. Se puso en pie y empezó a quitar la mesa—. Es porque van en coche a todas partes.
El padre empujó su silla hacia atrás.
—Tengo que revisar algunas cuentas.
—¿
Todavía
no tienes contable? —preguntó Ellis.
—Nadie cuida tan bien el dinero que gana como uno mismo —replicó su padre—. Ya lo descubrirás si alguna vez ganas una cifra que valga la pena.
Abandonó la habitación encaminándose a su despacho.
Ellis ayudó a su madre a quitar la mesa. La familia se había mudado a esa casa de cuatro dormitorios en Tea Neck. New Jersey, cuando Ellis tenía trece años, pero él recordaba ese día como si fuese ayer. Literalmente hacía años que esperaban que llegara ese día. Su padre construyó la casa, al principio con sus propias manos, después utilizando empleados de su creciente empresa de construcciones, pero continuando siempre los trabajos durante periodos de poca actividad e interrumpiéndolos cuando había mucho trabajo. Al mudarse todavía no estaba realmente concluida: la calefacción no funcionaba, no había armarios en la cocina y no estaba pintada. Al día siguiente tuvieron agua caliente sólo porque la madre de Ellis amenazó con que en caso contrario se divorciaría. Pero con el tiempo la casa se terminó y Ellis y sus hermanos y hermanas tuvieron allí lugar más que suficiente para crecer. Ahora era demasiado grande para su madre y su padre, pero él esperaba que la conservaran. Era un lugar con buenos recuerdos.
Cuando terminaron de llenar el lavavajillas, Ellis dijo: —¿Mamá, recuerdas la maleta que dejé cuando volví de Asia?
—Por supuesto. Está en el armario del dormitorio pequeño.
—Gracias. Tengo ganas de revisarla.
—Ve, entonces. Yo terminaré aquí.
Ellis subió la escalera y se dirigió al dormitorio pequeño que estaba en el piso alto. Rara vez se usaba, y la cama estaba rodeada de un par de sillas rotas, un viejo sofá y cuatro o cinco cajas de cartón que contenían libros y juguetes infantiles. Ellis abrió el armario y sacó una pequeña maleta de plástico negro. La colocó sobre la cama, hizo girar la cerradura de combinación y la abrió. De ella surgió un fuerte olor a humedad: hacía diez años que no se abría. Todo estaba allí: las medallas, las dos balas que le habían extraído del cuerpo, el Manual de Campo del Ejército Fm 5—31, titulado Cazabobos; una fotografía suya de pie junto a un helicóptero, su primer Huey, sonriente y con aspecto juvenil y (¡oh, mierda¡) delgado; una nota de Frankie Amalfi que decía: Para el bastardo que me robó la pierna, una broma valiente, porque Ellis desató con suavidad los cordones de la bota de Frankie, y después tiró de ella para sacársela y junto con la bota se le desprendió el pie y la mitad de la pierna, amputada a la altura de la rodilla por la hélice de un motor; el reloj de Jimmy Jones, detenido para siempre a las cinco y media Quédatelo tú, hijo —le dijo el padre de Jimmy entre las brumas del alcohol—, porque fuiste su amigo, y eso es mucho más de lo que fui yo, y el diario.
Hojeó las páginas. Sólo tenía que leer unas cuantas palabras para recordar un día entero, una semana, una batalla, El diario comenzaba alegremente y transmitía una sensación de aventura y él se mostraba muy consciente de sí mismo; y poco a poco se iba notando su desilusión y se volvía sombrío, pesimista, desesperanzado y con el tiempo, suicida. Las frases tristes le recordaban vívidas escenas: los malditos arvins se negaban a abandonar el helicóptero, ¿si tienen tanto interés en ser rescatados de los comunistas por qué no luchan?, y más adelante: Supongo que el capitán Johnson siempre fue un valiente, ¡pero qué manera de morir! ¡por la granada lanzada por uno de sus propios hombres! Y después: Las mujeres tienen rifles ocultos bajo sus faldas y los niños granadas dentro de sus camisas, así 1 que ¿qué mierda se supone que debemos hacer, rendirnos? La última anotación decía: El problema de esta guerra es que estamos en el bando equivocado. Somos los malvados de la historia. Es por eso que los chicos tratan de evitar que los movilicen; es por eso que los vietnamitas se niegan a pelear; es por eso que matamos mujeres y niños; es por eso que los generales les mienten a los políticos y los políticos les mienten a los periodistas, y los diarios le mienten al público.
Después de eso sus pensamientos fueron demasiado sediciosos como para confiarlos a un papel, su culpa demasiado grande como para ser expiada con simples palabras. Tuvo la sensación de que tendría que pasar el resto de su vida pagando los males que había cometido en esa guerra. Y después de tantos años transcurridos, seguía sintiendo lo mismo. Cuando sumaba los asesinos que había encarcelado desde entonces, los secuestradores y los terroristas que había arrestado, todo le parecía nada si lo ponía en la balanza contra las toneladas de explosivos que había dejado caer, y los millares de balas que había disparado en Vietnam, Laos y Camboya.
Sabía que era irracional. Se dio cuenta de ello cuando regresó de París y reflexionó a fondo sobre la forma en que su trabajo había arruinado su vida. Decidió no seguir intentando redimir los pecados de Norteamérica. Pero esto, esto era distinto. Aquí se le presentaba la oportunidad de luchar por el hombre común, de luchar contra los generales mentirosos, los que abusaban del poder y los periodistas que cerraban los ojos; una posibilidad no sólo de luchar, no sólo de aportar una pequeña contribución, sino de hacer algo que estableciera una diferencia real, de cambiar el curso de una guerra, de alterar el destino de un país, y de impulsar la libertad en gran escala.
Y además estaba Jane.
La simple posibilidad de volver a verla había vuelto a despertar su pasión. Pocos días antes le había resultado posible pensar en ella y en el peligro que corría y después sacarse el pensamiento de la cabeza y volver a la página de la revista. Ahora ya casi no podía dejar de pensar en ella. Se preguntaba si tendría el pelo largo o corto, si estaría más gorda o más delgada, si se sentiría satisfecha con respecto a lo que estaba haciendo de su vida, si los afganos le tendrían simpatía, y, por encima de todo, si seguiría enamorada de Jean-Pierre. Sigue mi consejo —le dijo Gill—. ¡Búscala! ¡Inteligente consejo!
Por fin pensó en Petal. Lo intenté —se dijo para sus adentros—. Realmente lo intenté, y pienso que no lo hice del todo mal. Pero creo que fue un proyecto que desde el principio estuvo destinado al fracaso. Gill y Bernard le dan todo lo que ella necesita. No hay lugar para mí en su vida. Es feliz sin mí.
Cerró el diario y lo volvió a meter en la maleta. Después sacó un joyero pequeño y de poco valor. Dentro de él encontró un par de pendientes de oro, cada uno con una perla en el centro. La mujer a quien habían estado destinados, una muchacha de ojos rasgados y pechos pequeños que le enseñó que los tabúes no existían, había muerto antes de que él llegara a regalárselos. La asesinó un soldado borracho en un bar de Saigón. El no la amó: simplemente le tuvo cariño y le estaba agradecido. Los pendientes debían haber sido un regalo de despedida.
Del bolsillo de su chaqueta sacó una tarjeta en blanco y una pluma. Reflexionó un minuto y después escribió:
Para Petal:
Sí, puedes agujereártelas.
Con el amor de tu papaíto.
El agua del río de los Cinco Leones nunca era tibia, pero en ese aromático y refrescante atardecer, cuando llegaba a su fin aquel día polvoriento, cuando las mujeres bajaban a bañarse a su exclusivo trozo de orilla, Jane apretó los dientes para combatir el frío y se metió en el agua con las demás, levantándose el vestido centímetro a centímetro a medida que el río se iba haciendo más profundo, hasta que el agua le llegó a la cintura. Entonces comenzó a lavarse: después de larga práctica había llegado a dominar ese peculiar arte de las afganas de lavarse todo el cuerpo sin desvestirse.
Cuando terminó salió del río temblando y se quedó de pie cerca de Zahara, que se lavaba el pelo en un pozo, entre salpicaduras y resoplidos, mientras mantenía una alborotada conversación. Zahara metió la cabeza en el agua por última vez y después buscó la toalla. Miró a su alrededor, por la tierra arenosa, pero no la encontró.
—¿Dónde está mi toalla? —aulló—. ¡Yo la dejé en este agujero! ¿Quién me la robó?
Jane tomó la toalla que estaba a espaldas de Zahara.
—Aquí la tienes. La guardaste en un agujero equivocado.
—¡Eso es lo que dijo la mujer del mullah! —gritó Zahara y las demás se retorcieron de risa.
Las mujeres del pueblo ya aceptaban a Jane como a una de ellas. Los últimos vestigios de reserva o de cautela desaparecieron después del nacimiento de Chantal, cosa que pareció confirmarles que Jane era una mujer como cualquier otra. Las conversaciones que mantenían junto al río eran sorprendentemente sinceras: tal vez porque los niños quedaban al cuidado de sus hermanas mayores y sus abuelas, pero más probablemente a causa de Zahara. Su voz estridente, sus ojos relampagueantes y su risa ronca dominaban la escena. Sin duda era mucho más extrovertida allí, debido a la necesidad de reprimir su manera de ser durante el resto del día. Poseía un vulgar sentido del humor que Jane no le conocía a ningún otro afgano, hombre o mujer, y muchas veces sus procaces comentarios y sus frases de doble sentido daban inicio a serias discusiones. En consecuencia, a veces Jane conseguía convertir las sesiones de baño de la tarde en una inesperada clase de educación sanitaria. Aunque a las mujeres de Banda les interesara más saber cómo asegurarse el embarazo que aprender a evitarlo, el tema más popular era el control de la natalidad. Sin embargo, la idea que Jane trataba de promover encontraba algunas simpatizantes: una mujer tenía más posibilidades de alimentar y cuidar a sus hijos si entre el nacimiento de uno y otro mediaban dos años en lugar de doce o quince meses. El día anterior habían conversado acerca de los ciclos mensuales y resultó claro que las afganas creían que sus épocas de fertilidad eran las inmediatamente anteriores y posteriores del período menstrual. Jane les explicó, en cambio, que el período fértil iba del día doceavo al dieciséis y por lo visto lo aceptaron, pero Jane tenía la desconcertante sospecha de que creían que la equivocada era ella y eran demasiado bien educadas como para decírselo.