Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Debe tener una radio. Y si tiene una radio, ¿yo qué puedo hacer? Se la puedo quitar.
Acostó a Chantal en su cama y revisó cuidadosamente la casa. Fue a la habitación delantera. Allí, sobre el mostrador de azulejos, en el centro de lo que había sido la tienda, estaba el maletín de Jean-Pierre.
Era el lugar más obvio. A nadie se le permitía abrir ese maletín, salvo a Jane, y ella nunca tenía necesidad de hacerlo.
Abrió el cierre y revisó el contenido, sacando las cosas una por una.
Allí no había ninguna radio.
No iba a ser tan fácil.
Debe tener una —pensó—, y yo tengo que encontrarla, porque si no, Ellis lo matará o él matará a Ellis.
Decidió revisar la casa.
Repasó a fondo los estantes de los medicamentos, mirando todas las cajas y paquetes cuyos sellos habían sido rotos. Trabajaba apresuradamente por temor a que él volviera antes de que hubiera acabado.
No encontró nada.
Después fue al dormitorio. En primer lugar revisó toda la ropa de su marido, después buscó entre las mantas y los abrigos de invierno que estaban guardados en un rincón. Nada. Moviéndose cada vez con mayor rapidez, se dirigió a la salita y miró frenéticamente a su alrededor en busca de posibles escondrijos. ¡El arcón de los mapas! Lo abrió. No contenía más que mapas. Cerró la tapa de un golpe. Chantal se movió pero no lloró a pesar de que era casi hora de darle el pecho. ¡Gracias a Dios que eres una niña buena!, pensó Jane. Miró detrás del armario de los comestibles y levantó la alfombra del suelo por si encontraba algún agujero escondido.
Nada.
Pero tenía que estar en alguna parte. Le parecía imposible que él corriera el riesgo de esconderla fuera de la casa, porque allí se vería sometido al peligro de que alguien la encontrara accidentalmente.
Volvió a la tienda. Si lograba encontrar la radio, todo estaría bien. A Jean-Pierre no le quedaría otra opción que darse por vencido.
Su maletín era sin duda el lugar más propicio, porque lo llevaba consigo a todas partes. Lo levantó. Le pareció pesado. Una vez más, lo palpó por dentro. La base era muy gruesa.
De repente se le ocurrió una idea.
El maletín podía tener un doble fondo.
Recorrió el fondo con los dedos. Debe de estar aquí —pensó—. Tiene que estar aquí.
Empujó hacia abajo el costado del fondo y después lo levantó.
Se desprendió con facilidad.
Miró dentro con el corazón encogido.
Allí, en el compartimiento oculto, había una caja de plástico negro. La sacó.
Esta es la clave —pensó—. Los llama con esta pequeña radio. Pero, ¿por qué se encuentra además con ellos?
Tal vez no les pudiera informar todos los datos secretos por radio, por temor de que alguien los escuchara. Tal vez esta radio sólo servía para combinar los encuentros y para casos de emergencias. Como en los casos en que le resulta imposible abandonar el pueblo.
Oyó que se abría la puerta trasera de la casa, Aterrorizada, dejó caer la radio al suelo y se volvió con rapidez hacia la sala de estar. Era Fara con una escoba.
—¡Oh, Dios! —exclamó en voz alta.
Se volvió, con el corazón galopándole en el pecho.
Tenía que librarse de esa radio antes de que Jean-Pierre regresara.
Pero, ¿cómo? No podía tirarla; la encontrarían.
Era necesario destrozarla.
Pero, ¿con qué?
No tenía ningún martillo.
Con una piedra, entonces.
Salió corriendo de la sala, hacia el patio. El muro que lo rodeaba estaba hecho de piedras desparejas unidas por una mezcla arenosa. Estiró los brazos y trató de arrancar una de la hilada superior. Parecía firme. Probó con la siguiente y después lo intentó con la que seguía. La cuarta pareció un poco más floja. Tiró con todas sus fuerzas.
—¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó.
Tiró aún con más fuerza. La piedra áspera le hizo varios cortes en las manos. Pegó un tirón más fuerte y la piedra se desprendió. Ella saltó hacia atrás en el momento en que caía al suelo. Era aproximadamente del tamaño de un bote de judías. Justo la medida que necesitaba. La recogió con ambas manos y volvió apresuradamente a la casa.
Entró en la habitación delantera. Recogió del suelo el radiotransmisor y lo colocó sobre el mostrador de azulejos. Después levantó la piedra por encima de su cabeza y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre la radio.
La caja de plástico se agrietó.
Tendría que golpearla con más fuerza.
Volvió a levantar la piedra y de nuevo la dejó caer. Esta vez la caja se rompió, dejando el interior del aparato al descubierto. Jane vio un circuito impreso, el cono de un micrófono y un par de pilas con inscripciones en ruso. Sacó las pilas, las arrojó al suelo y entonces empezó a destrozar el mecanismo de la radio.
De repente alguien la tomó de los hombros y oyó que Jean-Pierre gritaba:
—¿Qué estás haciendo?
Ella luchó por deshacerse de él, lo consiguió por un instante y volvió a golpear la radio.
El la aferró por los hombros y la hizo a un lado. Ella tropezó y cayó al suelo.
Cayó mal y se torció la muñeca.
El tenía la mirada fija en la radio.
—¡Está destrozada! —exclamó—. ¡El daño es irreparable! —Le aferró la blusa y la obligó a ponerse de pie—. ¡No sabes lo que has hecho! —aulló.
En sus ojos había desesperación y furia ciega.
—¡Suéltame! —gritó ella. Jean-Pierre no tenía derecho a actuar así cuando era él quien le había mentido a ella—. ¿Cómo te atreves a ponerme las manos encima?
—¿Preguntas que cómo me atrevo?
Soltó la camisa de su mujer, alzó el brazo y le propinó un fuerte puñetazo. El golpe la alcanzó en pleno abdomen. Durante la fracción de un segundo permaneció simplemente paralizada por la sorpresa; entonces llegó el dolor, desde sus entrañas todavía sensibles después del parto de Chantal, y Jane lanzó un grito y se inclinó, aferrándose el vientre con las manos.
Había cerrado los ojos con fuerza, así que no vio venir el segundo golpe. Esta vez le pegó en plena boca. Ella gritó. Apenas podía creer que él estuviera haciendo eso. Abrió los ojos y lo miró, aterrorizada ante la posibilidad de que él volviera a pegarle.
—¿Que cómo me atrevo? —gritó Jean-Pierre—. ¿Que cómo me atrevo?
Ella cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar de dolor, de angustia y a causa del shock. La boca le dolía tanto que apenas podía hablar.
—¡Por favor, no me pegues más, —consiguió decir—. No me pegues más.
Como para protegerse, se cubrió el rostro con una mano.
El se arrodilló, le apartó la mano de la cara y aproximó su rostro al de ella.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó con tono sibilante.
Ella se pasó la lengua por los labios. Ya se le estaban hinchando. Se los limpió con la manga, que quedó llena de sangre.
—Desde que te vi en la cabaña de piedra, camino a Cobak.
—¡Pero si no viste nada!
—Ese hombre hablaba con acento ruso y dijo que tenía ampollas. A partir de eso me imaginé el resto.
Hubo una pausa mientras él digería esa información,
—¿Y por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué no rompiste antes la radio?
—Porque no tuve valor.
—¿Y ahora?
—Ellis está aquí.
—¿Y bien?
Jane apeló al poco coraje que le quedaba.
—Si no abandonas este trabajo de espionaje, se lo diré a Ellis y él te detendrá.
El la aferró por la garganta.
—¿Y si te ahorco ahora mismo, hija de puta?
—Si a mí me llegara a pasar algo, Ellis querrá saber por qué. Todavía sigue enamorado de mí.
Ella lo miró fijamente. Vio que el odio le ardía en los ojos.
—¡Ahora nunca podré capturarlo! —exclamó.
Jane se preguntó a quién se referiría. ¿A Ellis? No. ¿A Masud?
¿Sería posible que el propósito final de Jean-Pierre fuese matar a Masud? Todavía mantenía las manos alrededor de su cuello. Sintió que la apretaba con más fuerza. Atemorizada, le observó el rostro.
En ese momento lloró Chantal.
La expresión de Jean-Pierre cambió totalmente. La hostilidad desapareció de sus ojos y se esfumó esa mirada fría y malvada. Por fin, ante la estupefacción de Jane, se cubrió la cara con ambas manos y empezó a llorar.
Ella lo miró con incredulidad. Descubrió que le tenía lástima y pensó: No seas tonta, el bastardo acaba de golpearte con toda su alma. Pero, a pesar suyo, las lágrimas de Jean-Pierre la emocionaron.
—No llores —dijo en voz baja.
El tono en que le habló fue sorprendentemente suave. Le tocó la mejilla.
—Lo siento —dijo él—. Lamento lo que te hice. Era el trabajo de mi vida, y todo para nada.
Ella comprendió con sorpresa y con algo de disgusto hacia sí misma que ya no estaba furiosa con él, a pesar de sus labios hinchados y del dolor continuo que sentía en el estómago. Cedió a sus sentimientos y lo abrazó, palmeándole la espalda como si estuviera consolando a una criatura.
—Todo por el acento de Anatoly —murmuró Jean-Pierre—. Solamente por eso.
—Olvídate de Anatoly —aconsejó ella—. Nos iremos de Afganistán y volveremos a Europa. Viajaremos con la próxima caravana.
El se quitó las manos de la cara y la miró.
—Cuando lleguemos a París...
—¿Sí?
—Cuando hayamos llegado a casa, quiero que sigamos juntos. ¿Podrás perdonarme? Te amo, es verdad que te amo. Siempre te he amado. Y estamos casados. Y está Chantal. Por favor, Jane, no me dejes. ¡Te lo suplico!
Para su propia sorpresa ella no vaciló. Ese era el hombre a quien amaba, su marido, el padre de su hija; y él tenía problemas y le pedía ayuda.
—No pienso irme a ninguna parte —contestó.
—Prométemelo —suplicó él—. Prométeme que no me dejarás.
Ella le sonrió con su boca ensangrentada.
—Te amo —contestó—. Te prometo que no te dejaré.
Ellis se sentía frustrado, impaciente y enojado. Frustrado, porque habiendo permanecido durante siete días en el Valle de los Cinco Leones, todavía no había podido encontrarse con Masud. Impaciente porque le resultaba un purgatorio diario tener que ver a Jane y a Jean-Pierre viviendo juntos, trabajando juntos y compartiendo con placer esa hijita feliz que tenían. Y furioso porque él y solamente él se había metido en esa situación tan desagradable.
Le aseguraron que ese día conocería a Masud, pero hasta ese momento el gran hombre todavía no se había presentado. Ellis había caminado todo el día anterior para poder llegar allí. Se encontraba en el extremo sudoeste del Valle de los Cinco Leones, en territorio ruso.
Abandonó Banda en compañía de tres guerrilleros: Alí Ghánim, Matullah Khan y Yussuf Gul, pero en cada pueblo que pasaban se les habían ido uniendo dos o tres más y en ese momento eran más de treinta. Se sentaron formando un círculo, debajo de una higuera en la cima de un monte y esperaron.
Al pie del cerro en el que estaban sentados una planicie bastante llana se extendía hacia el sur, en realidad llegaba hasta Kabul, aunque la ciudad quedaba a setenta y cinco kilómetros y no se podía ver. En la misma dirección, pero mucho más cerca, se encontraba la base aérea de Bagram, a quince kilómetros de distancia: los edificios no eran visibles, pero de vez en cuando podían ver elevarse en el aire a un ocasional reactor. La planicie era un fértil mosaico de praderas y huertos cruzados por arroyos que desembocaban en el río de los Cinco Leones que corría, Cada vez más ancho y profundo, pero ya no tan rápido, hacia la ciudad capital. Un tosco camino rodeaba el pie del monte y subía por el valle hasta la ciudad de Rokha, que marcaba el límite del extremo noreste del territorio ruso. Por el camino no circulaba demasiado tráfico: algunos carros de aldeanos y ocasionalmente algún vehículo blindado. En el lugar donde el camino cruzaba el río había un puente recién construido por los rusos. Ellis iba a volar ese puente.
Las clases sobre explosivos, que dictaba a fin de disimular durante el mayor tiempo posible su verdadera misión, gozaban de inmensa popularidad, y se vio obligado a limitar el número de asistentes. Y eso a pesar de su vacilante dari. Recordaba algo del farsi aprendido en Teherán y aprendió bastante dari en el camino, con la caravana, así que se encontraba en condiciones de hablar sobre el terreno, comidas, caballos y armas, pero todavía no sabía expresar cosas tales como: La hendidura en el material explosivo sirve para concentrar la fuerza de la explosión. Pero de todas maneras, la idea de hacer volar algo resultaba tan atrayente para el machismo de los afganos, que contaba siempre con un auditorio totalmente atento. Le resultaba imposible enseñarles las fórmulas para calcular la cantidad de TNT que requería un determinado trabajo, y ni siquiera podía enseñarles a usar una prueba utilizada por las computadoras del ejército de Estados Unidos, porque la mayoría de ellos ni siquiera había cursado la aritmética de la escuela elemental, y prácticamente ninguno sabía leer. Sin embargo, estaba en condiciones de enseñarles cómo destruir objetos definitivamente y al mismo tiempo utilizando menos material, que para ellos era muy importante, porque tenían escasez de elementos. También trató de que adoptaran las medidas básicas de precaución, pero en ese sentido fracasó: para ellos la prudencia era sinónimo de cobardía.
Y mientras tanto, la presencia de Jane lo torturaba.
Sentía celos cuando la veía tocar a Jean-Pierre; envidia cuando los veía a los dos en la cueva donde atendían a los enfermos, trabajando juntos con tanta eficacia y armonía y la lujuria lo consumía cuando por casualidad vislumbraba una parte del pecho exuberante de Jane mientras amamantaba a su hijita. Por la noche permanecía despierto, metido en su saco de dormir, en casa de Ismael Gul, donde se alojaba, y daba vueltas, a veces sudando y a veces estremecido de frío, imposibilitado de encontrar una posición cómoda sobre el suelo de tierra, tratando de no oír los sonidos ahogados de Ismael y su esposa que hacían el amor a poca distancia, en el cuarto vecino; y tanta era su necesidad de tocar a Jane que las palmas de las manos le ardían.
No podía culpar a nadie, sino a sí mismo por todo lo que le sucedía. Se había ofrecido voluntariamente a cumplir esa misión con la estúpida esperanza de poder reconquistar a Jane. Era una actitud poco profesional, e inmadura a la vez. Lo único que le quedaba por hacer era salir de allí lo más rápidamente posible.
Y no podía hacer nada antes de encontrarse con Masud.