Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Rabia desenvolvió la cuchilla de afeitar nueva.
—¡En el nombre de Alá! —exclamó, y cortó el cordón.
—Démela —pidió Jane.
Rabia le entregó la pequeña.
—No la dejes mamar —aconsejó.
Jane sabía que, en eso, la partera se equivocaba.
—La ayudará a reponerse del parto —contestó.
Rabia se encogió de hombros.
Jane acercó el rostro de la pequeña a su pecho. Sus pezones se habían agrandado y le producían una sensación deliciosamente sensible, como cuando Jean-Pierre los besaba. Cuando el pezón tocó la mejilla de su hijita, la criatura volvió la cabeza en un acto reflejo y abrió la boquita. En cuanto tuvo el pezón en la boca, empezó a chupar. Jane quedó estupefacta al descubrir que le producía una agradable sensación sexual. Durante un instante quedó conmocionada y avergonzada, pero en seguida pensó: ¡Qué diablos!
Percibió nuevos movimientos dentro de su abdomen. Obedeció la necesidad que sentía de empujar y entonces sintió que expulsaba la placenta. Fue como el pequeño parto de algo resbaladizo. Rabia la envolvió cuidadosamente en un trapo.
La pequeña dejó de mamar y se quedó dormida.
Zahara alcanzó a Jane un vaso de agua. Ella lo bebió de un solo trago. Le pareció que tenía un gusto maravilloso. Pidió más.
Se sentía dolorida, extenuada y maravillosamente feliz. Miró a la niñita que dormía pacíficamente apoyada en su pecho. Ella también tenía ganas de dormir.
—Deberíamos envolver a la pequeña —dijo Rabia.
Jane alzó a la criatura, que era liviana como una muñeca, y se la entregó a la anciana.
—Chantal —murmuró cuando Rabia la recibió en sus brazos—. Se llamará Chantal.
En seguida cerró los ojos y se quedó dormida.
Ellis Thaler tomó el avión de la Eastern Airlines que efectuaba el recorrido entre Washington y Nueva York. En el aeropuerto de La Guardia tomó un taxi hasta el Hotel Plaza en la ciudad de Nueva York. El taxi lo condujo hasta la entrada del hotel en la Quinta Avenida. Ellis entró. Una vez en el vestíbulo, se volvió hacia la izquierda y se dirigió a los ascensores de la calle 58. Con él entraron un hombre con aspecto de ario y una mujer que llevaba en la mano una bolsa de Saks. El hombre se bajó en el séptimo piso. Ellis en el octavo. La mujer continuó subiendo. Ellis recorrió el cavernoso corredor del hotel completamente solo, hasta llegar a los ascensores de la calle 59. Descendió a la planta baja y salió del hotel por la puerta de la calle 59.
Convencido de que nadie lo seguía, llamó un taxi en el Central Park, se dirigió a la estación Penn, en el barrio de Queenston, y tomó un tren rumbo a DouglasSouth.
Mientras viajaba en el tren resonaban en su cabeza algunas estrofas del Luilaby de Auden:
El tiempo y las fiebres consumen
la belleza individual de los
niños pensativos, y la sepultura
demuestra que la infancia es efímera.
Ya hacía más de un año desde que en París representara el papel de norteamericano aspirante a poeta. Sin embargo, no había perdido aún el gusto por la poesía. Siguió intentando descubrir si alguien lo seguía, porque sus enemigos jamás debían descubrir su actividad de ese día. Bajó del tren en Flushing y esperó el próximo en el andén. Se encontraba absolutamente solo.
Debido a las precauciones tomadas, eran ya las cinco de la tarde cuando llegó a Douglaston. Caminó desde la estación con paso rápido durante media hora, repasando mentalmente las primeras palabras que pronunciaría y las varias reacciones posibles que se producirían.
Llegó a una calle suburbana desde la que se divisaba Long Island Sound y se detuvo frente a una casa pequeña y limpia con techo de dos vertientes a imitación del estilo Tudor, y una ventana con cristales de colores en una de las paredes. En la entrada había un pequeño automóvil japonés. Mientras él se acercaba por el sendero, una niña rubia de trece años abrió la puerta principal.
—¡Hola, Petal! — exclamó Ellis.
—¿Qué tal, papá? —contestó ella.
El se inclinó para besarla y, como siempre, lo asaltó una gran sensación de orgullo a la vez que una punzada de culpa.
La examinó con la mirada. Notó que debajo de la camiseta Michael Jackson ya usaba sujetador. Estaba seguro de que era una novedad. Se está convirtiendo en una mujer —pensó—. ¡Es sorprendente!
—¿Quieres pasar un momento? —preguntó ella amablemente.
—Por supuesto.
La siguió dentro de la casa. De espaldas, aún parecía más mujer. Le hizo recordar a su primera novia. En esa época él tenía quince años y ella no era mucho mayor que Petal, No, espera —pensó—; era más joven, tenía doce. Y yo ya le metía la mano por debajo del suéter. ¡Que Dios proteja a mi hija de los muchachos de quince años! Pasaron a la pequeña y limpia sala de estar.
—¿No quieres sentarte? —preguntó Petal.
Ellis se sentó.
—¿Puedo servirte algo? —preguntó ella.
—Tranquilízate —contestó Ellis—. No es necesario que seas tan amable conmigo. Soy tu padre.
Petal adoptó una expresión de incertidumbre y de intriga, como si le acabaran de reprochar algo que ella no sabía que estaba mal. Después de un instante de silencio volvió a hablar.
—Tengo que cepillarme el pelo. Después nos podremos ir. Perdóname un minuto.
—Por supuesto —contestó Ellis.
La niña salió. A él, la cortesía de su hija le resultaba dolorosa. Era una señal de que él seguía siendo un desconocido. No había logrado convertirse en un integrante normal de su familia.
Desde hacía un año, a su regreso de París, la veía por lo menos una vez por mes. A veces pasaban el día juntos, pero por lo general simplemente la sacaba a comer fuera, como lo haría ese día. Para pasar una hora con ella, Ellis se veía obligado a hacer un viaje de cinco horas tomando las máximas precauciones en aras de su seguridad; pero por supuesto que ella lo ignoraba. Su meta era modesta: sin alharacas ni dramatismos quería forjarse un lugar pequeño pero permanente en la vida de su hija. Esto significó cambiar el tipo de trabajo que hacía. Había abandonado el trabajo de campo. Sus superiores se mostraron altamente disgustados: tenían muy pocos agentes secretos buenos y malos (eran cientos). El también sintió cierta renuencia, porque consideraba que tenía el deber de utilizar su talento. Pero jamás lograría conquistar el afecto de su hija si debía desaparecer todos los años a algún remoto rincón del mundo, sin poder explicarle adónde iba, ni porqué, ni siquiera por cuánto tiempo. Y no podía arriesgarse a que lo mataran justo cuando ella estaba aprendiendo a quererlo.
Echaba de menos la excitación, el peligro, la emoción de la caza y la sensación de estar llevando a cabo un trabajo importante que nadie más podría cumplir tan bien como él. Pero durante demasiado tiempo sus únicas ataduras sentimentales habían sido pasajeras, y después de perder a Jane sintió la necesidad de contar por lo menos con una persona cuyo amor fuese permanente.
Mientras esperaba entró Gill en la habitación. Ellis se levantó. Su ex esposa, ataviada con un vestido blanco de verano, parecía fresca y muy dueña de sí. El besó la mejilla que ella le ofrecía.
—¿Cómo estás? —preguntó Gill.
—Como siempre. ¿Y tú?
—Yo estoy increíblemente ocupada.
Empezó a contarle en detalle todo lo que tenía que hacer, y como siempre, Ellis se distrajo. Le tenía cariño, pero lo aburría a muerte. Le resultaba extraño pensar que en una época había estado casado con ella. Pero Gill era la chica más bonita del Departamento de Inglés, y él el muchacho más inteligente. Y transcurría 1967, cuando todo el mundo vivía como drogado y cualquier cosa podía suceder, especialmente en California. Al finalizar el primer año se casaron, ella vestida de blanco mientras alguien tocaba la marcha nupcial en una cítara. Entonces Ellis fracasó en sus exámenes y lo echaron de la universidad y, por lo tanto, lo llamaron a filas, y en lugar de irse a Canadá o a Suecia, fue a la oficina de reclutamiento, como oveja al matadero. Todo el mundo se sorprendió, salvo Gill, que para entonces ya sabía que el matrimonio entre ambos no iba a dar resultado y estaba esperando ver a qué subterfugio recurriría Ellis para huir de ella.
Cuando se decretó el divorcio él se encontraba internado en el hospital de Saigón con una bala en la pantorrilla, la herida más común en los pilotos de helicóptero, por ser el asiento blindado pero el suelo no. Alguien dejó la notificación en su cama mientras él estaba en el baño y Ellis la encontró al volver, junto con otra condecoración, la número veinticinco que recibía (en esa época entregaban medallas con bastante prodigalidad). Acabo de recibir mi comunicación oficial de divorcio, comentó, y el soldado de la cama vecina le contestó: ¡No jodas! ¿Quieres jugar una partida de cartas?
Ella no le dijo nada acerca de la hija que habían tenido. Ellis lo descubrió varios años después, cuando se convirtió en espía y por curiosidad investigó el paradero de su ex esposa. Descubrió entonces que Gill tenía una hija que llevaba el inevitable nombre de Petal, de moda en los años sesenta, y un marido llamado Bernard que se encontraba en manos de un especialista en fertilidad. El hecho de no haberle comunicado la existencia de Petal era la única cosa mezquina que Gill le había hecho en su vida, aunque ella seguía sosteniendo que había sido por su bien.
Insistió en ver a Petal de tanto en tanto, y consiguió que ella dejara de llamar a Bernard papaíto. Pero hasta el año anterior no había tratado de convertirse en parte de su vida familiar.
—¿Quieres llevarte mi coche? —preguntaba Gill en ese momento.
—Si no te importa...
—Por supuesto que no me importa.
—Gracias.
Le resultaba embarazoso tener que pedir prestado el automóvil a Gill, pero el viaje desde Washington era demasiado largo y Ellis no deseaba alquilar coches con demasiada frecuencia en esa zona, porque algún día sus enemigos podían enterarse a través de los registros de las agencias de alquileres o de las compañías de tarjetas de crédito y entonces estarían en vías de descubrir la existencia de Petal. La otra alternativa hubiese sido utilizar una identidad distinta cada vez que alquilaba un coche, pero las identidades eran caras y la Agencia no las proporcionaba a los empleados de la oficina. Así que utilizaba el Honda de Gill o si no, tomaba un taxi.
Entró Petal con su pelo rubio que le caía sobre los hombros. Ellis se puso en pie.
—Las llaves están en el auto —anunció Gill.
—Vete al auto, yo iré en seguida —dijo Ellis, dirigiéndose a Petal. Esta salió—. Me gustaría invitarla a pasar un fin de semana en Washington —explicó Ellis a su ex mujer.
Gill se mostró bondadosa, pero firme.
—Si quiere ir, no tengo inconveniente, pero si no desea ir no la obligaré.
—Me parece justo. Te veré luego.
Llevó a su hija a un pequeño restaurante chino de Little Neck. A Petal le gustaba la comida china. Una vez que estuvo lejos de la casa, se relajó un poco. Agradeció a Ellis el haberle mandado un poema el día de su cumpleaños.
—No conozco a nadie que haya recibido un poema para su cumpleaños —aseguró.
El no supo con seguridad si eso era un halago o una crítica.
—Espero que te haya resultado más agradable que una de esas postales de cumpleaños con un gatito.
—¡Por supuesto! —contestó ella riendo—. Todas mis amigas piensan que eres muy romántico. Mi profesora de inglés me preguntó si alguna vez habías publicado algo.
—Nunca he escrito nada lo suficientemente bueno —contestó él—. ¿Todavía te gustan tus clases de inglés?
—Me gustan muchísimo, más que las de matemáticas. En matemáticas soy un desastre.
—¿Y qué estudias? ¿Comedias?
—No, pero a veces estudiamos poesía.
—¿Hay alguna que te guste particularmente?
Ella lo pensó durante algunos instantes.
—Me gusta una sobre los narcisos.
Ellis asintió.
—A mí también.
—No recuerdo quién la escribió.
—William Wordsworth.
—¡Ah, es cierto!
—¿Alguna otra?
—En realidad, no. Me interesa más la música. ¿Te gusta Michael Jackson?
—No sé. No estoy seguro de haber escuchado sus discos.
—Te aseguro que es una maravilla. —Lanzó una risita—. Todas mis amigas se vuelven locas por él.
Era la segunda vez que mencionaba a todas sus amigas. En ese momento el grupo de chicas de su misma edad era lo más importante de su vida.
—Alguna vez me gustaría conocer a tus amigas —dijo él.
—¡Oh, papaíto! No te gustarían. No son más que chicas.
Sintiéndose durante un rato algo rechazado, Ellis se concentró en su comida. La acompañó con un vaso de vino blanco: no había perdido las costumbres adquiridas en Francia.
—Mira, he estado pensando —dijo al terminar de comer—. ¿Qué te parece la idea de ir a Washington a pasar un fin de semana en mi apartamento? El viaje en avión sólo dura una hora y podríamos pasarlo bien.
Ella pareció totalmente sorprendida.
—¿Y qué haríamos en Washington?
—Bueno, podríamos recorrer la Casa Blanca, donde vive el presidente. Y en Washington se encuentran algunos de los mejores museos del mundo. Y además no conoces mi apartamento. Tengo una habitación de huéspedes...
Se interrumpió. Era evidente que a ella no le interesaba el programa.
—Ay, papaíto, no sé —contestó—. Los fines de semana tengo tanto que hacer: ¡deberes, fiestas, compras, clases de baile y de todo!
Ellis ocultó su desilusión.
—No te preocupes —dijo—. Tal vez algún día cuando no estés tan ocupada decidas ir.
—Sí, me parece bien —aceptó ella, visiblemente aliviada.
—Puedo arreglarte la habitación de huéspedes para que puedas venir cuando quieras.
—Muy bien.
—¿De qué color te gustaría que la hiciera pintar?
—No sé.
—¿Cuál es tu color favorito?
—Supongo que el rosa.
—Entonces será rosa —Ellis se obligó a sonreír—. ¿Qué te parece si nos vamos?
Una vez en el coche, de regreso a casa, ella le preguntó si tenía inconveniente en que se hiciera agujerear las orejas para ponerse pendientes.
—No sé —contestó él, prudentemente—. ¿Qué piensa tu madre?
—Me dijo que no tiene inconveniente, si no lo tienes tú.
¿Lo estaría incluyendo Gill en la decisión o simplemente le pasaba la responsabilidad?