Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Jane observó desaparecer su alta figura. Ahora o nunca, se dijo; y lo siguió. Al principio caminó lentamente y con aire de indiferencia, para que no resultara evidente que lo seguía; después, al quedar fuera de la vista de las cuevas, empezó a correr. Resbalaba y tropezaba por el sendero polvoriento mientras pensaba: Qué consecuencias físicas me traerá esta carrera. Cuando vio a Mohammed delante de ella, lo llamó a gritos. El se detuvo, se volvió y esperó.
—Dios sea contigo, Mohammed Khan —dijo ella cuando pudo alcanzarlo.
—Y contigo, Jane Debout —contestó él amablemente.
Ella hizo una pausa, tratando de recobrar el aliento. El la observó con expresión de divertida tolerancia.
—¿Cómo está Mousa? —preguntó ella.
—Está bien y feliz, y aprendiendo a utilizar su mano izquierda. Algún día matará con ella.
Esa era una pequeña broma: tradicionalmente la mano izquierda se utilizaba para los trabajos sucios y la derecha para comer. Jane le sonrió, reconociendo su ingeniosa respuesta.
—Me alegro muchísimo de haber podido salvarle la vida —dijo Jane.
Si él pensó que la frase era una falta de buen gusto, no lo demostró.
—Tengo una deuda eterna contigo —contestó.
Eso era justamente lo que ella pretendía que dijera.
—Hay algo que podrías hacer por mí —confesó.
La expresión de Mohammed era indescifrable.
—Si está a mi alcance...
Ella miró a su alrededor, en busca de algún lugar donde sentarse. Estaban de pie cerca de una casa bombardeada. El sendero se hallaba cubierto de piedras y tierra desprendidos de la pared delantera y ellos podían ver el interior del edificio donde el único utensilio que quedaba era una olla rajada y como detalle incongruente, sobre una pared, se veía una fotografía en colores de un automóvil Cadillac. Jane se sentó sobre las piedras y, después de un instante de vacilación, Mohammed se sentó a su lado.
—Está dentro de tus posibilidades —aseguró ella—. Pero te provocará una pequeña molestia.
—¿De qué se trata?
—Es posible que lo consideres como el capricho de una mujer tonta.
—Tal vez.
—Te sentirás tentado de engañarme, aceptando mi petición y después olvidándote de llevarla a cabo.
—No.
—Lo único que te pido es que seas veraz conmigo, tanto si lo aceptas como si no.
—Lo seré.
Ya basta, pensó Jane.
—Quiero que envíes un mensajero al encuentro de la caravana y que les ordene modificar la ruta de regreso.
El quedó desconcertado, posiblemente esperaba una petición trivial, doméstica.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Tú crees en los sueños, Mohammed Khan?
Mohammed se encogió de hombros.
—Los sueños son sueños —dijo evasivamente.
Tal vez haya sido una manera equivocada de dirigirme a él —pensó Jane—. Tal vez hubiese sido mejor hablar de una visión.
—Mientras estaba tendida a solas en mi cueva, durante las horas de calor, me pareció ver una paloma blanca.
De repente él la escuchó con atención, y Jane supo que había pronunciado la frase justa: los afganos creían que a veces las palomas estaban habitadas por espíritus.
—Pero debo de haber estado soñando, porque el ave intentó hablarme —continuó diciendo Jane.
—¡Ah!
Jane pensó que él tomó eso como una señal de que ella había tenido una visión, no un sueño.
—Yo no conseguía entender lo que me decía, aunque escuchaba con la mayor atención posible. Creo que se expresaba en pashto.
Mohammed la miraba con los ojos muy abiertos.
—Una mensajera del territorio pushtun...
—Entonces, de pie detrás de la paloma vi a Ismael Gul, el hijo de Rabia, el padre de Fara. —Colocó la mano sobre el brazo de Mohammed y lo miró a los ojos, pensando: Sería capaz de encenderte como si fueras una bombilla, hombre vanidoso y tonto—. Tenía un puñal clavado en el corazón y lloraba lágrimas de sangre. Señaló la empuñadura del cuchillo como si quisiera que yo se lo extrajera del pecho. La empuñadura estaba tachonada de piedras preciosas. —De alguna manera, en el trasfondo de su mente, Jane pensaba: ¿de dónde habré sacado todo este cuento?—. Me levanté de la cama y me acerqué a él. Estaba atemorizada, pero tenía que salvarle la vida. Y entonces, cuando extendía el brazo para apoderarme del cuchillo...
—¿Qué pasó?
—Desapareció. Creo que me desperté.
Mohammed cerró la boca que le había quedado completamente abierta, recuperó su compostura y frunció el entrecejo con aire importante, como si estuviera considerando cuidadosamente la interpretación del sueño. Ahora, ha llegado el momento de ayudarlo un poco, pensó Jane.
—Tal vez sea todo una tontería —dijo, poniendo una expresión de niñita que confía decididamente en la superioridad de su juicio masculino—. Por eso es que te pido que hagas esto por mí, por la persona que salvó la vida de tu hijo; para que haya paz en mi mente.
El inmediatamente adoptó una expresión un poco altanera.
—No hay necesidad de invocar una deuda de honor.
—¿Eso significa que lo harás?
El le contestó con otra pregunta.
—¿Qué clase de joyas había en la empuñadura del cuchillo?
¡Oh, Dios! —Pensó ella— ¿Cuál será la respuesta correcta? Pensó en la posibilidad de decir esmeraldas, pero como esas piedras estaban asociadas con el Valle de los Cinco Leones, podía implicar que Ismael había sido asesinado por un traidor del valle.
—Rubíes —contestó.
El asintió con lentitud.
—¿Ismael no te habló?
—Me pareció que trataba de hablarme, pero no conseguía hacerlo.
El volvió a asentir, y Jane pensó: ¡Vamos, decídete de una vez! Por fin él dijo:
—La predicción es clara. Debemos modificar la ruta de la caravana.
¡Gracias a Dios!, pensó Jane.
—¡Me siento tan aliviada! —exclamó con total sinceridad—. No sabía qué hacer. Ahora estoy convencida de que Ahmed se salvará. —Se preguntó qué podría hacer para asegurarse de que Mohammed no cambiaría de idea. Era imposible que lo obligara a jurar. Se preguntó si convendría que le estrechara la mano. Por fin decidió sellar la promesa con un gesto aún más antiguo: se inclinó y lo besó en la boca, con rapidez y suavidad, sin proporcionarle la ocasión de negarse ni de responderle—. ¡Gracias! —exclamó—. Sé que eres un hombre de palabra. —Se puso en pie. Dejándolo sentado y con aspecto un poco mareado, se volvió y corrió por el sendero, hacia las cuevas.
Al llegar a la cima, se detuvo y miró hacia atrás. Mohammed bajaba la colina a grandes zancadas, y ya se encontraba a bastante distancia de la casa bombardeada; iba con la cabeza alta y balanceando los brazos. Ese beso le ha proporcionado una gran carga emotiva —pensó Jane—. Debería darme vergüenza. jugué con sus supersticiones, con su vanidad y con su sexualidad. Como feminista que soy no debí haberme valido de sus preconceptos —mujer-médium, mujer-sumisa, mujer-coqueta— para manejarlo. Pero dio resultado. ¡Dio resultado!
Siguió caminando. Lo que le quedaba por hacer era encargarse de Jean-Pierre. Llegaría alrededor del anochecer; sin duda debió de esperar hasta media tarde, cuando el sol fuera menos abrasador, para iniciar la jornada de regreso, lo mismo que hizo Mohammed. Sintió que Jean-Pierre sería más fácil de manejar que Mohammed. Para empezar, podría decirle la verdad, Además, el equivocado era él.
Llegó a las cuevas. En ese momento el pequeño campamento estaba en plena actividad. Una escuadrilla de reactores rusos cruzó el cielo. Aunque volaban demasiado alto y demasiado lejos para temer un bombardeo, todo el mundo detuvo su trabajo para contemplarlos. Cuando desaparecieron, los niños más pequeños abrieron los brazos como si fueran alas y empezaron a correr por los alrededores imitando el sonido de los motores. En sus vuelos imaginarios, ¿a quién bombardearían?, se preguntó Jane.
Entró en la cueva para ver cómo estaba Chantal, le sonrió a Fara y sacó el diario. Tanto ella como Jean-Pierre escribían algo allí casi todos los días. Se trataba principalmente de un registro médico y lo llevarían de regreso a Europa para beneficiar a los que viajaran después de ellos a Afganistán. Los habían animado a anotar también sus sentimientos y problemas personales, para que los demás supieran lo que debían esperar; y Jane había hecho anotaciones bastante completas sobre su embarazo y sobre el nacimiento de Chantal, pero había mantenido una estricta censura en lo que se refería a su vida emocional.
Se sentó con la espalda contra la pared de la cueva y con el libro sobre las rodillas, y escribió la historia del muchacho de dieciocho años, muerto a consecuencia del shock alérgico. Esto la entristeció, pero no la deprimió: Es una reacción saludable, se dijo.
Agregó breves detalles de los casos menos importantes atendidos durante el día y después empezó a hojear hacia atrás el volumen. Las anotaciones de Jean-Pierre con letra nerviosa eran sumamente breves y consistían casi en su totalidad en síntomas, diagnósticos, tratamientos y resultados. Parásitos, escribía, o Malaria y después curado o estable; y a veces: murió. Jane en cambio tendía a escribir frases como: Esta mañana se sentía mejor o La madre tiene tuberculosis. Leyó lo que había escrito acerca de los primeros días de su embarazo, pezones dolorosos, muslos que engrosaban y náuseas por la mañana. Le interesó comprobar que alrededor de un año antes había escrito: Abdullah me atemoriza. Se había olvidado de eso.
Guardó el diario. Ella y Fara pasaron las dos horas siguientes limpiando y acomodando la cueva que hacía las veces de clínica; después ya había llegado el momento de bajar al pueblo y prepararse para la noche. Mientras descendía por la ladera de la montaña y después, cuando se afanaba en sus tareas domésticas, Jane consideró cuál sería la mejor manera de abordar a Jean-Pierre. Sabía lo que iba a hacer: pensaba proponerle que salieran juntos a caminar, pero no sabía lo que le diría.
Cuando él llegó, a los pocos minutos, ella todavía no se había decidido. Le limpió el polvo de la cara con una toalla húmeda y le preparó una taza de té verde. El no estaba extenuado sino más bien agradablemente cansado; ella sabía que era capaz de caminar distancias mucho más largas. Jane lo acompañó mientras él bebía su té, haciendo esfuerzos por no mirarlo y pensando: Me mentiste. Después de que él hubo descansado, le propuso.
—¿Por qué no salimos a caminar un rato, como lo hacíamos antes?
Jean-Pierre se mostró un poco sorprendido.
—¿Adónde quieres ir?
—A cualquier parte. ¿No recuerdas que el verano pasado teníamos la costumbre de salir a caminar simplemente para disfrutar de la noche?
El sonrió.
—Claro que lo recuerdo —contestó. Ella lo amaba cuando él le sonreía así—. ¿Quieres que llevemos a Chantal?
—No — Jane no quería nada que la distrajera—. Estará perfectamente bien con Fara.
—Muy bien —contestó él, un poco sorprendido.
Jane le indicó a Fara que les preparara la comida de la noche: té, pan y yogur, y después ella y Jean-Pierre salieron. La luz del día se iba apagando y el aire de la noche era tibio y fragante. En verano, ésa era la mejor hora del día. Mientras caminaban a lo largo de los campos hacia el río, Jane recordó cómo se había sentido en ese mismo sendero el verano anterior: ansiosa, confusa, excitada y decidida a tener éxito. Estaba orgullosa de haberse desenvuelto tan bien, pero se alegraba de que la aventura estuviera por llegar a su fin.
A medida que se acercaba el momento del enfrentamiento, empezó a ponerse tensa, a pesar de decirse constantemente que ella no tenía nada que esconder, nada que pudiera hacerla sentir culpable, y nada que temer. Vadearon el río en un sitio donde éste era ancho y poco profundo y se extendía sobre un lecho rocoso; después subieron por un sendero inclinado y ondulante que ascendía al risco del otro lado del río. Al llegar a la cima se sentaron en el suelo y balancearon las piernas por encima del precipicio. Treinta metros por debajo de ellos, el río de los Cinco Leones seguía su curso, chocando contra las rocas y lanzando enfurecida espuma en los rápidos. Jane contempló el valle. El terreno cultivado era cruzado por canales de irrigación y muros de piedra. Las distintas tonalidades de verde y dorado de las cosechas maduras conferían al campo el mismo aspecto que los fragmentos de cristal de colores de un juguete destrozado. Aquí y allá el panorama estaba empañado por los daños causados por las bombas: paredes caídas, canales de irrigación obstruidos y cráteres de barro en medio de las espigas mecidas por el viento. Algunas ocasionales gorras redondas u oscuros turbantes demostraban que los hombres ya se encontraban trabajando en la cosecha mientras los rusos estacionaban sus reactores en los hangares y guardaban sus bombas durante la noche. Las cabezas cubiertas por bufandas y las figuras más pequeñas eran las de las mujeres y los niños mayores, que ayudaban mientras duraba la luz. En el otro extremo del valle los sembrados luchaban por trepar las laderas más bajas de la montaña, pero pronto se rendían ante la roca polvorienta. Del racimo de casas situadas a la izquierda se elevaba el humo de algunas fogatas encendidas para cocinar, como trazos rectos de lápiz que la suave brisa no tardaba en desordenar. Esa misma brisa les hacía llegar incomprensibles trozos de la conversación mantenida por las mujeres que se bañaban más allá del recodo del río. Conversaban en voz baja y ya no se oía la risa contagiosa de Zahara, porque ella estaba de luto. Y todo por culpa de Jean-Pierre...
Ese pensamiento infundió coraje a Jane.
—Quiero que me lleves de vuelta a casa —dijo abruptamente.
Al principio él interpretó mal sus palabras.
—Pero si acabamos de llegar —contestó con irritación; después la miró y la expresión de su rostro se aclaró—. ¡Ah! —exclamó.
Había un tono tan imperturbable en su voz que a Jane le pareció de mal agüero, y entonces comprendió que era probable que no se saldría con la suya sin necesidad de luchar.
—Sí —dijo con firmeza—. A casa.
El le rodeó los hombros con un brazo.
—Por momentos este país consigue deprimirnos —explicó. No la miraba a ella sino al río rugiente que corría a sus pies—. En este momento eres especialmente vulnerable a la depresión, un riesgo siempre probable después del parto. Dentro de algunas semanas encontrarás que...
—No me hables con ese tono paternalista —replicó ella. No estaba dispuesta a permitir que se saliera por la tangente con esa clase de tonterías—. Ahórrate tus modales de médico para utilizarlos con los pacientes.