Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
En medio de sus pensamientos sintió la presencia de otra persona y, al abrir los ojos, vio el rostro oriental de Anatoly a escasos centímetros del suyo.
—Te podría haber robado —dijo el ruso en perfecto francés.
—No dormía.
Anatoly se sentó, con las piernas cruzadas, sobre el suelo de tierra. Era un individuo gordo pero musculoso, con camisa y pantalones sueltos, un turbante, una bufanda a cuadros y una manta de color barroso llamada pattu alrededor de los hombros. Se quitó la bufanda para que su cara quedara libre y sonrió, dejando al descubierto sus dientes manchados de tabaco.
—¿Cómo estás, amigo mío?
—Bien.
—¿Y tu esposa?
Había algo siniestro en la forma en que Anatoly preguntaba siempre por Jane. Los rusos se opusieron tenazmente a su proyecto de llevarla a Afganistán, arguyendo que interferiría en su trabajo. Jean-Pierre señaló que de todas maneras tenía que viajar acompañado por una enfermera —la política de Médecins pour la Liberté consistía en enviar siempre parejas— y que él posiblemente se acostaría con su acompañante a menos que tuviera un aspecto similar al de King Kong. Finalmente los rusos aceptaron, pero a regañadientes.
—Jane está perfectamente bien —contestó—. Tuvo un bebé hace seis semanas. Una niña.
—¡Felicitaciones! —Anatoly parecía alegrarse genuinamente—. Pero ¿no se adelantó un poco?
—Sí. Por suerte no hubo complicaciones. En realidad la partera del pueblo se encargó de ayudarla a dar a luz.
—¿En lugar de ayudarla tú?
—Yo no estaba. En esa fecha estaba aquí, contigo.
—¡Dios mío! —Anatoly parecía horrorizado—. Me espanta pensar que te mantuve alejado en una ocasión tan importante.
A Jean-Pierre le gustó la preocupación de Anatoly, pero no lo demostró.
—Era imposible de prever —dijo—. Además, valió la pena: la caravana de que os hablé fue destruida.
—Sí. Tus informaciones son excelentes. Te felicito nuevamente.
Jean-Pierre se sintió henchido de orgullo, pero trató de no demostrarlo.
—Nuestro sistema parece tener muy buenos resultados —dijo con modestia, Anatoly asintió.
—¿Y cómo reaccionaron frente a la emboscada?
—Con una desesperación cada vez mayor.
Mientras hablaba, Jean-Pierre pensó que otra de las ventajas de encontrarse personalmente con su contacto era que podía suministrarle otro tipo de información: sentimientos e impresiones, cosas demasiado inconcretas para transmitir por radio y sobre todo en clave.
—En este momento se han quedado casi sin municiones.
—¿Y cuándo sale la próxima caravana?
—Salió ayer.
—Señal de que realmente están desesperados. Perfecto.
Anatoly se metió la mano en el bolsillo y sacó un mapa. Lo desplegó en el suelo. Mostraba la zona situada entre el Valle de los Cinco Leones y la frontera con Pakistán.
Jean-Pierre se concentró con todas sus fuerzas, recordando los detalles mencionados durante su conversación con Mohammed y comenzó a trazar la ruta que la caravana seguiría en su camino de regreso desde Pakistán. No sabía exactamente cuándo volverían porque Mohammed ignoraba cuánto tiempo se quedarían en Penshawar comprando lo que necesitaban. Sin embargo, Anatoly tenía gente en Penshawar que le informaría de la partida de la caravana de los Cinco Leones y con eso estaría en condiciones de calcular su avance.
Anatoly no hizo anotaciones, sino que mencionó cada palabra pronunciada por Jean-Pierre. Una vez terminado, volvieron a repasar todo el asunto, y Anatoly se lo repitió íntegramente a Jean-Pierre para no incurrir en ningún error.
El ruso volvió a doblar el mapa y se lo puso en el bolsillo.
—¿Y qué hay de Masud? —preguntó en voz baja.
—No lo hemos visto desde la última vez que hablé contigo —contestó Jean-Pierre—. Sólo he visto a Mohammed, y él nunca está seguro del paradero de Masud ni del momento en que volverá a aparecer.
—¡Masud es un zorro! —exclamó Anatoly, con una extraña emoción en la voz.
—Ya nos apoderaremos de él —aseguró Jean-Pierre.
—¡Oh, por supuesto que nos apoderaremos de él! El sabe que en este momento la caza está en todo su apogeo, así que cubre sus rastros. Pero los perros de presa le han tomado el olfato y no nos podrá eludir indefinidamente: somos muchos, y muy fuertes, y se nos ha subido la sangre a la cabeza. —De pronto tomó conciencia de que estaba revelando sus sentimientos. Sonrió y volvió a adoptar su personalidad de hombre práctico—. Pilas —dijo, sacando un paquete del bolsillo de su camisa.
Jean-Pierre sacó el pequeño transmisor del fondo de su maletín, extrajo las pilas usadas y las cambió por las nuevas. Hacían eso cada vez que se encontraban para asegurarse de que Jean-Pierre no perdiera contacto por haberse quedado sin energía. Anatoly se llevaba las viejas hasta Bagram, porque no tenía sentido arriesgarse a arrojar pilas de fabricación rusa en el valle de los Cinco Leones donde no existían aparatos eléctricos.
Cuando Jean-Pierre guardaba la radio en su maletín, Anatoly preguntó:
—¿Tienes algo para las ampollas? Tengo los pies...
De repente ladeó la cabeza, escuchando.
Jean-Pierre se puso tenso. Hasta entonces nadie los había visto juntos. Sabían que era lógico que tarde o temprano sucediera, y ya tenían planeado lo que harían; actuarían como desconocidos que comparten un lugar de descanso, y sólo reanudarían su conversación cuando el intruso se fuera. Y, en el caso de que el intruso diera muestras de que pensaba quedarse mucho tiempo, saldrían juntos, como si por casualidad viajaran en la misma dirección. Todo eso había sido acordado con anterioridad, pero en ese momento Jean-Pierre sintió que la culpa debía de ser notoria en cada rasgo de su rostro.
Al instante siguiente oyeron fuera el sonido de pasos y la respiración jadeante de otra persona. Entonces una sombra oscureció la entrada de la cabaña y vieron entrar a Jane.
—¡Jane! —exclamó Jean-Pierre.
Ambos hombres se pusieron en pie de un salto.
—¿Qué pasa? ¿Por qué has venido? —preguntó Jean-Pierre.
—¡Gracias a Dios que te alcancé! —exclamó ella, sin aliento.
De reojo, Jean-Pierre vio que Anatoly se cubría el rostro con su bufanda y se volvía de espaldas como lo hubiese hecho un afgano en presencia de una mujer impertinente. El gesto ayudó a Jean-Pierre a recobrarse del impacto del encuentro con su esposa. Miró rápidamente a su alrededor, Por suerte varios minutos antes Anatoly había guardado los mapas. Pero la radio, la radio sobresalía algunos centímetros del maletín. Sin embargo, Jane no la había visto, todavía.
—¿Qué sucede? —volvió a preguntar.
—Un problema médico que yo no puedo resolver.
La tensión de Jean-Pierre cedió un poco; por un momento temió que lo hubiera seguido porque sospechaba algo.
—Bebe un poco de agua —aconsejó.
Metió una mano en el maletín y, mientras buscaba la cantimplora, con la otra ocultó la radio. Cuando la radio estuvo a buen recaudo, extrajo la cantimplora de agua y se la ofreció. Su corazón ya volvía a su ritmo normal. Recobraba su presencia de ánimo. La evidencia ya no estaba a la vista. ¿Qué otra cosa podía inducirla a sospechar algo? Tal vez pudo oír a Anatoly hablando en francés, pero eso no era nada fuera de lo común. Si los afganos tenían un segundo idioma, por lo general era el francés, y no era raro que un uzbeko se expresara mejor en francés que en dari. ¿Qué estaba diciendo Anatoly en el momento en que ella entró? Jean-Pierre recordó que le preguntaba sobre algún remedio para las llagas. Eso era perfecto. Cada vez que se encontraban con un médico los afganos pedían medicinas aunque estuvieran en perfecto estado de salud.
Jane bebió agua y en seguida empezó a hablar.
—Poco después de haberte ido trajeron a un muchacho de dieciocho años con una herida grave en el muslo —bebió otro sorbo de agua. ignoraba la presencia de Anatoly y Jean-Pierre se dio cuenta de que estaba tan preocupada por la emergencia médica, que apenas había notado que el ruso se encontraba allí—. Fue herido en la lucha cerca de Rokha y su padre lo transportó todo el camino a lo largo del valle; tardó dos días en llegar. Cuando por fin llegaron la herida se había gangrenado. Le apliqué seiscientos gramos de penicilina cristalizada, por vía intramuscular, y después le limpié la herida.
—Hiciste exactamente lo que había que hacer —aprobó Jean-Pierre.
—Pocos minutos después se cubrió de sudor frío y deliraba. Le tomé el pulso: era rápido pero débil.
—¿Se puso pálido o grisáceo y tuvo dificultades para respirar?
—Sí.
—¿Y entonces qué hiciste?
—Le hice un tratamiento contra el shock: le levanté los pies, lo cubrí con una manta y le di de beber té, después vine a buscarte. —Estaba a punto de llorar—. Su padre lo cargó durante dos días, no podemos dejarlo morir.
—Posiblemente no morirá —contestó Jean-Pierre—. El shock alérgico no es común, pero se trata de una reacción bien conocida que puede provocar la penicilina. El tratamiento consiste en inyectarle medio mililitro de adrenalina por vía intramuscular, seguida por un antihistamínico: digamos seis mililitros de difenhidramina. ¿Quieres que vuelva contigo?
Al hacer el ofrecimiento dirigió una rápida mirada de soslayo a Anatoly, pero el ruso ni se inmutó.
—No —contestó Jane, suspirando—. Porque en ese caso morirá alguien más al otro lado de la montaña. Tú ve a Cobak.
—¿Estás segura?
—Sí.
Anatoly encendió una cerilla para fumar un cigarrillo. Jane lo miró y después volvió a mirar a Jean-Pierre.
—Medio mililitro de adrenalina y después seis mililitros de difenhidramina —repitió, poniéndose de pie.
—Sí — Jean-Pierre también se levantó y la besó—. ¿Estás segura de que te las arreglarás sola?
—Por supuesto.
—Tendrás que darte prisa.
—Sí.
—¿Te gustaría llevarte a Maggie?
Jane lo pensó un instante antes de contestar.
—No creo. Por ese sendero es más rápido caminar.
—Como te parezca.
—Adiós.
—Adiós, Jane.
Jean-Pierre la miró salir. Permaneció inmóvil durante un rato. Ni él ni Anatoly hicieron ningún comentario. Después de un par de minutos se acercó a la puerta y miró hacia afuera. Podía ver a Jane, ya a cierta distancia, una figura pequeña y delgada, con un vestido de algodón, que trepaba decididamente la ladera, sola en ese paisaje polvoriento y pardusco. La observó hasta que ella desapareció en un recodo del sendero.
Entonces regresó al interior de la choza y volvió a sentarse con la espalda contra la pared. El y Anatoly se miraron.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Jean-Pierre—. Nos salvamos apenas por unos instantes.
El muchacho murió.
Cuando Jane llegó, acalorada, polvorienta y extenuada a punto de desmayarse, ya hacía casi una hora que había muerto. El padre la esperaba en la entrada de la cueva, con expresión aturdida y de reproche. Al ver su postura resignada y sus mansos ojos pardos, Jane comprendió que todo había terminado. El hombre no dijo nada. Ella entró en la cueva y miró al muchacho. Demasiado cansada para enojarse, se sintió sobrecogida por la desilusión. Jean-Pierre estaba lejos y Zahara en pleno duelo, así que no tenía con quien compartir su pena.
Lloró más tarde, tendida en su cama en el techo de la casa del tendero, con Chantal en un colchoncito a su lado, murmurando de vez en cuando en medio de un sueño de feliz ignorancia. Jane lloraba tanto por el padre como por el muchacho muerto. Lo mismo que ella, el hombre sobrepasó todos los límites de la extenuación con tal de salvar a su hijo. ¡Cuánto mayor sería su tristeza! Las lágrimas que inundaban los ojos de Jane le empañaban la visión de las estrellas antes de que pudiera quedarse dormida.
Soñó que Mohammed se acercaba a su cama y le hacía el amor mientras todo el pueblo los miraba; luego él le contó que Jean-Pierre vivía una aventura con Simone, la esposa del gordo periodista Raoul Clermont, y que los amantes se encontraban en Cobak, donde se suponía que Jean-Pierre estaba atendiendo a los enfermos.
Al día siguiente le dolía todo el cuerpo a causa de haber corrido durante casi todo el trayecto hasta la cabaña de piedra. Mientras llevaba a cabo sus tareas de rutina, reflexionó que había sido una suerte que Jean-Pierre se detuviera, presumiblemente a descansar, pues le había proporcionado la posibilidad de alcanzarlo. Se sintió muy aliviada al ver a Maggie atada fuera y al encontrar a Jean—Pierre dentro de la cabaña con aquel extraño hombrecito uzbeko. Los dos se habían sobresaltado cuando la vieron entrar. Fue casi cómico. Era la primera vez en su vida que vio levantarse a un afgano al entrar una mujer.
Trepó hasta la cueva con su propio maletín médico e inició las consultas. Mientras atendía los casos habituales de mala nutrición, malaria, heridas infectadas y parásitos intestinales, recordó la crisis del día anterior. Hasta entonces nunca había oído hablar de shock alérgico. Sin duda, a la gente que debía aplicar inyecciones de penicilina se le enseñaba qué había que hacer en esos casos, pero su entrenamiento fue tan apresurado que muchas cosas quedaron en el tintero. En realidad, los detalles médicos fueron casi totalmente ignorados partiendo de la base de que Jean-Pierre era médico titulado y siempre estaría a su lado para indicarle lo que debía hacer.
Qué época de ansiedad fue ésa, sentada en las aulas, unas veces con enfermeras diplomadas, otras absolutamente sola, tratando de aprender las reglas y procedimientos de la medicina y de la educación sanitaria, y preguntándose lo que le esperaría en Afganistán. Algunas de las clases recibidas, en lugar de tranquilizarla, la hicieron temblar. Le indicaron que su primera tarea consistiría en fabricarse un retrete de tierra para uso personal. ¿Por qué? Porque la manera más rápida de mejorar la salud de la gente de los países subdesarrollados era conseguir que dejaran de usar los ríos y los arroyos como letrinas, y ante todo era darles el ejemplo. Su maestra, Stephanie, una mujer de imprescindible aspecto maternal, con gafas, de unos cuarenta años, también hizo hincapié en los peligros de prescribir medicamentos con demasiada generosidad. La mayoría de las enfermedades y heridas de menor importancia se mejoraban sin ayuda médica, pero la gente primitiva (y también la que no lo era tanto) reclamaba siempre píldoras y pomadas. Jane recordó que al llegar a la cabaña el hombrecillo uzbeko estaba pidiendo a Jean-Pierre alguna pomada para las ampollas. Sin duda había recorrido a pie largas distancias durante toda su vida; sin embargo, en cuanto se encontró con un médico le dijo que le dolían los pies. El problema de prescribir demasiados medicamentos —aparte del desperdicio que significaba— era que una droga administrada para combatir un mal menor podría provocar tolerancia en el paciente, de modo que cuando se encontrara seriamente enfermo, el tratamiento no le haría efecto. Stephanie también aconsejó a Jane que intentara trabajar, no en contra, sino junto a los curanderos tradicionales de la comunidad. Ella tuvo éxito con Rabia, la partera, pero no con Abdullah, el mullah.