El valle de los leones (19 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Aprender el lenguaje fue lo más fácil. En París, antes de que se le ocurriera siquiera viajar a Afganistán, estudió farsi, el idioma de los Persas, para mejorar su tarea de intérprete. El farsi y el dari eran dialectos de una misma lengua. El otro idioma principal de Afganistán era el pashto. El Valle de los Cinco Leones se encontraba en territorio tadjik. Los pashto, la lengua de los pushtuns, pero los tadjiks hablaban en dari y pocos afganos que viajaban —los nómadas, por ejemplo— hablaban generalmente pashto y dari. Si conocían algún idioma europeo era el inglés o el francés. El hombrecito uzbeko, el de la cabaña de piedra, hablaba en francés con Jean-Pierre. Era la primera vez que Jane oía hablar francés con acento uzbeko. Sonaba lo mismo que el acento ruso.

Durante el día recordó muchas veces al uzbeko. De alguna manera ese individuo la perturbaba. Era una sensación parecida a la que tenía cuando sabía que debía hacer algo importante pero no recordaba de qué se trataba. Tal vez hubiera algo extraño en ese individuo.

A mediodía cerró la clínica, alimentó y cambió a Chantal y luego preparó el almuerzo consistente en arroz y salsa de carne y lo compartió con Fara. La muchacha se había convertido en una total admiradora de Jane. Estaba ansiosa por hacer cualquier cosa que le agradara, y por la noche se mostraba renuente a regresar a su casa. Jane intentaba tratarla de igual a igual, pero aparentemente eso sólo aumentaba la adoración de la muchacha.

A la hora de mayor calor, Jane dejó a Chantal al cuidado de Fara y bajó a su escondrijo secreto, la saliente plana y soleada, oculta por una piedra voladiza de la montaña. Allí realizaba sus ejercicios posnatales, decidida a recuperar su silueta. Mientras los hacía no podía dejar de visualizar al hombrecito uzbeko, poniéndose de pie en la cabaña de piedra, y la expresión de estupefacción que se pintó en su rostro oriental. Por algún motivo, Jane tuvo la sensación de que acechaba una tragedia.

Cuando se dio cuenta de la verdad, no fue en un repentino relámpago de comprensión, sino más bien como en una avalancha: empezó como algo pequeño pero fue creciendo inexorablemente, hasta que lo cubrió todo.

Ningún afgano se quejaría de ampollas en los pies, ni siquiera como excusa, porque no tenía la menor idea de la existencia de éstas, era algo tan poco probable como el hecho de que un granjero de Gloucestershire dijera que sufría de beri-beri. Además, ningún afgano, por sorprendido que estuviese, reaccionaría levantándose ante la entrada de una mujer. Y si ese individuo no era afgano, ¿qué sería? Su acento se lo decía, aunque muy pocos lo habrían reconocido, Sólo porque ella era lingüista y hablaba tanto el ruso como el francés pudo darse cuenta de que el hombre hablaba francés con acento ruso.

Así que Jean-Pierre se encontró con un ruso disfrazado de uzbeko en una cabaña de piedra en un sitio desierto.

¿Sería un encuentro casual? Era muy poco posible, pero al recordar la cara que puso su marido al verla entrar, percibió la expresión que en ese momento no había notado: una mirada culpable.

No, no se trataba de un encuentro casual, era una cita acordada con anterioridad. Y tal vez no fuese la primera. Jean-Pierre viajaba constantemente a otros pueblos para atender pacientes. En realidad se mostraba innecesariamente escrupuloso en mantener su agenda de visitas, una insistencia tonta en un país que carecía de calendarios y de diarios, pero no tan tonta si existía otra agenda, una serie clandestina de encuentros secretos.

¿Y por qué se encontraría con el ruso? Eso también era obvio, y las lágrimas inundaron los ojos de Jane cuando se dio cuenta de que el propósito de Jean-Pierre debía de ser necesariamente la traición. Les proporcionaba información, por supuesto. Les daba datos sobre las caravanas de los rebeldes. El siempre estaba al tanto de las rutas que seguirían, porque Mohammed utilizaba sus mapas. También conocía las fechas aproximadas, porque veía partir a los hombres, desde Banda y desde otros pueblos del Valle de los Cinco Leones. Obviamente proporcionaba esa información a los rusos, que por ese motivo durante el último año habían tenido tanto éxito en sus emboscadas. Y por ese mismo motivo, en ese momento el valle estaba lleno de viudas llorosas y huérfanos acongojados.

¿Qué me pasa? —pensó en un repentino ataque de autocompasión, mientras las lágrimas volvían a rodar por sus mejillas—. Primero Ellis, después Jean-Pierre; ¿por qué será que elijo a esos cretinos? ¿Habrá algo que me atraiga en los hombres que llevan una doble vida? ¿Será el desafío que significa el romper sus defensas? ¿Estoy loca hasta ese punto?

Recordó que, Jean-Pierre había dicho que la invasión soviética a Afganistán estaba justificada. En algún momento cambió de idea y ella creyó que lo había convencido de que estaba equivocado. Obviamente ese cambio de idea fue falso. Cuando decidió viajar a Afganistán para convertirse en espía de los rusos, adoptó un punto de vista antisoviético como parte de su disfraz.

¿Sería también falso el amor que le profesaba?

La pregunta en sí misma ya le resultaba terriblemente dolorosa. Escondió la cabeza entre sus manos. Era casi increíble. Se había enamorado de él, se casó con él, besó a su madre, esa mujer de expresión amargada, se acostumbró a su manera de hacer el amor, sobrevivió a la primera pelea que tuvieron, luchó por conseguir que la sociedad matrimonial diera resultado y dio a luz a su hija entre temores y dolores, ¿Habría hecho todo eso por una simple ilusión, por un títere, por un hombre a quien ella no le importaba nada? Era lo mismo que caminar y correr tantos kilómetros para preguntar cómo curar a un muchacho de dieciocho años y después volver para encontrar que ya estaba muerto. Era peor que eso. Imaginó que sería lo mismo que sintió el padre del chico que, después de cargar a su hijo durante dos días, sólo lo vio morir.

Percibió una sensación de plenitud en sus pechos y se dio cuenta de que debía de ser hora de amamantar a Chantal. Se puso la ropa, se enjugó el rostro con la manga y empezó a subir la montaña. A medida que su dolor empezó a ceder y pudo pensar con más claridad, tuvo la sensación de que siempre se había sentido vagamente insatisfecha a lo largo de su año de casada y ahora le resultaba comprensible. De alguna manera, todo el tiempo había presentido el engaño de Jean-Pierre. Debido a esa barrera que se erigía entre ambos, nunca pudieron adquirir una intimidad total.

Cuando llegó a la cueva, Chantal se quejaba a voz en cuello, y Fara la mecía. Jane tomó a la pequeña y la sostuvo contra su pecho. Chantal empezó a mamar. Jane sintió la incomodidad inicial, como un calambre en el estómago, y después una sensación en el pecho agradable y bastante erótica.

Tenía ganas de estar sola. Le dijo a Fara que se fuera a dormir la siesta en la cueva de su madre.

Amamantar a Chantal le resultó tranquilizador. La traición de Jean-Pierre empezó a parecerle un cataclismo menos importante. Estaba segura de que el amor que le profesaba su marido no era simulado. ¿Qué sentido hubiera tenido? ¿Para qué llevarla hasta allí? Ella no le era de ninguna utilidad en su trabajo de espía. Necesariamente tenía que ser porque la amaba.

Y si la amaba, el resto de los problemas podría solucionarse. Tendría que dejar de trabajar para los rusos, por supuesto. Por el momento ella no conseguía imaginarse enfrentándose a él, ¿Qué le diría? ¿Me he dado cuenta de todo, por ejemplo? No. Pero ya se le ocurrirían las palabras necesarias cuando llegase el momento. Entonces, él tendría que llevarlas a ella y a Chantal de regreso a Europa...

Regresar a Europa. Cuando comprendió que tendrían que volver a su casa, la inundó una sensación de alivio. La tomó por sorpresa. Si alguien le hubiera preguntado si le gustaba Afganistán, ella habría contestado que le fascinaba lo que hacía, que era algo que valía la pena, y que se desenvolvía realmente muy bien y que hasta disfrutaba. Pero ahora que tenía frente a sí la perspectiva de regresar a la civilización, su resistencia se desmoronó y tuvo que admitir para sus adentros que el paisaje agreste, los inviernos gélidos, el pueblo extraño, los bombardeos y el interminable fluir de hombres y muchachos mutilados y heridos le habían puesto los nervios en tensión hasta un grado ya intolerable.

La verdad es que este lugar me resulta espantoso, pensó.

Chantal dejó de mamar y se quedó dormida. Jane la cambió y la acostó sobre su colchoncito, sin despertarla. El equilibrio psíquico de la pequeña era una bendición. Dormía en medio de cualquier crisis; con tal de estar cómoda y con el estómago lleno, ningún ruido o movimiento la despertaba. Sin embargo, era sensible a los estados de ánimo de Jane, y muchas veces despertaba cuando ella estaba angustiada, aunque no hubiese ruido alguno.

Jane se sentó con las piernas cruzadas sobre su colchón, observando a su hijita dormida y pensando en Jean-Pierre. Ojalá estuviera aquí para poder hablar inmediatamente con él. Se preguntó por qué no estaría más enojada, para no decir ultrajada, al descubrir que había estado traicionando a los guerrilleros con los rusos. ¿Sería porque se había reconciliado con la idea de que todos los hombres eran unos mentirosos? ¿Habría llegado a convencerse de que en esa guerra los únicos inocentes eran las madres, las esposas y las hijas de ambos bandos? ¿El hecho de ser esposa y madre habría alterado tanto su personalidad que una traición como la de su marido ya no resultaba ultrajante? ¿O sería simplemente porque amaba a Jean-Pierre? Lo ignoraba.

De todos modos, ése era el momento de pensar en el futuro, no en el pasado. Regresaría a París donde había carteros, librerías y agua corriente. Chantal tendría ropa bonita, un cochecito y pañales desechables. Vivirían en un pequeño apartamento de algún barrio interesante donde el único verdadero peligro podrían ser los conductores de taxis. Ella y su marido volverían a empezar y esta vez llegarían a conocerse a fondo. Trabajarían para convertir el mundo en un lugar mejor, utilizando medios graduales y legítimos en lugar de intrigas o traiciones. La experiencia adquirida en Afganistán los ayudaría a conseguir trabajo en el Tercer Mundo, tal vez en la Organización Mundial de la Salud. La vida de casada sería tal como ella la había imaginado, con ellos tres haciendo el bien, sintiéndose seguros y felices.

Entró Fara. Había terminado la hora de la siesta. Saludó a Jane respetuosamente, miró a Chantal y al ver que estaba dormida, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, esperando instrucciones. Era hija del hijo mayor de Rabia, Ismael Gul, que en ese momento formaba parte de la caravana...

Jane quedó sin aliento. Fara le dirigió una mirada inquisitiva. Jane hizo una seña con la mano, como quitándole importancia, y Fara desvió la mirada. Su padre forma parte de la caravana, pensó Jane.

Jean-Pierre había traicionado a esa caravana ante los rusos. El padre de Fara moriría en la emboscada, a menos que Jane pudiera hacer algo por impedirlo. Pero ¿qué? Podrían enviar un mensajero para encontrarse con la caravana en el paso de Khybcr e indicarles que tomaran una ruta distinta. Mohammed estaba en condiciones de arreglar eso. Pero Jane tendría que decirle cómo sabía que la caravana sufriría una emboscada, y entonces probablemente Mohammed mataría a Jean-Pierre, quizá con sus propias manos.

Si uno de ellos tiene que morir, que sea Ismael y no Jean-Pierre, pensó Jane.

Entonces se acordó de los otros treinta hombres del valle que integraban la caravana y sintió que se le clavaba un cuchillo en el corazón: ¿tendrán que morir todos para que se salve mi marido? Kahmir Khan, el de la barba ensortijada, y el viejo Shahazai Gul, y Yussuf Gul que canta tan maravillosamente; y Sher Kador, el pastorcito de las cabras; y Abdur Mohammed a quien le faltan los dientes delanteros; y Alí Ghanim que tiene catorce hijos?

Tenía que haber alguna manera de impedirlo.

Se dirigió a la entrada de la cueva y se quedó mirando hacia afuera. Ahora que la siesta había terminado, los chicos abandonaron las cuevas para reiniciar sus juegos entre las rocas y los arbustos espinosos. Allí estaba Mousa, de nueve años, el único hijo varón de Mohammed —más malcriado ahora que sólo le quedaba una mano—, jugando con el nuevo cuchillo que su padre le había regalado. Vio a la madre de Fara subiendo la ladera de la montaña con un haz de leña sobre la cabeza. Y allí estaba también la mujer del mullah, lavando la camisa de Abdullah. No vio a Mohammed, ni a Halima, su esposa. Pero sabía que él se encontraba en Banda, porque lo había visto esa mañana. Sin duda habría almorzado con su mujer y sus hijos en la cueva. Casi todas las familias tenían una cueva propia. Allí estaría él en ese momento, pero Jane no quería ir a buscarlo abiertamente, porque eso significaría provocar un escándalo en la comunidad y ella debía ser discreta.

¿Qué le diré?, pensó.

Consideró la posibilidad de hacerle una petición directa: Haz esto por mí, simplemente porque yo te lo pido. Habría dado resultado con cualquier hombre occidental que estuviera enamorado de ella, pero los musulmanes no parecían tener una concepción demasiado romántica del amor: lo que Mohammed sentía por ella misma mas bien se parecía a un sentimiento bastante tierno de lujuria. Y decididamente esto no lo ponía a él a su disposición. Y, de todos modos, ella ni siquiera estaba segura de que él siguiera sintiendo lo mismo. Entonces, ¿qué? El no le debía nada. Ella nunca lo había atendido a él ni a su esposa. Pero en cambio había atendido a Mousa: había salvado la vida del muchachito. Mohammed tenía con ella una deuda de honor.

Haz esto porque yo salvé a tu hijo. Tal vez diera resultado.

Pero Mohammed le preguntaría por qué.

Iban apareciendo más mujeres, que salían en busca de agua y barrían sus cuevas, atendían a sus animales y preparaban la comida. Jane sabía que en cualquier momento vería a Mohammed.

¿Qué le diría?

Los rusos conocen la ruta que seguirá la caravana.

¿Y cómo lo averiguaron?

No lo sé, Mohammed.

¿Entonces por qué estás tan segura?

No te lo puedo decir. Escuché una conversación. Recibí un mensaje del Servicio Secreto Británico. Tengo un presentimiento. Lo vi en las cartas. Lo soñé.

Esa era la solución: un sueño.

En ese momento lo vio. Salía de su cueva, alto y apuesto, con ropa de viaje: el redondo gorro chitralí, como el de Masud, del tipo que usaban casi todos los guerrilleros; el pattu de tono barroso que le servía de capa, toalla, manta y camuflaje; y las botas altas de cuero que le había quitado al cadáver de un oficial ruso. Cruzó el claro con el paso rápido de quien tiene que recorrer un largo camino antes de la puesta del sol. Tomó el sendero que bajaba hacia el pueblo desierto.

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