El valle de los leones (15 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Existían otras organizaciones que enviaban a Afganistán médicos franceses jóvenes e idealistas, pero Jane se abstuvo de recordárselo.

—Tendremos que correr ese riesgo —contestó secamente.

—¿De veras? —preguntó él. Y ella se dio cuenta de que su marido estaba empezando a enojarse—. ¿Y a santo de qué?

—Porque realmente hay una sola cosa de valor permanente que podemos darle a esta gente: información. Está bien que les remendemos las heridas y que les administremos drogas para matar los virus, pero nunca contarán con bastantes cirujanos ni con suficientes drogas. En cambio podemos mejorar permanentemente su estado sanitario si les enseñamos las reglas básicas de nutrición, de higiene y de cuidado de la salud. Considero que es mejor ofender a Abdullah que dejar de hacerlo.

—Sin embargo, ojalá no te hubieras acarreado la enemistad de ese hombre.

—¡Me golpeó con un palo! —gritó Jane, furibunda.

Chantal empezó a llorar. Jane se obligó a mantener la calma. Meció a su hijita durante algunos instantes y después volvió a amamantarla. ¿Por qué no alcanzaba a ver Jean-Pierre lo cobarde de su actitud? ¿Cómo era posible que se sintiese intimidado ante la amenaza de ser expulsado de ese país olvidado de la mano de Dios? Jane suspiró de nuevo. Chantal volvió la cabeza para alejar la carita del pecho de su madre e hizo una serie de ruiditos de desagrado. Antes de que pudieran seguir discutiendo, oyeron gritos a la distancia.

Jean-Pierre frunció el entrecejo. Escuchó y después se puso en pie. Se oyó una voz de hombre en el patio de la casa donde vivían. Jean-Pierre tomó un chal y lo colocó sobre los hombros de Jane. Ella se lo ató sobre el pecho. Esta era una especie de componenda: según los afganos ella no estaba lo suficientemente cubierta mientras amamantaba, pero Jane se negaba de plano a salir corriendo de la habitación como una ciudadana de segunda clase si un hombre entraba en su casa mientras ella alimentaba a su hijita y por lo tanto advirtió públicamente que si alguien tenía objeciones, sería mejor que no fuese a ver al médico.

—¡Adelante! —exclamó Jean-Pierre en dari.

Era Mohammed Khan. Jane se sintió tentada de decirle exactamente lo que pensaba de él y del resto de los hombres del pueblo, pero notó la intensa tensión reflejada en su atractivo rostro. Por primera vez, apenas la miró.

—La caravana cayó en una emboscada —anunció sin preámbulos—. Perdimos veintisiete hombres, y todos los abastecimientos.

Jane cerró los ojos, apenada. Ella había viajado en una caravana similar a su llegada al Valle de los Cinco Leones, y no pudo menos que imaginar la emboscada: la hilera de hombres de piel oscura y de flacos caballos que se extendía a la luz de la luna por un sendero rocoso que atravesaba un valle angosto y en sombras; el batir de las hélices de los helicópteros en un repentino crescendo; los disparos, las granadas, el fuego de ametralladoras; el pánico mientras los hombres trataban de ponerse a cubierto en la desnuda ladera; los inútiles tiros disparados contra los invulnerables helicópteros; y después, por fin, los gritos de los heridos y los aullidos de los moribundos.

De repente pensó en Zahara: su marido estaba en el convoy.

—¿Y, y Ahmed Gul? —preguntó.

—Regresó.

—¡Ah! ¡Gracias a Dios! —exclamó Jane.

—Pero está herido.

—¿Cuáles de los habitantes de este pueblo murieron?

—Ninguno. Banda tuvo suerte. Mi hermano, Matullah, está bien, lo mismo que Alishan Karim, el hermano del mullah. Hay otros tres sobrevivientes, dos de ellos heridos.

—Iré en seguida —decidió Jean-Pierre.

Fue a la habitación delantera, la que en una época había sido tienda y luego clínica, y que en ese momento había quedado convertida en el lugar donde se almacenaban los medicamentos.

Jane colocó a Chantal en su cuna de fabricación casera, colocada en un rincón, y se arregló con rapidez. Probablemente Jean-Pierre necesitaría su ayuda, y de no ser así, a Zahara le vendría bien que la consolara.

—Casi no tenemos municiones —comunicó Mohammed.

Eso a Jane le preocupó muy poco. Esa guerra la asqueaba y sin duda no vertería lágrimas si por un tiempo los rebeldes se vieran obligados a dejar de matar a pobres y desgraciados soldados rusos de diecisiete años, que sin duda añoraban terriblemente sus hogares.

—En un año hemos perdido cuatro caravanas. Sólo consiguieron pasar tres —continuó Mohammed.

—¿Y cómo consiguen encontrarlas los rusos? —preguntó Jane.

Jean-Pierre, que escuchaba desde la habitación contigua, intervino en la conversación a través de la puerta abierta.

—Deben de haber intensificado la vigilancia de los pasos, mediante helicópteros que vuelan muy bajo, O tal vez incluso por medio de fotografías tomadas por satélites.

—Nos traicionan los pushtuns —afirmó Mohammed.

Eso a Jane le pareció bastante posible. En los pueblos por los que atravesaron, a veces consideraban que esas caravanas eran una especie de imán que atraía los ataques rusos, y era muy posible que algunos lugareños pretendieran comprar su seguridad informando a los rusos dónde se encontraban los convoyes, aunque Jane no comprendía con claridad cómo lograban pasar la información a los rusos.

Pensó en lo que esperaba recibir a la llegada de la frustrada caravana. Había encargado más antibióticos, algunas agujas hipodérmicas y muchas vendas esterilizadas. Jean-Pierre había encargado una larga lista de medicamentos. La organización Médecins pour la Liberté contaba con un agente en Peshawar, la ciudad del noroeste de Pakistán donde los guerrilleros compraban sus armas. Era posible que ese individuo hubiera conseguido los abastecimientos básicos en el lugar, pero los medicamentos sin duda habían llegado por vía aérea desde Europa occidental. ¡Qué desperdicio! Podían transcurrir meses antes de que llegaran nuevos suministros. Desde el punto de vista de Jane, esa pérdida era mucho más grave que la de las municiones.

Jean-Pierre volvió con su maletín. Los tres salieron al patio. Estaba oscuro. Jane se detuvo para dar instrucciones a Fara y encargarle que cambiara a Chantal, y después siguió a los dos hombres.

Los alcanzó cerca de la mezquita. No era un edificio impresionante. Carecía de los colores maravillosos y de las exquisitas decoraciones que se apreciaban en los libros sobre arte islámico. Era una construcción con los costados abiertos, el techo plano apoyado sobre columnas de piedra y Jane pensaba que parecía un refugio para esperar el autobús, o tal vez la galería de una mansión colonial en ruinas. En el centro de la construcción, un pasillo con arcadas conducía a un patio protegido por un muro. Los habitantes del pueblo la trataban con escasa reverencia. Allí rezaban, pero también la utilizaban como sala de reuniones, mercado, aula y casa de huéspedes. Y esa noche la convertirían en hospital.

Lámparas de aceite colgadas de ganchos pendían de las columnas de piedra e iluminaban el lugar. Del lado izquierdo de la arcada se arracimaban los habitantes del pueblo. Se los veía alicaídos: varias mujeres lloraban en silencio y se oían las voces de dos hombres: uno hacía preguntas y el otro las contestaba. La multitud se hizo a un lado para dejar pasar a Jean-Pierre, Mohammed y Jane.

Los seis sobrevivientes de la emboscada formaban un grupo sobre el suelo de tierra batida. Los tres que se encontraban heridos permanecían en cuclillas, con sus gorros chitralí redondos todavía puestos sobre la cabeza y con aspecto de estar sucios, descorazonados y extenuados. Jane reconoció a Matullah Khan, una versión más joven de su hermano Mohammed; y a Alishan Karim, más delgado que su hermano el mullah, pero con la misma expresión perversa. Dos de los heridos estaban sentados en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. Uno tenía la cabeza envuelta por un vendaje inmundo y manchado de sangre, y el otro tenía el brazo en un improvisado cabestrillo. Jane no conocía a ninguno de los dos. Automáticamente calculó la gravedad de sus heridas: a primera vista parecían leves.

El tercero de los heridos, Ahmed Gul, estaba tendido sobre una especie de camilla fabricada con dos palos y una manta. Tenía los ojos cerrados y la piel grisácea. Su esposa Zahara, sentada a sus espaldas, le había apoyado la cabeza en su regazo, le acariciaba el pelo y lloraba en silencio. Jane no alcanzaba a ver las heridas de Ahmed, pero se dio cuenta de que eran graves.

Jean-Pierre pidió que le trajeran una mesa, agua caliente y toallas, y en seguida se arrodilló junto a Ahmed. Después de unos instantes miró a los otros guerrilleros y preguntó en dari:

—¿Le ha alcanzado una explosión?

—Los helicópteros tenían misiles —contestó uno de los que estaban ilesos—. Uno hizo explosión al lado de Ahmed.

Entonces Jean-Pierre se dirigió a Jane en francés.

—Está muy grave. Es un milagro que haya sobrevivido al viaje. Jane veía manchas de sangre en la barbilla de Ahmed: tosía y escupía sangre, señal de que tenía heridas internas.

Zahara dirigió a Jane una mirada suplicante.

—¿Cómo está? —preguntó en dari.

—Lo siento, amiga mía —contestó Jane con la mayor suavidad posible—. Está muy grave.

Zahara asintió con resignación; ya lo sabía, pero la confirmación de sus sospechas bañó de nuevas lágrimas su bonito rostro.

—Revisa a los otros en mi lugar —le pidió Jean-Pierre a Jane—. No quiero demorarme un minuto más en atender a éste.

Jane examinó a los otros dos heridos.

—La herida de la cabeza no es más que un rasguño —dijo después de un momento.

—Encárgate de ella —contestó Jean-Pierre.

En ese instante supervisaba a los que alzaban a Ahmed para colocarlo sobre la mesa.

Jane examinó al guerrillero que llevaba el brazo en cabestrillo. Su herida era más seria: por lo visto una bala le había destrozado un hueso.

—Esto debe de haberle dolido mucho —le comentó al herido en dari.

El sonrió y asintió. Esos hombres estaban hechos de hierro bien templado.

—La bala le ha roto el hueso —informó Jane a Jean-Pierre. Jean-Pierre ni siquiera levantó la mirada que mantenía fija en el cuerpo de Ahmed.

—Adminístrale anestesia local, limpia bien la herida, retira los trozos y entrégale un cabestrillo limpio. Más tarde me encargaré del hueso.

Ella empezó a preparar la inyección. Cuando Jean-Pierre necesitara su ayuda la llamaría. Por lo visto iba a ser una larga noche.

Ahmed murió pocos minutos después de medianoche y Jean-Pierre tuvo ganas de llorar, no de tristeza porque apenas le conocía, sino de total frustración, porque sabía que podría haberle salvado la vida de haber contado con un anestesista, electricidad y un quirófano.

Cubrió el rostro del muerto y después miró a la esposa, que durante horas había permanecido inmóvil, observando.

—Lo siento —le dijo.

Ella inclinó la cabeza. Jean-Pierre se alegró de que mantuviera la calma. A veces lo acusaban de no haber hecho todo lo posible; por lo visto estaban convencidos de que él sabía tanto que no había nada que no pudiera curar, y a él le daban ganas de gritarles: ¡No soy Dios!; pero en cambio esta mujer parecía comprender.

Se volvió y se alejó del cadáver. Estaba agotado. Había estado trabajando en cuerpos mutilados todo el día, pero éste era el primer paciente que perdía. Los que lo habían estado observando, casi todos parientes del muerto, se acercaron para hacerse cargo del cadáver. La viuda empezó a llorar a gritos y Jane se la llevó.

Jean-Pierre sintió que alguien le ponía una mano sobre el hombro. Al volverse se encontró con Mohammed, el guerrillero que organizaba las caravanas. Sintió una punzada de culpa.

—Es la voluntad de Alá —dijo Mohammed.

Jean-Pierre asintió. Mohammed sacó un paquete de cigarrillos pakistaníes y encendió uno. Jean-Pierre comenzó a reunir su instrumental y a guardarlo en el maletín.

—¿Y ahora, qué piensas hacer? —preguntó, sin mirar a Mohammed.

—Poner en marcha otra caravana inmediatamente —contestó el guerrillero—. Necesitamos imperiosamente las municiones.

A pesar de la fatiga, Jean-Pierre se puso en seguida alerta.

—¿Quieres echarle un vistazo a los mapas?

—Sí.

Jean-Pierre cerró el maletín y ambos se alejaron de la mezquita. Las estrellas les iluminaron el camino a través del pueblo hasta llegar a la casa del tendero. Fara dormía en la sala de estar sobre una alfombra, junto a la cuna de Chantal. Se despertó en seguida y se levantó.

—Ya puedes volver a tu casa —le indicó Jean-Pierre.

Ella se marchó sin hablar.

Jean-Pierre depositó el maletín en el suelo y después tomó suavemente la cuna y la llevó al dormitorio. Chantal continuó durmiendo hasta que él colocó la cuna en el suelo; entonces empezó a llorar. Al mirar su reloj de pulsera, él comprendió que posiblemente la chiquilla tuviera hambre.

—Pronto llegará mamá —dijo, pero sin ningún resultado.

La cogió en brazos y empezó a mecerla. Entonces dejó de llorar. El volvió a llevarla a la sala de estar.

Mohammed seguía allí de pie, esperando.

—Ya sabes dónde están —dijo Jean-Pierre.

Mohammed asintió y abrió un arcón de madera pintada. Sacó un grueso paquete de mapas doblados, seleccionó algunos y los extendió en el suelo. Mientras mecía a Chantal, Jean Pierre observaba por encima del hombro del guerrillero.

—¿Dónde fue la emboscada? —preguntó.

Mohammed señaló un punto cerca de la ciudad de Jalalabad.

Los caminos seguidos por los convoyes de Mohammed no figuraban ni en ésos ni en ningún otro mapa. Sin embargo, los mapas que Jean-Pierre tenía en su poder mostraban algunos de los valles, mesetas y arroyos estacionales donde podría haber senderos. A veces Mohammed conocía los lugares de memoria. Otras no tenía más remedio que adivinarlo y conversaba con Jean-Pierre acerca de la interpretación precisa del contorno de las líneas o del terreno más oscuro que indicaba la existencia de morrenas.

—Podríais girar más al norte, dando un rodeo para no pasar por Jalalabad —sugirió Jean-Pierre.

Sobre la planicie en la que se erigía la ciudad había un sinnúmero de valles que, como una telaraña, se extendían sobre los ríos Konar y Nuristán.

Mohammed encendió otro cigarrillo. Como casi todos los guerrilleros era un fumador empedernido. Al exhalar el humo movió la cabeza dubitativamente.

—Ha habido demasiadas emboscadas en esa zona —dijo—. Si no nos están traicionando ya, pronto empezarán a hacerlo. No, el próximo convoy viajará al sur de Jalalabad.

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