Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—¿Cuándo salimos?
—Ahora —contestó Anatoly.
Ellis se apresuraba por alcanzar un tren y, a pesar de saber que estaba dormido, se sentía presa del pánico. Primero no pudo aparcar el coche —el Honda de Gill—, después le resultó imposible encontrar la ventanilla donde se despachaban los billetes. Una vez que decidió que tomaría el tren sin billete, se encontró siendo empujado por una multitud de gente en el amplio vestíbulo de la estación Grand Central. Al llegar a ese punto recordó que había soñado eso antes, varias veces y bastante recientemente, y que nunca llegaba a tomar el tren.
Ese sueño siempre le dejaba una insoportable sensación de que toda felicidad había pasado por su lado, permanentemente, y ahora estaba aterrorizado ante la posibilidad de que volviera a sucederle lo mismo. Con una violencia cada vez mayor se abrió paso a través del gentío, y por fin llegó a la verja. Desde allí era donde las veces anteriores se había quedado mirando el vagón de cola del tren que desaparecía en la distancia, pero ahora estaba en la estación. Corrió a lo largo del andén y subió al tren de un salto justo cuando empezaba a ponerse en movimiento.
Estaba tan feliz de haberlo alcanzado que casi flotaba. Ocupó su asiento y no le pareció nada extraño encontrarse durmiendo en un saco junto a Jane. Desde las ventanillas del tren veía que las luces del alba empezaban a iluminar el Valle de los Cinco Leones.
No había una separación definida entre el sueño y la vigilia. El tren se fue esfumando gradualmente hasta que lo único que quedó fue el saco de dormir, el valle, Jane y su sensación de felicidad. En algún momento de esa noche tan corta, había subido la cremallera del saco de dormir y ahora estaban acostados muy cerca uno del otro, casi sin poder moverse. El sentía sobre el cuello la cálida respiración de Jane, y sus pechos hinchados estaban apretujados contra sus costillas. Los huesos de ella lo pinchaban: la cadera y la rodilla, el codo y el pie pero a él le gustaba. Recordó que siempre habían dormido muy juntos. De todos modos la antigua cama del apartamento de Jane en París no permitía otra cosa. En cambio la suya era más grande, pero aún allí siempre habían dormido hechos un nudo. Ella siempre comentaba que él la molestaba durante la noche, pero por la mañana él jamás lo recordaba.
Hacía mucho tiempo que no dormía toda la noche con una mujer. Trató de recordar quién había sido la última, y se dio cuenta de que fue Jane; las muchachas a quienes había llevado a su apartamento de Washington nunca se quedaron a desayunar.
Jane era la última y además la única persona con quien él había disfrutado de un sexo tan desinhibido. Al recordar las cosas que habían hecho la noche anterior, sintió una erección. Parecía no haber límites en la cantidad de veces que podía excitarse con ella. En París a veces se quedaban en la cama durante todo el día y se levantaban sólo para hacer una incursión a la nevera o para abrir una botella de vino y él la penetraba cinco o seis veces, mientras ella perdía la cuenta de sus orgasmos. Ellis nunca pensó en sí mismo como en un atleta sexual, y las experiencias siguientes le demostraron que, salvo con ella, no lo era. Jane liberaba algo en él que permanecía aprisionado cuando estaba con otras mujeres, por temor, por culpa, o por algún otro motivo. Ninguna otra había logrado eso, aunque una vez una estuvo muy cerca de lograrlo: una vietnamita con quien en 1970 vivió una aventura breve y predestinada al fracaso.
Era obvio que nunca dejó de amar a Jane. Durante el año anterior cumplió con su trabajo, salió con mujeres, visitó a Petal y fue a supermercados, como un actor que desempeña su papel, simulando, por el bien de la verosimilitud, que ésa era su verdadera personalidad pero, en el fondo de su alma, convencido de que no lo era. Y si no hubiese venido a Afganistán, podría haberlo lamentado para siempre.
Tuvo la sensación de que muchas veces era ciego con respecto a los asuntos más importantes de su vida. Allá por 1968 no se había dado cuenta de que quería luchar por su país; ni de que no quería casarse con Gill; y en Vietnam no se había dado cuenta de que estaba en contra de la guerra. Cada uno de esos descubrimientos lo dejó estupefacto y dio un cambio a su vida. Creía que el autoengaño no era necesariamente algo negativo; sin él no habría podido sobrevivir a la guerra, y de no haber venido a Afganistán, ¿qué iba a hacer, salvo convencerse de que Jane ya no le interesaba?
¿Y ahora la tendré?, se preguntó. Ella no dijo mucho, salvo te quiero, mi amor, que duermas bien, justo cuando él se estaba quedando dormido. Le pareció la frase más maravillosa que había oído en su vida.
—¿Por qué sonríes?
El abrió los ojos y la miró.
—Creí que estabas dormida —contestó.
—Te he estado observando. Pareces muy feliz.
—Sí. —Aspiró una profunda bocanada del aire fresco de la mañana y se apoyó sobre un codo para observar el valle. Las praderas prácticamente resultaban incoloras a la luz del alba y el cielo adquiría un tono gris perla. Ellis estaba a punto de explicarle por qué se sentía feliz cuando oyó un ronroneo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor.
—¿Qué será? —preguntó ella.
—El le puso un dedo sobre los labios. Un momento después, Jane también lo oyó. En pocos segundos el sonido creció hasta convertirse en el inconfundible rugido de los helicópteros. Ellis se sintió sobrecogido por una sensación de inminente desastre.
—¡Oh, mierda! —exclamó desde el fondo del alma.
Los aparatos entraron dentro del campo de visión de ambos y volaron sobre sus cabezas, emergiendo desde el otro lado de la montaña: tres Hinds cargados de armamentos y un Hip para el transporte de tropas.
—¡Mete la cabeza dentro! —ordenó Ellis con tono de urgencia. El saco de dormir era marrón y polvoriento igual que el suelo que los rodeaba: si permanecían dentro, cabía la posibilidad de que fuesen invisibles desde el aire. Los guerrilleros empleaban ese sistema para ocultarse de la aviación: se cubrían con las mantas de tono barroso que todos llevaban, llamadas pattus.
Jane se hundió dentro del saco de dormir. Este tenía una especie de forro en la punta para dar cabida a una almohada, y en ese momento ellos carecían de almohada. Si conseguían colocar esa funda en un lugar conveniente, les cubriría las cabezas. Ellis sostuvo a Jane con fuerza y giró sobre sí mismo y la funda cayó sobre ellos. Ya eran prácticamente invisibles.
Quedaron tendidos boca abajo, él casi encima de ella, y miraron hacia el pueblo. Por lo visto, los helicópteros iban a aterrizar.
—¿Supongo que no pensarán aterrizar aquí? —preguntó Jane. —Creo que es lo que están haciendo —contestó Ellis lentamente. Jane se irguió.
—¡Tengo que bajar!
—¡No! —Ellis la sostuvo por los hombros utilizando el peso de su cuerpo para obligarla a volver a tenderse—. Espera, espera aunque sea unos instantes para ver qué sucede...
—Pero Chantal...
—¡Espera!
Ella dejó de luchar, pero él continuó sosteniéndola con fuerza. En las azoteas de las casas, los pobladores soñolientos se sentaban, se refregaban los ojos y como hipnotizados clavaban la mirada en los enormes helicópteros que, como pájaros gigantescos, agitaban el aire por encima de sus cabezas. Ellis localizó la casa de Jane. Podía ver a Fara que se había puesto de pie y se envolvía en una sábana. Y junto a ella estaba el pequeño colchón sobre el que Chantal quedaba oculta por la ropa de la cama.
Con cautela, los helicópteros volaron en círculos por encima del pueblo. Piensan aterrizar aquí —pensó Ellis—, pero después de la emboscada de Darg, actúan con prudencia.
Los pobladores estaban como galvanizados. Algunos salían corriendo de sus casas mientras que otros entraban a la carrera en las suyas. Reunían a los chicos y al ganado y los arreaban hasta el interior de las casas. Varios trataron de huir, pero uno de los Hinds sobrevoló a baja altura uno de los senderos de salida del pueblo y los obligó a volver.
La escena convenció al comandante ruso de que allí no había ninguna emboscada. El Hip cargado de tropas y uno de los tres Hinds reanudaron su desairado descenso y aterrizaron en una pradera. A los pocos instantes los soldados emergieron del Hip, saltando de su vientre enorme al suelo como si fueran insectos.
—¡No hay más remedio! —exclamó Jane—. ¡Tengo que bajar ahora mismo!
—¡Escucha! —dijo Ellis—. Tu hijita no está en peligro. No sé lo que buscarán los rusos, pero decididamente no andan detrás de los bebés. En cambio es posible que te busquen a ti.
—Pero debo estar con ella...
—¡No te dejes llevar por el pánico! —le gritó él—. Si tú estás con ella, la pondrás en peligro. En cambio, si te quedas aquí, ella estará a salvo. ¿No comprendes? En este momento, lo peor que puedes hacer es correr hacia tu hija.
—Ellis, yo no puedo...
—¡Pero debes!
—¡Oh, Dios mío! — Jane cerró los ojos—. ¡Abrázame con fuerza!
El le tomó los hombros y se los apretó.
Las tropas rodearon el pueblecito. Sólo una casa quedaba fuera del círculo que habían trazado: la del mullah, que estaba un poco más retirada que las demás sobre el sendero que conducía a lo alto de la montaña. Cuando Ellis notó ese detalle, vio que un hombre salía presuroso de la casa. Estaba lo suficientemente cerca como para que distinguiera su barba teñida con alheña: era Abdullah. Lo seguían tres chiquillos de distintas edades y una mujer con un bebé en brazos. Empezaron a trepar por el sendero de la montaña.
Los rusos lo vieron en seguida. Ellis y Jane acomodaron mejor el saco de dormir sobre sus cabezas cuando el helicóptero que seguía en el aire se alejó del pueblo y voló hacia ellos. La ametralladora empezó a disparar y comenzó a volar tierra muy cerca de los pies de Abdullah. El mullah se detuvo en seco, con un aspecto casi cómico porque estuvo a punto de caer y en seguida giró sobre sus talones y regresó corriendo a la casa, haciendo gestos con las manos y ordenando a gritos a su familia que lo siguiera. Cuando llegaron a la casa, otra serie de disparos de ametralladora les impidió entrar y después de algunos instantes, toda la familia se encaminó hacia el pueblo.
A pesar del batir opresivo de los rotores de los helicópteros, de vez en cuando se oía un disparo, pero aparentemente los soldados tiraban al aire para atemorizar a los pobladores. Entraban en las casas y obligaban a salir a sus ocupantes. El Hind que había detenido al mullah y a su familia, empezó a trazar círculos sobre el pueblo, volando a muy baja altura, como si buscara más gente.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Jane con voz temblorosa. —No estoy seguro.
—¿Crees que será, una venganza? —¡Dios no lo permita!
—¿Y entonces, qué? —insistió ella.
Ellis tuvo ganas de contestar ¿Y qué mierda puedo saber yo? Pero se contuvo.
—Es posible que estén haciendo otro intento de capturar a Masud —Contestó en lugar de lo que pensaba.
—Pero él nunca permanece cerca de la escena de una batalla.
—Tal vez tengan esperanzas de que esté confiado o que esté herido. —En realidad Ellis no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo, pero temía que se produjera una matanza al estilo My La¡.
Los pobladores eran arreados al patio de la mezquita por soldados que los trataban con rudeza pero sin crueldad.
De repente Jane lanzó un grito. —¡Fara!
—¿Qué pasa?
—¿Qué está haciendo?
Ellis localizó la azotea de la casa de Jane. Fara estaba arrodillada junto al colchoncito de Chantal y Ellis apenas podía ver la cabecita rosada que se asomaba. Por lo visto, Chantal seguía dormida. Sin duda Fara le había dado un biberón en algún momento de la noche, pero a pesar de no tener hambre todavía, el ruido de los helicópteros podría haberla despertado. Ellis esperaba que siguiera durmiendo.
Vio que Fara colocaba un almohadón junto a la cabeza de Chantal que después le tapaba la carita con la sábana. —¡La está escondiendo! —exclamó Jane—. La almohada permite que le entre aire.
—Es una muchacha inteligente.
—Ojalá yo pudiera estar allí.
Fara arrugó la sábana y después arrojó otra descuidadamente sobre el cuerpo de Chantal. Se detuvo un momento para estudiar el efecto de lo que acababa de hacer. Desde esa distancia, la pequeña parecía exactamente un montón de ropa de cama abandonada con premura. Fara pareció satisfecha, porque se acercó al borde de la azotea y bajó los escalones que conducían al patio.
—¡La deja sola! —exclamó Jane.
—Dadas las circunstancias, Chantal se encuentra todo lo segura que podría estar...
—¡Ya sé! ¡Ya sé!
A empujones hicieron entrar a Fara en la mezquita, junto con los demás. Fue una de las últimas en entrar.
—Todos los bebés están con sus madres —hizo notar Jane—. Yo creo que Fara debió haber llevado a Chantal a...
—¡No! —aseguró Ellis—. Espera. Ya verás.
Todavía no sabía lo que iba a suceder, pero si se producía una matanza, Chantal estaba más segura en la azotea.
Cuando les pareció que todo el mundo estaba dentro de los muros de la mezquita, los soldados empezaron a revisar el pueblo nuevamente, entrando y saliendo de las casas y disparando tiros al aire. A ellos sí que no les faltan municiones, pensó Ellis. El helicóptero que seguía en el aire volaba y revisaba los alrededores del pueblo trazando círculos interminables, como si buscara algo.
Uno de los soldados entró en el patio de la casa de Jane.
Ellis sintió que ella se ponía rígida.
—No te preocupes, todo saldrá bien le dijo al oído.
El soldado entró en la casa. Ellis y Jane clavaron la mirada en la puerta. Pocos segundos después el ruso salió y subió con rapidez la escalera exterior.
—Oh, Dios, sálvala! —susurró Jane.
El soldado se quedó de pie en la azotea, echó una ojeada a las ropas arrugadas, observó las azoteas vecinas y volvió a concentrar su atención en la de Jane. Estaba cerca del colchón de Fara. El de Chantal se encontraba un poco más lejos. Tanteó con el pie el colchón de Fara.
De repente se volvió y bajó corriendo la escalera.
Ellis volvió a respirar y miró a Jane. Estaba blanca como el papel.
—Te dije que todo saldría bien —repitió él.
Ella empezó a temblar.
Ellis clavó la mirada en la mezquita. Desde allí sólo podía ver parte del patio. Tuvo la impresión de que los pobladores estaban sentados formando filas, pero había algo que se movía de un lado para otro. Trató de adivinar lo que estaría sucediendo allí. ¿Los estarían interrogando con respecto a Masud y a su paradero? En el pueblo había sólo tres personas que podían estar enteradas, tres guerrilleros de Banda que el día anterior no se habían refugiado en las montañas: Shahazai Gul, el de la cicatriz; Alishan Karim, el hermano de Abdullah, el mullah, y Sher Kador, el pastor de cabras. Shahazai y Alishan tenían ambos más de cuarenta años y podían fácilmente desempeñar el papel de ancianos acabados. Sher Kador sólo tenía catorce. Los tres estaban en condiciones de declarar que no sabían absolutamente nada de Masud. Era una suerte que Mohammed no estuviese allí; los rusos no habrían creído fácilmente en su inocencia. Las armas de los guerrilleros estaban hábilmente ocultas en lugares donde los rusos no las buscarían: en el techo de un excusado, entre las hojas de una morera, en un hoyo profundo cavado junto al río...